Por JUAN CARLOS SANTAELLA
Escribir sobre la muerte de un buen amigo no es tarea nada fácil, sobre todo cuando apenas han transcurrido pocas horas de su fallecimiento. No es fácil porque los recuerdos se amontonan, se van revelando entre la espesura del tiempo y se agolpan abruptamente, hasta el punto en que se nos extravían las imágenes, las voces, las resonancias particulares de un rostro con el cual tuvimos, muchas veces, una relación amable y respetuosa.
Tal vez, por lo pronto, uno no debería decir nada y esperar que el tiempo transcurra silenciosamente para, entonces, con la serenidad que otorga la ausencia, intentar rescatar a esa figura, a ese ser que dejó de existir. Pero, en rigor, debemos abrirnos a esta circunstancia y apelar a las emociones y posponer otras miradas ancladas en la racionalidad. Creo que lo mismo sentí con la reciente muerte de Armando Rojas Guardia. Tantos años compartiendo, en esencia, una vital amistad y de pronto apenas puedes articular algo coherente, pues el silencio se apodera de tus sentimientos y terminas bloqueado, asistiendo a una enorme impotencia expresiva.
De Sael Ibáñez guardo muy gratos momentos, todos vinculados a la amistad, a la literatura y al trabajo en común. Sael fue una persona con la cual era imposible dejar de establecer una empatía extraordinaria. Lo conocí hace ya muchos años, cuando trabajamos en la sede donde coincidían las oficinas de la revista Imagen y la Revista Nacional de Cultura. Y fue esta una extraña coincidencia en la cual ocurrieron hechos bastante notorios y enriquecedores. Se trató de una época donde lo más importante llegó a ser la construcción de la buena amistad, el apoyo a la creación, el intercambio natural de ideas, la circulación honesta y respetuosa de las palabras bien dichas y otras tantas cosas intelectualmente necesarias.
Me gusta recordar, desde luego, que el país que entonces teníamos y compartíamos desde múltiples puntos de vista, lo he de extrañar dolorosamente. Un país que a pesar de sus contradicciones y entuertos, los espacios culturales existían con absoluta libertad. Éramos, en verdad, libres para decir todo aquello que se nos antojara y nuestras revistas de este modo lo reflejaban. En aquel estupendo periodo, la RNC la dirigía el poeta Vicente Gerbasi, con quien pasábamos gratos momentos en su oficina, haciendo algo esencial que ya casi perdimos hoy en día: conversar, alimentar la amistad literaria. La revista Imagen, que estaba en un anexo contiguo, la coordinaba Juan Calzadilla, un genial creador que tuvo la desafortunada idea, tiempo después, de suscribir, de manera militante, el letal proyecto revolucionario de Hugo Chávez. Pero, más allá de lo que el futuro nos aguardaba, el respeto por todas las ideas, la comunicación afectiva y los apoyos profesionales marcaban el sentido de nuestra labor editorial.
En este contexto espléndido, por decirlo de algún modo, conocí al poeta Sael Ibáñez. Un hombre caracterizado siempre por el buen humor, la alegría no fingida, la inteligencia cargada de lucidez, la gentileza mostrada a cada momento y, sobre todo, una poderosa capacidad para la creación literaria. Aparte de todo ello, Saèl era un verdadero cultor de la amistad, una persona alejada de prejuicios, de sesgos, de dogmas y de intolerancias, lo cual implicaba que su trato resultara dichoso.
Junto a Sael orbitaban otras figuras de semejante condición. No dejo de recordar siempre al poeta Elí Galindo, hombre sencillo y erudito, muerto un poco prematuramente. Por supuesto que todo ello se hacía posible, porque la personalidad de Vicente Gerbasi lograba nuclear a su alrededor a esta singular constelación de escritores, casi todos poetas. Memorables fueron los encuentros en algunas tascas de los alrededores, donde prolongábamos un tanto el trabajo editorial de las revistas en medio de tragos casi interminables. La taberna nos brindaba otro espacio para el diálogo y la camaradería. Pasados los años, Sael Ibáñez retornó a la Biblioteca Nacional, donde fue director de la sección de libros raros y de la misma salió jubilado para continuar por otros caminos.
Había nacido en 1948. Escribió y publicó algunos libros esenciales de poesía y narrativa, tales como La noche es una estación y El club de los asesinatos particulares, entre otros. En fin, a Sael se lo llevó el viento húmedo y lluvioso de una tarde del mes de agosto. Su memoria queda intacta en la historia de la literatura venezolana. El cielo, definitivamente, le pertenece.
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