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Anne Carson: Un buen poeta es ante todo un buen oyente

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Por LAURA CRACCO

Confieso mi impaciencia para leer cierta poesía. Han dado el Premio Nobel a Louise Glück, y está Anne Carson. Yo en el mundo vence de nuevo a el mundo en mí. Pienso en aquel epitalamio (lírica coral estrictamente hablando) de Safo, en la narratividad, en las historias de los creadores del canto acompañado por la lira donde se enraizaba el yo de un Alceo o una Safo, y luego de un Horacio. Ni Ajmátova ni Svetáieva, ni Carson ahora, obtuvieron el premio. El Poema del fin de Svetáieva es el antecedente más directo de La belleza del marido de A. Carson, y, ésta a su vez, la mejor lectura del epitalamio de Safo. La belleza del marido nos asoma a la crónica de un divorcio; el Poema del fin a la caminata por las calles de Praga entre bocinas, camareros, borrachos, fábricas, transeúntes, postes, puentes, un ojo vigilante (¿Stalin o Dios?), el gueto judío, hasta los arrabales donde concluye: …“Si es éste/ un mundo cristiano/, los poetas somos judíos”; el epitalamio de Safo al matrimonio de la amada con otro y la consecuente pérdida para quien observa.

En los dos primeros, hay escenas en un café o un bar; el de Safo transcurre en un banquete, suponemos. El café de Poema del fin, un recinto público como las calles que por lo mismo amplifican el alejamiento, dejó de pertenecer al nos roto:

10

Escalofrío. A la par,

juntos. –Nuestro café.

Nuestra isla, templo

donde cada mañana, casi de amanecida

–gentuza, pareja de unas horas–

veníamos a rezar.

Dentro –desorden y olor agrio,

adormilados, en primavera…

Seguro que era de avena

aquel café sin sabor

(Con avena doman el ardor

de los caballos.) No era

de Arabia, no: de Arcadia

era aquel aroma

del café…

Y cómo sonreía

la dueña, tan amable,

cuando nos sentaba juntos–

con qué placidez

de amante de pelo cano.

Como si dijera: –¡Vivid!

También os marchitaréis–.

La cartera vacía, el arrebato,

nuestros bostezos al unísono

la hacían sonreír. Y sobre todo

la juventud. Las mejillas tersas,

la risa sin motivo –éramos

la juventud. Pasiones no muy

corrientes en estas tierras

de climas crudos.

¿De dónde las traía el viento

hasta el vívido café?

–Túnez, Marruecos… Músculos

y anhelo bajo la ropa triste.

¿Desde dónde venían?

(Querido, no me lamento:

son nuestras cicatrices)

Afable compañera,

con la cofia de hilo

planchada a la holandesa…

***

Entreveo, evoco casi sin comprender.

Como si nos hubieran echado del festín.

–¿Nuestra calle! –¡Cuántas veces nosotros…!

¿Nuestra? Ya no. ¿Nosotros? Ya no…

Svetáieva narra la ruptura al ritmo de la marcha. Los suburbios entran en el poema, también Salomón. Las preguntas y respuestas no dichas, los anacolutos, reproducen la sensación de conversación mientras se camina. A tropezones  y tropiezos, como con las tres muchachas que se burlan del llanto del amante: “De las lágrimas/ ríen, como bobas/… Dos llagas/ dos indignas perlas, infamantes para el bronce/ del guerrero”… En el poema de Svetáieva resuena la tradición desde el Cantar de los cantares pasando por Safo hasta su Rusia. Esas resonancias no embellecen su poesía, hacen que suceda.

En el poema-libro de Carson, el bar observado desde un escondite en la acera contraria es otra estocada al nos:

Una esposa está bajo las garras del ser.

Fácil es decir ¿Por qué no terminar con esto?

Pero supongamos que tu marido y cierta mujer oscura suelen quedar en un bar por la tarde.

El amor no es condicional.

Vivir es muy condicional.

La mujer se instala en una terraza cerrada al otro lado de la calle.

Observa a la mujer oscura que con la mano le toca la sien como si le estuviera metiendo algo.

Observa cómo él se inclina un poco hacia la mujer y luego se vuelven atrás. Están serios.

Su seriedad la atormenta.

Las personas que pueden estar serias cuando están juntas es porque tienen algo profundo.

Hay una botella de agua mineral sobre la mesa y dos vasos.

¡No necesitan bebidas alcohólicas!

¿Desde cuándo tiene él estos gustos puritanos?

Un barco frío zarpa de algún lugar dentro de la esposa y pone rumbo al horizonte plano y gris, ni pájaro ni soplo a la vista.

Anne Carson es, además de escritora, filóloga clásica. Las reminiscencias o alusiones a los clásicos no son un gesto de pimentero: arrojadas para dar densidad a un plato soso. Los clásicos forman parte de ella, mal podría ignorar el epitalamio de Safo que citaremos luego como la versión primigenia que ella tensa al límite. Antes, los epígrafes de Keats estudiado a profundidad, la riqueza de préstamos de los griegos y la realización del ideal horaciano de la callida iunctura (juntar cálidamente la palabra envilecida por el uso con otras en cuya sociedad recupera el vigor original) que reanima la lengua. Habla coloquial,  creación de neologismos (ticktoked es traducido en la edición de Lumen como “pasteleó” inmolando la metáfora que funde “meditar” con el tic-tac del reloj), rupturas sintácticas, apilamientos de palabras (gerundios como dancing lying que crean un efecto de sentido intraducible), mayúsculas y puntuación que siguen un ritmo propio, magisterio en ocasiones, lenguaje directo que se despeña en derroteros más presumibles a través del lenguaje solemne, de una tragedia por ejemplo. Tragedia desprovista de la altura que le daban los coturnos (estilo elevado), pero no menos trágica.  El drama (acción) estructura el libro. Hay incluso un corifeo: el amigo del marido, Ray, (conoce las infidelidades de aquel, pero su rol de corifeo le impide intervenir), quien procura el balance que el lector espera, es la voz del espectador/lector como lo fue en los antiguos teatros y también el que sabe lo que los personajes ignoran: “Ray vio las cicatrices y sintió tristeza/ …/ dio vueltas al asunto de arriba a abajo/ y dijo muy poco” . Por primera vez aquel ÉL, innombrable, mudo y ausente, el marido en el texto de Carson habla al final del libro y así completa la estructura dramática. Ya antes en El poema del fin, M. Svetáievava también le infringió a el ÉL la lesa majestad de algunas frases durante la caminata/despedida. Hasta hoy en la poesía occidental nunca un ÉL tuvo nombre (aunque ellas sí: Lesbia, Cynthia, Delia, Beatriz, Laura) y mucho menos tuvo la deferencia de hablar desde el pedestal.

Ambos poemas acaban con la imagen de un barco: “Cabizbajo, y solo y oscuro/…/ en las olas de niebla se funde/ como se hunden los barcos” (Svetáieva) y el barco frío que parte desde el corazón de la esposa (Carson). El barco fue un motivo persistente en la tradición clásica. La nave del estado resulta familiar a cualquier oído. Es la gran metáfora clásica del poder (Safo: “Unos dicen que lo más bello sobre la tierra oscura/ Es un ecuestre tropel, la infantería otros, y ésos, / Que una flota de naves, pero yo afirmo/ Que lo más bello es lo que uno ama”). Es la voluntad humana imponiéndose mediante un objeto que habrá de salvar océanos, tormentas, vientos y corrientes; un barco que zarpa hacia el horizonte gris o se hunde es la derrota de la ilusión de poder, es pérdida absoluta y abandono.

Me parece semejante a los dioses

el hombre que ante ti sentado

escucha la preciosa voz

de cerca

 

y la risa adorable que hace temblar

mi corazón en el pecho;

en cuanto te veo, se me va

el habla,

 

se me rompe la lengua,

me hormiguea un fuego impalpable,

mis ojos no ven, oigo

zumbidos,

 

transpiro de frío, un temblor

se adueña de mí, más verde que la hierba,

me muero…

Lejos para ella, vecino a la otra, el novio es encumbrado a dios por su cercanía a la amada (de ambos).  La detallada descripción del pathos ante la contemplación y privación introduce el tópico que permeará la literatura erótica occidental: el amor como enfermedad (en algún fragmento Safo lo describe como glykýpykron, “dulce y amargo” o amákhanon órpeton “reptil irresistible”): el corazón le estalla, pierde la voz, la lengua enmudece, el fuego la abrasa  y el frío la hiela a un mismo tiempo, sobreviene la ceguera, los oídos zumban, temblores, sudor, palidez verdosa como hierba. En el Poema del fin, Svetáievava retoma el trillado motivo de la voluptas dolendi:  escalofrío es una palabra recurrente, su angustia “es más verde que el hielo”, los oídos le zumban, pero lo amplía a las cosas y el mundo. Todo lo que la rodea sufre y decae:  el cielo testigo es “hojalata oxidada”; los besos son de corcho, como los que se dan a un muerto; el adónde es precipicio, bala, veneno. En Carson de nuevo el verde socio de larga data de los celos o la palidez mortal: “en menos de dos minutos con su verde siseo deslizante/ los celos pueden roer un corazón hasta el centro”; la fiebre: “Envuelta en llamas y revolcándome en el cielo es como me sentí”…; la caída que ya no hiere porque el cuerpo no siente: “Rompí el cristal y salté/… /lo que se rompió no era cristal, lo que se cayó al suelo no era cuerpo”. Carson no solo hace cómplice al mundo y las cosas de la gesta del divorcio, sino a  Keats, Aristóteles y al mismo Platón. La Svetáieva había remontado hasta la Biblia el motivo del amor/guerra   (militia Veneris): “Por el oeste saldrá el sol/ mañana. Habrá de hacer la guerra/ contra Yaveh, David./ ¿Cuál será nuestra gesta? –Ruptura”.

La versión original es releída desde la actualidad, con todo lo transcurrido bajo el puente, incluido El poema del fin. El mundo en mí, en lugar del infantil contrario, permite a ambas autoras, también a la Ajmátova de El poema del héroe o Réquiem:

Detrás de mí, una mujer los labios morados de frío que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):

–¿Y usted puede dar cuenta de esto?

 Yo le dije:

Puedo

hacer honor al criterio de Eliot que diferencia al verdadero poeta: “El gran poeta es… alguien que en su poesía re-entrelaza tantos hilos sueltos de la tradición como sea posible” o, siguiendo con su fineza crítica: “El mal poeta es normalmente inconsciente cuando debería mostrarse consciente, y consciente cuando debería mostrarse inconsciente. Ambos errores tienden a convertirlo en un poeta ‘personal’. La poesía no es un dejar huir la emoción sino una huida de la emoción; no es la expresión de la personalidad sino una huida de la personalidad. Pero, por supuesto, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que significa querer escapar de tales cosas”.

Las tres poetas se despersonalizan. El primitivo yo se deja embargar por el yo a través del cual el mundo, con toda su historia de vivos y muertos que hablan y se escuchan unos a otros. Un buen poeta es ante todo un buen oyente.

Para Carson he usado la traducción de Andreu Jaume (Lumen 2019) y  para Svetáieva la excelente  selección y traducción de Monika Zgutova y Olvido García Valdés, El canto y la ceniza (Círculo de Lectores 2005).

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