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Un tablero lleno de piezas dispares: Gambito de la Reina de Netflix 

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Ser un prodigio también puede ser duro: la premisa de la serie Gambito de la Reina del director Scott Frank para Netflix, explora los límites de la genialidad, en contraposición al lado oscuro de una mente extraordinaria. Entre ambas cosas, Anya Taylor-Joy demuestra por qué es quizás una de las jóvenes promesas del Hollywood más joven. 

Beth (Anya Taylor-Joy) es una niña prodigio que además también es salvaje, incontrolable y tiene problemas con todo tipo de vicios. Lo anterior se narra en apenas un par de minutos durante el primer capítulo de la serie Gambito de la Reina de Scott Frank. En una única secuencia, la cámara observa con detenimiento como esta jovencísima y malhumorada joven talento, se lleva a la boca unas cuantas píldoras que beberá junto con un trago de alcohol. Todo eso, antes de vestirse para asistir a una partida de ajedrez de especial importancia.

Taylor - Joy imprime una fragilidad diáfana y austera a su personaje, que va de un lado a otro en la habitación desordenada que ocupa en una París que apenas se vislumbra, con la torpeza infantil de alguien que aún no es lo suficientemente adulto para ignorar sus errores, pero sigue siendo muy niña para sentir una singular furia. Corren los últimos años de 1960 y la escena, tiene algo de apresurado e incompleto. Todavía no sabemos mucho sobre Beth, pero Frank acaba de dejar lo esencial claro: es una mujer — o está a punto de serlo — considerablemente complicada.

De hecho, los siete episodios de Gambito de la Reina tienen un especial interés en profundizar en la percepción del miedo, la angustia existencial y la incapacidad para encontrar la propia identidad, en mitad de una situación extravagante. Luego de presentar a su personaje  — o al menos, narrar a grandes rasgos su futuro —, la historia retrocede una década para mostrar a la Beth niña, como una huérfana en medio de los rigores de un trauma doloroso con aires Dickensianos. Huérfana de madre luego de un accidente automovilístico, la futura prodigio debe intentar encontrar su lugar en el mundo.

El ambiente que le rodea  — opresivo y conservador —  no es el mejor lugar para una niña traumatizada, que debe asimilar con rapidez los cambios a su alrededor, mientras, además, se integra a una comunidad severa en la que las religiosas tranquilizan a los díscolos con castigos y píldoras tranquilizantes. Pero Beth escapa del control  — y de vez en cuando, de los calmantes —  en un espacio insular que de pronto, se convierte en el mundo entero: el ajedrez.

Basada en la novela del mismo nombre de Walter Tevis, este cuento de hadas moderno con un singular reverso oscuro, es una reinvención de las habituales heroínas desdichadas de la literatura gótica, sólo que para nuestra época  — o mejor dicho, para esta mirada extrañamente íntima sobre el talento como una condena y una virtud —  hay un especial hincapié en la noción de lo inevitable.

La huérfana, que hasta entonces había sido un estorbo institucionalizado en un sistema parroquial y anónimo, encuentra en el tablero de ajedrez no solo un desafío a su mente, sino una forma de encauzar su hasta ahora desconocida destreza intelectual hacia algo más elaborado y poderoso. Beth no solo encuentre en el ajedrez una forma de alivio al pesar y al aislamiento, sino también un propósito. Y sobre esta premisa, se sostiene la serie entera.

Pero la habilidad de Beth también una puerta de escape. Adoptada y convertida en una curiosa celebridad pública (ahora interpretada por Taylor-Joy), la serie cambia el foco de interés para mostrar, ya no el extraño y privado mundo del personaje y su relación con una obsesión transformada en una forma de triunfo, sino lo que ocurre a su alrededor.

Porque este joven prodigio adolescente es, además, una anomalía en un sistema dominado por hombres: el argumento muestra a Beth en su rápido ascenso a la fama y al reconocimiento. Como si se tratara de una celebridad actual, Beth de pronto acapara la atención de medios, las conversaciones de mesa y también, un tipo de triunfo que, entre sus manos, resulta inexplicable. Pero el personaje también tiene un secreto: enfrenta las presiones del reconocimiento y la necesidad de triunfo con alcohol y tranquilizantes.

Se trata claro, de un juego de líneas narrativas. Uno que, además, resulta tan pulcro que juega a favor de la bien lograda atmósfera un poco aprensiva hasta convertir a cada capítulo de la serie en de hecho, una jugada clásica de ajedrez que los fanáticos más empedernidos de la disciplina, podrán reconocer. Incluso Beth, con su espléndido guardarropa y su sentido de la moda, se convierte de un peón envilecido por la obsesión y la exclusión, en una reina estratega que sorprende por su formidable habilidad. De la niña que evitaba los tranquilizantes en una claustrofóbica institución, a la mujer que los toma porque los necesita, la concepción de la adicción, la fama y el potencial se mezclan en una especie de trepidante carrera hacia la visibilidad y la competencia. Todo, en medio de una extraordinaria puesta en escena y una Taylor - Joy que asume su papel de niña -adolescente prodigio con un cinismo leve que, en el subtexto, tiene toda interpretación de una incómoda crítica sobre el sentido del éxito en medio del peso de la historia personal.

A medida que avanzan los capítulos, la serie se sostiene sobre la improbable combinación del auge de las competencias, la lucha cada vez más frenética por la visibilidad y también, los demonios interiores. Beth lucha como puede en medio de un escenario cambiante, pero a pesar de las intenciones de Frank que Gambito de la Reina tenga un aire emocionante, visceral y levemente decandente, en realidad el argumento decae cuando intenta confrontar la idea del motivo por el cual luchamos y la forma en que lo hacemos.

Para Frank la clave de toda su historia está en el desequilibrio entre la seguridad que el tablero de ajedrez ofrece a Beth y el mundo exterior, que se sacude de un lugar a otro en medio de todo tipo de transformaciones. El puente que une ambas cosas es el espacio oscuro de las adicciones del personaje, pero el guion no encuentra una forma de establecer vínculos reales entre la forma en que Beth se mira a sí misma, como desea ser comprendida y su ambición. Hay una coherente descripción sobre la ira, el miedo al abandono, la persecución de una redención emocional que jamás llega.

Mientras tanto, las escenas en las que Beth enfrenta a sus adversarios son cada vez más duras y simbólicas. El juego se lleva a cabo en el tablero, pero también en la vida de Beth. En su imaginación, en la que recrea con firmeza cada jugada imposible y logra encontrar en el caos un tipo de belleza asombrosa. Incluso cuando Beth se convierte en una sensación internacional –un giro que podría haber restado poder a la mirada íntima de la serie sobre su protagonista–  el guion sabe cómo dirimir la cuestión evidente que la competencia y la obsesión parece abarcarlo todo, mientras Beth debe encontrar una forma de entender su vida como un conjunto de piezas rotas. Para el último capítulo la gran pregunta sobre cuál es el deseo de Beth  –el real, el que esconde y el que apenas se vislumbra –  sigue sin resolverse del todo. Para cuando finalmente lo hace, la Reina Blanca mira con fijeza a la cámara y sonríe. “Juguemos”, dice, con una sonrisa maliciosa. Una invitación a recorrer un laberinto en el que triunfó por un mero esfuerzo de voluntad.

 

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