Desde el triunfo de Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales del Perú, en 1990, los ciudadanos de ese país han sido azotados por una ola de gravísimas violaciones de derechos humanos, de corrupción y, ahora, de inestabilidad política. En los últimos cuatro años, un Perú convulsionado ha tenido cuatro presidentes de la República; tres de ellos en la última semana.
Los videos de Vladimiro Montesinos, el hombre de confianza de Fujimori, comprando medios de comunicación para tener su propia “hegemonía comunicacional”, y un presidente que aprovechó el viaje a una cumbre internacional para renunciar a su cargo vía fax, ya son emblemáticos. Mientras Fujimori era el déspota corrupto, que disolvió el Congreso, y cuyas masacres de Barrios Altos, la Universidad de La Cantuta, y otras, todavía resuenan en los oídos de los latinoamericanos, los que vinieron después, con la muy honrosa excepción de Valentín Paniagua, parecían más concentrados en el saqueo de los dineros públicos.
Alejandro Toledo, presidente del Perú de 2001 a 2006, después de algunos meses en prisión en Estados Unidos, hoy está en libertad bajo fianza, en espera de un juicio de extradición por acusaciones de corrupción vinculadas al escándalo de Odebrecht. Su sucesor, Alan García, que ya había sido presidente en el período 1985-1990, fue electo para un nuevo mandato, de 2006 a 2011, concluido el cual debió enfrentar acusaciones de corrupción, también vinculadas al escándalo de Odebrecht; en 2019, cuando la policía llamó a la puerta de su casa, para llevarlo preso, él prefirió suicidarse. El siguiente, Ollanta Humala, cercano a Hugo Chávez, presidente de 2011 a 2016, está siendo procesado por acusaciones de lavado de dinero y asociación para delinquir, en el caso Lava Jato. Su sucesor, Pedro Pablo Kuczynski, el último electo por el voto popular, se vio forzado a renunciar, en marzo de 2018, acusado de intentar sobornar a un grupo de diputados para que no aprobaran un pedido de vacancia presidencial en su contra, a cambio de obras públicas; al año siguiente fue acusado de lavado de activos en el caso Odebrecht, tuvo una crisis de hipertensión, y se le decretó arresto domiciliario. Kuczynski fue sucedido por su vicepresidente, Martín Vizcarra, hasta su destitución, por “incapacidad moral permanente”, al encontrarse que estaría involucrado en el recibo de sobornos (cuando era gobernador regional de Moquegua), haber faltado a la verdad y haber obstruido investigaciones pendientes. Con su destitución, el Congreso designó presidente interino a Manuel Merino quien, luego de cinco días en el cargo, se vio forzado a renunciar.
El caso de Merino, el presidente más breve en la historia del Perú, es diferente. A él no se le acusa de ladrón, sino de haber ejercido el cargo con la prepotencia de un tirano, ordenando la represión de una manifestación pacífica, con el resultado de dos muertos, varios heridos por perdigones de plomo o canicas de cristal, y, al parecer, algunos desaparecidos. A Merino se le acusa de haber ordenado (o permitido) el uso de armas letales en el control del orden público, y es bueno que, alguna vez, alguien tenga que asumir su responsabilidad por decisiones despóticas, incompatibles con el respeto de los derechos humanos y con los valores de una sociedad democrática. Por decisión del Congreso peruano, a Merino le sustituye Francisco Sagasti, quien ha asumido como nuevo presidente del Perú, con un discurso que suena muy bien. Suerte a los peruanos.
El Perú nos enseña que el que la hace, la paga, y que la sociedad peruana ni olvida ni perdona. Pero, en materia de corrupción o de represión de protestas pacíficas, el Perú no tiene nada que enseñarle a quienes, en estas tierras, dirigen la revolución bonita. Los peruanos no han acabado con las reservas del Banco Central, no han escamoteado toneladas de lingotes de oro, no han saqueado sus industrias nacionales, ni han entregado al país a las redes del narcotráfico. Lo que puedan haber robado todos esos expresidentes de Perú juntos, no es comparable con las dimensiones de la corrupción en Venezuela. Y aquí no hay ningún preso por corrupción, y ni siquiera se ha abierto una investigación por los dineros de Odebrecht.
Los peruanos tampoco tienen nada que enseñarnos en materia de represión política, o de muertos y heridos como producto de la represión de manifestaciones pacíficas. Por supuesto, lamentamos la muerte de esos dos jóvenes peruanos, que simplemente levantaron su voz para protestar, y nos solidarizamos con sus deudos; pero tampoco podemos ignorar que aquí ya se ha hecho habitual que haya muertos, víctimas de la represión en manifestaciones pacíficas, sin que nadie haya renunciado. Sin que esto sea una defensa, comparado con quienes nos gobiernan, ¡Merino parece un demócrata!
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