Seguimos condenados a mantenernos en estado de angustiosa vigilancia para que el virus no nos ataque en la forma silenciosa y artera como se conduce en cualquier región del mundo, así sea en la aldea más remota y olvidada del planeta.
Generalmente, el mundo padecía azotes de plagas, pestes y gripes españolas que diezmaban a las poblaciones y caíamos como moscas. En Florencia, en 1348, la cólera de Dios envió una peste que no se manifestó con hemorragias por la nariz sino con tumores gordos como papas o huevos que aparecían en las ingles o en las axilas y luego se extendían por todo el cuerpo, o eran manchas negras que también corrían por todo el cuerpo provocando la muerte.
La peste aniquiló en menos de una semana a millares de florentinos, pero hizo que apareciera un escritor cuyo nombre, Giovanni Boccaccio, va a figurar junto a los de Dante Alighieri y Francesco Petrarca, y surgió también un tesoro literario: El Decamerón, que recoge cien relatos, que embisten con fuerza contra la moralidad de la época.
Aquellas eran eran maldiciones, plagas que parecían arrastrar resonancias bíblicas; llegaban, pasaban dejando montones de cadáveres luego se desvanecían. De la misma manera como aparecían asi desaparecían. Pero este virus que nos llegó desde la China milenaria se revela no solo tenaz sino desconsiderado. Acepto que nos está obligando a ser otros, a dejar de ser, a reinventarnos, a descubrir y poner en movimiento nuevas maneras de actuar, de relacionarnos y de convivir; pero reconozco también que es peor que el paso histórico de los cogollos adecos y copeyanos o del chavismo madurismo que lleva décadas cabalgando. Las actividades y relaciones culturales, políticas y religiosas: (exposiciones, conferencias, proyecciones fílmicas, conciertos, disciplinas educativas, mítines y reuniones de grupos, misas) se establecen a distancia. ¡De nuevo, hay qué aprender a ser! ¡Pero loro viejo no aprenda a hablar!
¡La distancia es hoy una presencia! Antes, se interponía entre los seres humanos por cuestiones políticas, religiosas, sociales o económicas sin importar los infrecuentes “acercamientos” que a pesar suyo intentan los supremacistas blancos con los afrodescendientes, o sin tomar en cuenta las “indiferentes” miradas que se entrecruzan etnias distintas. Pero ya no nos abrazamos ni nos besamos: el abrazo y los besos quedaron sepultados en el pasado.
Estremecerse con solo pensar en el calor de los cuerpos es algo que solo se activa en nuestra afligida memoria. Tampoco nos damos la mano con cálido o helado afecto o con hipócrita o cordial simpatía. El virus obliga a tocarnos con los codos. Debemos torcer la cintura, mostrar el torso y mover el brazo para rozar el codo ajeno. Es lo que he dado en llamar: la “mariquera”. La abominación no tarda en aparecer porque debemos mantener una distancia no de categoría sino de grima y terror al contagio. ¿Es obligatorio quitarse los zapatos al nomás entrar en casa propia o ajena, lavarse las manos con neurótica frecuencia y restregárnoslas con un gel bacteriológico que nunca antes se vio en ningún lugar de la casa?
El virus sigue impartiendo órdenes en el idioma o dialecto del país o de la región donde se mueve invasor y usurpador; bañarse de inmediato y mandar la ropa al lavandero; deslizarse hasta sentir la humedad de la paranoia y aceptar vivir en ella a la espera de una vacuna, de una milagrosa panacea y damos vueltas en la cama tratando de dormir, pero nos ponemos a pensar:¿cuántas vacunas tendríamos que producir para que millones de millones de seres se amparen en ellas? O peor, dudar de las infrecuentes informaciones oficiales que mencionan cifras de decesos o de infecciones y de los sucesivos alargamientos de la cuarentena hasta encontrarse con unas elecciones igualmente aplazadas para beneficio del propio régimen extasiado, dicho sea de paso, por sus enfrentamientos con la oposición. Me dicen que no puedo referirme a la “plaga china” porque así se expresa Donald Trump y porque resulta políticamente incorrecto.
Me pregunto: ¿Qué es mas nocivo, el coronavirus o las ideologías? También me pregunto: ¿Puede uno demandar al régimen chino por convertirme en mi propio pran? Otra pregunta que me hago: ¿Ya los psicólogos en Venezuela o en cualquier otro país tienen listos sus planes para enfrentar y aliviar las tensiones que la cuarentena provoca en niños y adultos? ¿En maestros y alumnos?
Hollywood es experto en activar misiones imposibles para aniquilar virus terroristas que se empeñan en destruir a Estados Unidos. ¿Estará Tom Cruise dispuesto a comprometerse para acabar con el coronavirus a sabiendas de que nada tiene que ver con ningún acto terrorista?
Nicolás Maduro no es tan necio como creemos porque ”descubrió” cómo combatir al virus, pero no obstante son muchos los artículos y ensayos que circulan sobre el corona. Unos, densos, científicos y aceptables; otros, desechables, negativos y otros más, muy poco esperanzadores, pero ninguno responsabiliza al gobierno chino ni se ha referido a las relaciones del tapaboca y la mujer.
En feroces territorios islámicos el tapaboca nada importaría a la mujer porque a edad temprana está obligada a andar tapada desde la cabeza hasta los tobillos y apenas se le ven los ojos. ¡Su propia vida es un tapatodo! Pero la mujer no islámica debe sufrir porque andar enmascarada contraría su naturaleza. Se hace innecesario el lápiz labial porque mancharía el tapaboca. De igual manera al ajustar la mascarilla en las orejas puede crear molestias al rozar los zarcillos.
Da igual ser bella o atractiva o tener un físico ingrato porque el corona no permite que veamos el rostro de la mujer. A veces la veo caminar con los brazos cubiertos, manos enguantadas, gorra y tapaboca y se hace difícil apreciarla, descubrirla. Vista así es un ser tan anónimo como muchos que no llevan la mascarilla.
El coronavirus acabó a escala mundial con la identidad. Podría decirse que en complicidad con el régimen comunista chino ha logrado lo que el régimen militar, venezolano, infructuosamente, trata de hacer con nosotros: ¡taparnos la boca!
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