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Sobre el culto a los muertos

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Por RUBÉN MONASTERIOS

Las almas de los muertos debían descansar en paz, y también sus cuerpos; tanto como muchas otras culturas diferentes al cristianismo, la Iglesia considera imprescindible la sepultura del cuerpo para el descanso eterno del alma; el alma está condenada a vagar sin esperanza de quedar su cuerpo insepulto; peor aún si los restos son devorados por las fieras o aves de rapiña, o desmembrados, o cremados y sus cenizas dispersadas.

El culto a los muertos es antiquísimo, mucho más allá de la aparición del cristianismo; los antropólogos creen que fue una de las primeras manifestaciones de religiosidad de Homo sapiens, al lado del culto a las fuerzas desconocidas de la naturaleza. En el seno del cristianismo lo instituyó san Olidón, abad de Cluny, en fecha imprecisa, entre novecientos noventa y cuatro y el mil cuarenta y ocho. Los cristianos seguían rindiéndole culto a los muertos, sin contar con la aprobación de la Iglesia; eso significaba un conflicto entre la doctrina cristiana y el comportamiento de la gente; de modo que el abad Olidón tomó una sabia medida política: oficializó el culto a los muertos y fijó la celebración el dos de noviembre, fecha en la que ya se celebraba el Día de los Santos; al fin y al cabo, los Santos también estaban muertos, y sumar los demás muertos a ellos no forzaba excesivamente la barra.

La Iglesia no aprueba la veneración de los muertos por considerarla un remanente de las tradiciones paganas, como en efecto lo es; mucho menos las prácticas mágicas relacionadas con el culto, como la necromancia, o adivinación mediante la invocación de las almas de los fallecidos. Por esa razón la Iglesia cristiana es severa ante la violación de los sepulcros, forma de profanación bastante frecuente en tiempos de guerra durante el medioevo; y la guerra era un estado casi constante en esos tiempos, sea dicho de paso. Los invasores utilizaban el asalto de las tumbas para desmoralizar a sus adversarios; vale decir, era una táctica terrorista, y como toda forma de terrorismo, un recurso de guerra psicológica destinado a infundir miedo a los pobladores, tal como hoy en plena modernidad lo utilizan los gobiernos como el de Venezuela y semejantes, que bajo la máscara de revolución socialista afincan dictaduras  atroces. Claro, no siempre las autoridades matan directamente; a veces, sí, aprovechando circunstancias como las protestas sociales de los sometidos a las falaces democracias de esos países o los motines en los presidios; pero prefieren dejar a la acción letal en manos de sus protegidos y cómplices, los hampones, y los llamados en algunas partes colectivos, que son lo mismos. No hay otra razón para explicar el auge de la delincuencia en esos y otros países del mundo, en los que constituyen un poder paralelo en competencia con el establecido formalmente por la sociedad.

Pues bien, apruébelo o no la Iglesia, el hecho es que en América Latina hay razones de sobra para rendirle culto a los muertos. Tenemos el miserable privilegio de ser uno de los espacios más violentos del globo; en la región mueren por homicidio más que los caídos en una guerra localizada; en nuestras morgues se amontonan los muertos por actos de violencia los fines de semana; la tasa de muertos por obra de la delincuencia es de setenta y cinco por cien mil habitantes. Eso significa un asesinato cada media hora, aproximadamente. Todos estos muertos merecen nuestro recuerdo y claman por el justo castigo de sus perpetradores directos e indirectos, es decir, esos infames que han creado las condiciones para que la delincuencia mate y robe a sus anchas, como estrategia de terrorismo de Estado destinada a amedrentar a la gente; porque en esas condiciones de incertidumbre, desconcierto y miedo las masas son más fáciles de manipular. ¡Bien lo sabía Hitler!

La muerte, la miseria extrema, la privación de cosas indispensables para la supervivencia, progresivamente van creando una concientización colectiva de temor, impotencia, incapacidad de actuar, sometimiento, humillación, agradecimiento a las limosnas que otorga el poder, minusvalorización de sí mismo, acondicionamiento a la precariedad y su aceptación como condición normal de la existencia… Esta teoría nos ayuda a comprender la inacción del pueblo venezolano a la infame tiranía.

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