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La abogacía en tiempos de crisis de la justicia y en el Estado de Derecho

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Si  el  Estado de Derecho depende de  quienes ostentan el  poder, no existe en realidad un Estado de Derecho. Sobre todo si se desconocen los principios básicos de separación de los poderes y de la independencia  del Poder Judicial y no se respetan los derechos  humanos, porque no solo se debilita el  Estado de  Derecho en sí mismo, sino que se degrada gravemente la democracia. Este cuadro define la crisis institucional del Estado, que  tiene como síntoma  más grave la crisis de la justicia. Ello ocurre en Venezuela, hasta el punto de que la credibilidad en el Poder Judicial se encuentra en el más bajo nivel de la historia contemporánea. Ahora bien,  ¿cuál debe ser la actitud de la abogacía ante esta crisis que afecta también su esencia, como lo es la actividad de defensa? Lo cierto es que la abogacía, parte del sistema de justicia, se ve afectada también en su imagen por esa crisis. Creo, pues, propicio en esta crisis institucional repensar sobre la idea que debemos proyectar los abogados a la sociedad acerca de la abogacía en esta época de crisis institucional y de la justicia, y de su importancia para salir de la crisis, con criterios patrióticos, por encima de intereses puramente profesionales, personales y políticos. 

Los abogados vivimos en una creencia sobre la abogacía y su misión. Pero esa conciencia no es la idea que se tiene de los abogados porque a veces algunos de estos sirven a la  injusticia. Existe, pues, una diferencia entre la creencia en que viven los abogados de la abogacía y la idea que tiene la sociedad de los abogados. La ruta de la reconstrucción de esa creencia es la de transmitir nuestra conciencia de la abogacía, para que sirva, a su vez, a la sociedad como idea sobre los abogados y no se deje engañar por la actitud de quienes  se comportan diferente a lo que debe ser el abogado, como profesional, funcionario, juez e incluso como político. Tarea esta que ahora es más determinante cuando constitucionalmente se demanda transitar del Estado de Derecho, que hemos tenido, a un verdadero Estado de Justicia, que queremos, y que aún no hemos alcanzado; lo cual supone  el ejercicio de una actividad pública y privada, orientada por una lógica del pensar ético y  por la  tolerancia y el respeto a los demás. E igualmente cuando, también constitucionalmente, a los abogados habilitados para actuar ante los  órganos judiciales se les considera como parte del sistema de justicia. Y que por  tanto han de  ser lo más celosos guardianes de la legalidad y del respeto a los derechos humanos, así como del cumplimiento de la ética pública. No pueden, pues, ser indiferentes los abogados ante esta crisis, sino que tienen el  deber moral de contribuir con la  reingeniería institucional de la democracia con una verdadera justicia y una efectiva paz. 

Deber moral este, por demás, que se explica, por lo que significa la abogacía para la sociedad, la libertad, la democracia y para el Estado de Derecho. En efecto, el abogado recibe una  formación jurídica para que desempeñe una función de importancia capital en una sociedad cuya complejidad crea, inevitablemente, un choque continuo de intereses. Y, además, el abogado, al jurar ejercer debidamente su  profesión, asume como misión primordial el compromiso de defender la fuerza del derecho contra el derecho de la fuerza. Por lo que es una profesión de la cual recelan los gobiernos autoritarios y cuyo desprestigio estimulan los incondicionales del poder político absoluto, porque saben que debilitando su independencia y autonomía profesional,  y descalificando su actividad principal de la defensa, le es fácil evitar los controles de la arbitrariedad y de la ilegalidad. La historia demuestra que en las sociedades donde los abogados son descalificados, perseguidos y desprestigiados, el derecho es una mentira y la justicia una falacia. Pero, por esa función y ese compromiso, ciertamente que es también la actitud de los abogados la que da prestigio a su oficio y es por ella por la que se salva el honor de la profesión, en  la  medida que  se le vea en la primera fila de los defensores de la libertad, la democracia, la independencia del Poder Judicial y el Estado de Derecho. Si los abogados son jueces, con mayor razón, actuando con independencia de criterio y sin arbitrariedad.

Ayer, hoy y siempre, frente a las tentaciones autoritarias; del abuso de la fuerza y de la intimidación,  para irrespetar la ley, desconocer el derecho  y  manipular la  justicia, la actitud de nuestro prócer doctor Cristóbal Mendoza, en quien declinó el Libertador la insignia de la probidad, en Caracas, en 1827, debe ser la conducta que deben asumir  los abogados respecto de la garantía de la libertad, de la democracia, de la justicia  y de la protección de los derechos  humanos. Para que esa actitud merezca el respeto de todos, y de la sociedad, el abogado no solo ha de actuar con energía y  hablar con razones, sino sobre todo proceder con autoridad moral, para lo cual en su ejercicio, como profesional, juez o funcionario, ha de conducirse con probidad y rectitud de conciencia; para así disfrutar del aprecio y de la credibilidad de la colectividad, por la imagen que proyecta de la abogacía.

Es  verdad que en el juramento que el abogado presta ante los Colegios de Abogados, estos se comprometen a  “ejercer su oficio bien y fielmente”. Pero pienso  también que los abogados, además de cumplir con ese juramento, como personas y como profesionales, deben plantear a la colectividad los límites que les impiden cumplir cabalmente con  su juramento y con su misión principal de defensa del derecho y  de la ley, como auxiliares del sistema de justicia. Primeramente, señalar por ejemplo, que en las universidades aún existe un divorcio entre lo que la universidad nos enseña como abogados y lo que la sociedad nos solicita, a pesar de los esfuerzos en modernizar los  programas de estudios. A estas instituciones les corresponde primordialmente permitir la modernidad de la profesión del abogado, atendiendo y comprendiendo los procesos de cambios, que requieren otros modos de enfrentar los problemas jurídicos y los conflictos que hoy, individualmente o colectivamente, enfrentan las personas, en un mundo cada vez más integrado e intercomunicado. No es posible reclamar a los abogados un cambio de mentalidad, que demanda nuevos métodos de aprendizaje y entrenamiento, sin que se le brinde la posibilidad de ingresar a la modernidad,  desde su formación,  y después, a través del mejoramiento del ejercicio del derecho, mediante la adaptación de la legislación al nuevo orden jurídico y sin que se le proporcionen estudios de posgrados, cada vez más caros, y la utilización de medios modernos de información, que tampoco se les pone a su alcance. Tal modernización tampoco implica desformalizar los estudios sistemáticos de la carrera de derecho, para convertirla en cursos asistemáticos de simples “paralegales”, eufemísticamente llamados  “abogados comunitarios”, sino la de formación de verdaderos juristas por Facultades de Ciencias Jurídicas y Políticas, verdaderamente autónomas, que  es lo que necesita el país.

Por otro lado, la proliferación de leyes inadecuadas, la fragmentación inarticulada de la legislación vigente, la  reforma  apresurada,  sin técnica  legislativa,  de códigos y leyes, por parte del Poder Legislativo; los cambios sorpresivos de la doctrina administrativa y de la jurisprudencia de los tribunales, e inclusive del más supremo de todos los tribunales; la falta de publicación oportuna de las leyes y su reimpresión frecuente por supuestos errores de impresión; determina una grave inseguridad jurídica, no atribuible a los abogados, que dificulta su cabal ejercicio de la función de defensa de la abogacía, que resulta fundamental para la garantía de la legalidad y del respeto del derecho. A esto se suma la grave inestabilidad de los jueces, que representa el aumento de la provisionalidad que afecta a más de 80% de los jueces,  desde el ciclo constitucional precedente, como lo alertó la comunidad académica de derecho ante la situación del Poder Judicial, en reciente pronunciamiento. El abogado, en razón de esta situación, para ejercer su profesión, ciertamente que tiene que abrirse paso dentro de una verdadera “jungla jurídica”, donde debe dar muestra de singular aptitud, valentía, competencia y superación, dentro de las grandes limitaciones que supone toda esa inseguridad. Y, ante este cuadro, sin embargo, se le exige al abogado que todavía, en esa jungla, se constituya en el garante solitario y desguarnecido de los deberes cívicos y ciudadanos, y de los principios que deben dar vida a nuestra República. 

Por supuesto que esa falta de modernidad alcanza también a nuestra colegiación. Los Colegios de Abogados, por lo general,  no han escapado al morbo de la politización y a la indolencia científica. No pocos de ellos han sido refugio de la corrupción y del atraso de la profesión. Pero ello no justifica la eliminación de la colegiatura obligatoria, que correctamente entendida y mejor instrumentada, es garantía de la independencia y autonomía de la abogacía como función de defensa dentro del sistema judicial y de protección de la legalidad democrática y de los derechos humanos.  Ello por cuanto la colegiación permite  asumir posiciones institucionales y representativas de la comunidad jurídica, frente a los poderes públicos y ante la comunidad nacional e internacional. Evidentemente que la calidad, la corrección y la personalidad de los directivos de los Colegios de Abogados dan mayor fortaleza institucional  a estas corporaciones y mayor autoridad moral y científica para su aprecio y para  la credibilidad de su comunidad y de la comunidad internacional.  

Desde las universidades, principalmente, en sus Escuelas de Derecho, y  dentro de los Colegios de Abogados, se debe comenzar a repensar sobre la experiencia vivida de la abogacía, pasada y actual, y sus limitaciones, así como sobre las ideas, estrategias y planes de su modernidad y sobre los cambios que debe sufrir su régimen de ejercicio, comenzando por asumir los retos y las exigencias que esa revisión supone, teniendo presente ahora la integración de los abogados al sistema de justicia y el papel del derecho en un Estado de Justicia como el que postula la vigente Constitución. Los abogados debemos tomar la iniciativa de realizar discusiones sobre la misión del abogado y de elaborar un proyecto de Ley de Ejercicio de la Abogacía y de participar activamente en su deliberación, para que ningún poder público o partido político nos suplante en ese derecho de darnos nuestra propia normativa.

Para ello, desde adentro, debemos  en universidades, Colegios de Abogados y Asociaciones Jurídicas y de estudiantes del derecho “repensar la abogacía”, devolviéndonos hacia su esencia,  a veces olvidada, por propios y extraños. A este respecto, el olvido que el derecho más que un conjunto de leyes imperativas, propiamente es un método de pensar y un razonamiento para encontrar soluciones, dentro de la ley, a problemas reales,  nos ha llevado a olvidar que el abogado no se mueve en un mundo matemático sino de probabilidades y de ambigüedades,  y que el ambiente donde trabaja no es lo categórico o lo absoluto, sino lo discutible. Por ello, una buena formación de pregrado resulta capital para el ejercicio del derecho, así como su mejoramiento y perfeccionamiento, después del grado universitario, sobre todo en el método de la argumentación y de la persuasión. Pero, además del debido razonamiento jurídico, en el reexamen de nuestra profesión, debemos tener presente que la abogacía es una práctica de la tolerancia, porque en materia de derecho, toda afirmación conlleva la formación de una parte contraria u opositora,  por lo que en su ejercicio tenemos que aprender a respetar los puntos de vista de los otros, porque “las diferencias no son ignorancias ni infamias, son simplemente enfoques distintos”. Téngase presente que la argumentación jurídica no es imposición sino un razonamiento, pero un razonamiento  persuasivo antes que demostrativo. Los abogados debemos, pues, ser tolerantes y persuasivos,  sobre la base de un razonamiento lógico, para convencer acerca de la solución que hemos  encontrado en las leyes  en el caso para el cual se nos ha solicitado nuestro auxilio profesional. Por ello, quien siendo abogado, por  ejemplo, en  funciones políticas, judiciales, legislativas o gubernamentales, actúa intolerantemente, no es un abogado sino un egresado de una  universidad a quien le dieron un  título de  abogado. En  efecto, dice Tomás  Polanco Alcántara, quien no  sabe  “buscar la  razón en  medio de las  pasiones y la  equidad ante  la violencia”,  no  es abogado. 

 Por ende en el reexamen  de la abogacía, como el arte de la argumentación y de la tolerancia, para persuadir sobre una solución legal, debemos insistir en que se requiere de un ambiente de plena libertad y de respeto de la independencia de la justicia. Libertad, porque sin ella no es posible la argumentación y la tolerancia. De allí que donde no existe libertad, el abogado no es sino un mero aplicador de fórmulas matemáticas, o un simple funcionario o un instrumento de aplicación de la interpretación legislativa del Estado. De manera que para que exista un verdadero Estado de Derecho y de Justicia, como propugna nuestra Constitución, en su artículo 2°,  el derecho no puede ser  un hecho impuesto por el Estado, a través del ordenamiento jurídico positivo; o una exclusiva interpretación por parte de funcionarios o jueces incondicionales. Por el contrario, es una cultura que se hace cada día  principalmente por el trabajo forense de la abogacía, y de los jueces, al buscar en las leyes la solución aunque esta no venga  dada en las leyes. Y respecto a la independencia de la justicia, es imprescindible un ambiente de respeto  a  la  justicia, porque sin un verdadero Poder Judicial, autónomo, no hay garantía de que los jueces escojan  imparcialmente la argumentación más lógica o más ajustada a los textos legales que le presenten los abogados. Este tema de la autonomía del Poder Judicial nos lleva también a  recordarle a los abogados que ejercen funciones  jurisdiccionales, en esta crisis judicial sobre el múltiple compromiso que  adquieren  al aceptar  el oficio de juez, puesto que en palabras de Mario Vargas Llosa:  el abogado, “solo llega ser juez luego de haber hecho los tres votos clásicos: de pobreza, frente a los compañeros de la misma promoción universitaria que se enriquecen en el ejercicio de la abogacía; de obediencia, por la sumisión a la ley y a la justicia; y de castidad, con los halagos del éxito y del encumbramiento   (“La Libertad y la igualdad”, Diario La Nación, octubre 24 de 1991; “Justicia y ejemplaridad”, Ed. Revista Criterio, octubre 24 de 1991, N° 2.080, páginas 579 a 581). Yo agregaría, siguiendo a Juan Pablo II, y, también, a Baltasar Garzón, un cuarto voto, “No tener miedo y ser valientes”.  Compromiso este que surge de la misión del juez, que es casi divina, porque en palabras de Juan Pablo II, dirigidas el 31 de marzo de 2000 a la Asociación Nacional Italiana de Magistrados, administrar justicia consiste en “desvelar, en relación con el dictado de la ley, la verdad encerrada en el caso concreto. En esta investigación el magistrado encuentra al hombre, criatura de Dios, con su dignidad de persona y con sus valores inalienables, que ni el Estado, ni las instituciones, ni la magistratura, ni el magistrado mismo pueden menoscabar y, mucho menos anular”. Pero esa autonomía e independencia del Poder Judicial está íntimamente ligada a la libertad del ejercicio de la abogacía, que como hemos dicho es la que permite encontrar en las leyes la solución a los problemas reales, es decir,  “hacer el derecho para encontrar la justicia”. Lo cual no pueden hacer solo los jueces sin los abogados.

El objeto de la descalificación y persecución  que se hace de los profesionales del derecho  va dirigida a los abogados que actúan como defensores o litigantes, principalmente, de personas privadas ilegítimamente de su  libertad, de los trabajadores despedidos arbitrariamente, o de los  periodistas perseguidos; unos  y  otros, por ejercer  sus  derechos  políticos  y laborales o  de informar. Ello por lo determinante que es el ejercicio de la abogacía para el control de la arbitrariedad y de la legalidad, y la protección de los derechos humanos. Esta descalificación, incluso, constituye una constante histórica, que se repite cada vez que se pretende llevar a cabo una reforma o emergencia judicial, arriándole la culpa solo a los abogados o abogados defensores, por la ineficacia del Poder Judicial.

En ese repensar la abogacía, para una futura legislación, debemos ser conscientes los abogados que es necesario revisar nuestro perfil en la sociedad, para aceptar también que muchos aspectos de nuestro sistema del ejercicio profesional de la abogacía, son susceptibles de reproche y de rechazo por la sociedad, y que son la causa de la falta de confianza y de credibilidad en nuestra profesión, aparte de los atinentes a su inadecuada formación. Entre otros,  los económicos y la supuesta falta de conciencia social de los abogados en ejercicio. Por ejemplo, la absoluta discrecionalidad en la  fijación de la retribución de los honorarios y gastos judiciales, sobre la base de criterios no realistas y razonables; y la libre estimación de la cuantía de las demandas que sirven de base para la abusiva intimación de las costas procesales; son causa del encarecimiento de la justicia y de límites al derecho de acceso a la justicia. Igualmente el exceso de litigiosidad, o el ánimo de pleitear, al que somos dados los abogados, ha impedido el desarrollo de las formas alternas de solución de conflictos, como la mediación, la conciliación, el arbitraje y la justicia de paz o de equidad. Pero  mucho más graves son las violaciones de la ética de la conducta profesional,  y que dan lugar a la crisis moral de la abogacía, y que contribuye a nuestro bajo perfil social; por lo que las pautas deontológicas, contenidas en adecuados Código de Conducta Profesional, y de Ética Judicial; y el control eficiente de su cumplimiento, así como el desarrollo de materias de ética y disciplina profesional por las universidades;  resultan fundamentales para establecer los límites racionales a la responsabilidad del abogado, de modo que  su  actuación judicial, su asistencia jurídica y su  actividad de defensa no se vean como cómplices de las acciones lesivas o ilícitas en donde le corresponda actuar imparcialmente o como defensor. En este sentido, el reto  de la abogacía y de la función judicial es el de retomar la ruta de la ejemplaridad, reconstruyendo la ética profesional, para lo cual, como decía Mauro Cappelletti,  “tenemos que volver a ennoblecernos con la honestidad y la moral”. En otras palabras,  lavar nuestra imagen. A ello contribuiría  si  dentro de nuestra  actividad  profesional,  por ejemplo, los  abogados  en  ejercicio,  dedicáramos  algún  tiempo a  la  abogacía  social para  quien necesitando asistencia jurídica no la  puede   pagar.  Pero asimismo, si reclamáramos mejores procedimientos transparentes y mayores retribuciones para captar o  seleccionar objetivamente los mejores abogados para magistrados, el Ministerio Público, jueces, procuradores, defensores y consultores jurídicos de entes públicos. No se entiende, como se habla tanto de reforma judicial y de ética judicial,  cuando, todavía a  20 años de promulgada la Constitución y de 10 años de publicado el Código de Ética del Juez Venezolano y de 5 años de su última reforma,  los jueces todavía sigan siendo destituidos arbitrariamente; más de 80% son provisorios o temporales; los civiles son juzgados antinatura por tribunales militares;  y, la administración de justicia inaccesible, parcializada, inidónea, ideologizada, opaca, sumisa,  subordinada y cómplice del quebrantamiento del Estado democrático de Derecho y de Justicia.

En este orden de ideas, para repensar sobre la abogacía, tomando prestado a De Gaulle, su famosa frase: “Francia fue grande cuando hizo cosas grandes y pensó con grandeza”, es necesario recordar a los abogados en ejercicio, jueces, profesores de derecho, procuradores, defensores públicos,  fiscales,  abogados funcionarios públicos y a los alumnos de las Escuelas de Derecho,  que La abogacía  ha sido y es grande en el pasado, porque ha permitido hacer cosas grandes, y que será también grande si piensa con grandeza para el futuro”. Y teniendo presente también a Couture, que decía que el abogado practica “el derecho como una ciencia, ejerce la abogacía como un arte y defiende la justicia como una religión”.  Es  decir, que el  derecho no se inventa  ni  se  improvisa. 

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