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Inventario de rostros: el espejo interior de Manasés

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A partir de 1965 la obra de Manasés irrumpe en las artes plásticas de Venezuela, Sin título (1969) y El carbonero (1983)

En 1888 el mundo científico sería sacudido por el descubrimiento del médico y erudito español Santiago Ramón y Cajal (Premio Nobel de Medicina, 1906) creador de La doctrina de la neurona,  principio central de la neurociencia moderna, teoría que consistía en que las neuronas, células presentes en el tejido cerebral son la formación básica y funcional del sistema nervioso,  siendo estas, unas células individuales y que no estaban conectadas entre sí para formar una trama. Tal revolucionaria y demostrada conjetura establecía una nueva relación en la comprensión del fascinante funcionamiento del cerebro. Ramón y Cajal comenzaría su trabajo a partir de una inclinación en las artes visuales y la fotografía, hecho poco frecuente para un científico.

Paradójicamente, en 1965 la incursión de un chofer de nombre Santiago Manasés Rodríguez Serrano, mejor conocido como Manasés (Caracas 1921-Catia La Mar 1992), agitaría al mundo de la vanguardia del arte venezolano. Con 44 años de edad y en plena efervescencia del Informalismo en Venezuela, este irrepetible retratista inicia su trayectoria como dibujante y pintor, con una estética y tratamiento, producto de una inexplicable pero maravillosa coincidencia que pareciera reafirmar los descubrimientos de Ramón y Cajal. Un singular creador cuya obra se extrapola a lo que sería un exhaustivo tratado de histología, rama de la bilogía que se dedica a estudiar la composición, la estructura y las características de los tejidos orgánicos de los seres vivos; Manasés profundiza en la fibra de los individuos y la estructura reticular de su entorno, exponiendo finamente las capas de un sistema nervioso al cual fija en los distintos soportes como una reacción cognitiva a los estímulos externos. A diferencia de una evidente influencia del científico español en la obra de  importantes artistas  europeos, como es el caso del expresionista Edvard Munch y su obra emblemática El grito, resulta gratamente desconcertante cómo este intuitivo artista venezolano codifica antropomórficamente los métodos del conocimiento; suscita igualmente inusual asombro el diálogo entre los dibujos de Ramón y Cajal (Células de Purkinje o célula glial) y las pinturas de Manasés.

El grito, 1893 (Edvard Munch) – Células de Purkinje, 1888 (Santiamo Ramón y Cajal) – Metamorfosis, 1983 (Manasés)

La original expresividad en la estética de Manasés nos obliga a deslastrarnos de conceptos establecidos, la obra de este creador es enigmáticamente seductora, nos adentra en la psiquis del colectivo y su funcionamiento; cada uno de sus retratos se manifiesta cómo una voz de esa conciencia que resuena en la calle, en las alcobas, en los templos y en el completo sentido del ser. Sin duda, ese incesante recorrido tras el volante debió configurar una relación complejamente caótica con la ciudad, desencadenando la urgente necesidad expresiva, en un sostenido cuestionamiento urbano. En aquellos años Salvador Garmendia y Juan Calzadilla desde la literatura también se adentraban, con Los pequeños seres (1959) y Dictado por la jauría (1962)  en la reflexión sobre el condicionamiento y alienación que sufría el hombre en la ciudad. Llana, contundente y reflexiva las pinturas de Manasés son radiografías contemporáneas; contienen la propiedad de plasmar la angustiante presencia de aquellos que vagan entre las delgadas líneas que nos separan de la razón. Contemplar uno de estos impactantes rostros es mirarnos en el espejo interior; a manera de instantáneas, Manasés pareciera crear un elaborado proceso de identificación neuronal, retratos que forman parte de un padrón descriptivo; y así  provee a los distintos arquetipos de una identidad que se nos revela compartida a modo de  inventario; un bestiario íntimo y utilitario del enramado social. Estas imágenes se asemejan a las cartas de una baraja, naipes que son una réplica sensorial, con los que el artista cual cartomántico, distribuye, lee y nos pone en evidencia para así ilustrar una crónica azarosa en la travesía de nuestro destino.

Una constante exploración en los materiales está presente en sus pinturas: cortezas de árboles, cemento, arena, crema para lustrar calzados, tinta china, goma, óleo, cartulina,  pedazos de madera, acrílico, yeso, reordenados y orientados en una lúdica búsqueda morfológica y narrativa; en sus cuadros conviven desordenadamente diversos conceptos generando una armoniosa existencia, en cada una de ellas se aprecia un marcado sello distintivo: la inquebrantable libertad de su creador.

Los retratos de Manasés son únicos e irrepetibles, Rostro rojo (Cicatriz) 1989 – El taxista, 1969

La conexión con la obra de Manasés es fácilmente atribuible a esa identificación que nos vincula con el hecho de encontrarnos  en nuestro subconsciente con el punto central de su interés: el individuo. Con las obras que acompañan a este texto se ilustra ligeramente su trabajo; realizadas en distintos períodos tienen presente la inquietud constante que fascina a Manasés: las personas. Rostro rojo (Cicatriz) de 1989, premonitoriamente rehabilita una auténtica protesta, la acongojada sociedad que cubre inútilmente las heridas de sus moradores, una mortaja que deja escapar la sangre, las llagas de la urbe aunque ocultas al Sol, arden en el silencio. La constitución de El taxista, 1969, parece surgir de una reacción electroquímica en el cerebro, formas individuales que se comunican unas con otras hasta expandirse a través del espacio entre ellas, un hombre de delirantes ramificaciones que nos mira desde una incierta pesadilla. Cabeza en azul (1968),  donde  el  caos como elemento de salvación se hace presente y el artista nos presenta la fuerza centrípeta que parece crear un agujero negro en el cosmos de nuestra presencia; la furia, empecinada en tragarse a la metrópoli mientras la urbe aferrada con garras se ciñe a la materia luchando por su permanencia; lo profundo del abismo avizora un final, un salto al punto de partida, nada escribe mejor el reinicio que el dolor, solo la huella de humanidad que como apéndice nos queda.

Manasés, Cabeza en Azul de 1968

Así como Ramón y Cajal quiso saber algo que nadie comprendía realmente: ¿cómo viajaba un impulso neuronal a través del cerebro? Manasés era cautivo de una interrogante: ¿cómo nos veíamos los unos a los otros? Para esto nuestro artista tuvo que depender de sus observaciones, su razonamiento y su visión intuitiva, contestando la interrogante, construyendo el veredicto de una serie de violentos estímulos que se imprimen como imágenes en la conciencia.  La obra de Santiago Manasés Rodríguez Serrano se hace más que nunca oportuna, en tiempos de desasosiego y de confusa  calamidad, su legado es un refugio en la lucha y en ella nos conjugamos haciéndonos presente en el complejo transitar de la vida.

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