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El Delta era una fiesta

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Cuando acercaba el mes de diciembre se vislumbraba tempranamente el ambiente festivo en calles del pequeño villorrio. No había que ir muy lejos, solo teníamos que ver las caras de los transeúntes, por doquier se solían ver transeúntes y paseantes risueños y la Radio Tucupita era esa caja de resonancia que daba cuenta de las actividades programadas para festejar las fechas o conmemorarlas, según fuera el caso. Los empleados públicos dependientes de la Gobernación, de los ministerios y de los institutos autónomos esperaban con ansiedad el pago de aguinaldos y bonificaciones de fin de año. Los almacenes de mayor prestigio que vendían calzados y ropa de marca desde tempranas horas de la mañana se atestaban de gente en procura de comprar ropa nueva porque diciembre estaba cerca y era menester renovar los atuendos y prendas de vestir y ponerse a tono con la festiva fecha decembrina.

A mí me gustaba ir a vestirme y calzarme en el Almacén Para ti, porque yo me ufanaba de ser amigo del señor Bitar y de su esposa, la señora Rosita; además, el cálido trato y excelente atención que me proporcionaba «monsieur Bitar» era de antología. Él insistía en buscarme la cajita donde venían los calzados nuevos que recién compraba para que me llevara los «viejos» y los mandara a reparar y yo amablemente le decía que no, porque pronto, en dos o tres meses, volvería a por unos nuevos pares de calzados.

La mayoría de los comerciantes y dueños de tiendas de expendio de telas, ropa y calzados en Tucupita eran de familia provenientes del Líbano y se adaptaron tan bien a las costumbres y rasgos de vida sociales y antropológicas deltanas que en poco tiempo los deltanos los veíamos como a uno más de nosotros. Nos encontrábamos los domingos en la misa de las 7:00 de mañana o en la misa de las 6:00 de la tarde. A la salida de la misa que se efectuaba en la iglesia San José, que estaba ubicada en la calle Manamo cruce con la avenida Arismendi, los hijos de los emigrantes libeneses se quedaban platicando con nosotros los nativos y nos confundìamos en una misma y única realidad humana. Me gustaba sobremanera ese «sincretismo socio-antropológico».

Por supuesto que no había hambre en el Delta. En cada casa, por muy humilde que fuera, había  un ambiente que a su manera exhalaba olores a guisos de hallacas y pollos asados o perniles horneados. No se podía salir indemne de alguna casa que fuéramos a visitar; mínimo una cerveza había que beberse para no pecar de descortés con los miembros de la familia visitada, no fuera a ser que algún miembro de dicha familia murmurara alguna frase adrede del tenor «no, a ese se le subieron los humos a la cabeza y como somos pobres, ay sí, ahora anda con esos desplantes».

Mis recuerdos me retrotraen imágenes tan nítidas y tan vivaces que aún puedo sentir que mi memoria percibe esas fragantes ambientaciones callejeras decembrinas de Tucupita. Cuando estudiaba 4to y 5to año en el liceo, la plaza Bolívar se convertía en bullicioso escenario de conjuntos de gaitas y la sociedad deltana se acercaba a la plaza con sus hijos y familiares a deleitarse con las gaitas. Recuerdo a Jesùs Aumaitre y sus alegres gaiteros. Era todo un acontecimiento cultural de indescriptibles jolgorios y la vida era toda plenitud y gozo. Se comía y bebía a placer sin reparar en cantidades.

Desde los últimos días de octubre y primeros de noviembre, Tucupita se convertía en pequeño mundo alucinante de reconciliación y concordia social. Recuerdo que algún amigo me dijo un día de diciembre: Vamos a visitar a tal persona y yo me negué aduciendo que entre ambos no existían las mejores relaciones ni políticas ni de cordialidad. Mi amigo insistió en ir  y yo accedí.

Cuando llegamos a casa del amigo en común, la persona en cuestión se emocionó tanto por la visita que quería botar la casa por la ventaja.

No encontraba qué prodigarnos para hacernos sentir como unos «reyes»… Cualquier desavenencia o desacuerdo se saldaba y subsanaba en diciembre con una visita en los días previos a la Navidad…

Obviamente, no habían sembrado la semilla mala del odio social y el reconcomio político entre las familias venezolanas. A lo más que podíamos llegar en materia de diferencias era a ser «adversarios» naturales con diferencias  de perspectivas ideológicas pero jamás a vernos como «enemigos políticos» antagónicos e irreconciliables  a muerte. Esta subcultura de si te veo la cara no te quiero ver los pies es de ahora de la nefanda época chavista, revolucionaria y comunista… pues, no olvidemos que la divisa del zambo resentido social era «divide y reina».

Hoy, en pleno año 2020 a pocos años de cumplirse el primer cuarto de siglo del siglo XXI, las casa en Venezuela lucen deslucidas, sin pintura, descascaradas y en franco deterioro… la casa (oikos, hogar en griego) está completamente devastado. Ni una sola familia en Venezuela está completa numéricamente, la mitad de cada familia se encuentra en el exilio, el transtierro, huyendo de la hambruna o afincada en cualquier punto del planeta realizando los más inimaginables oficios y desempeñando las más extrañas profesiones para enviar una remesa de divisas a los familiares que quedan en Venezuela para evitar que sus miembros mueran de inanición y de hambre…

Hoy Tucupita es un territorio poblado de espectros y fantasmas que caminan como zombies por calles y avenidas en procura de un bocado de alimento inexistente. 70% de los habitantes del Delta está enfermo o padece de alguna patología asociada al hambre y la desnutrición. Solo 5% o 7% de los deltanos puede alimentarse de acuerdo con los parámetros de una dieta balanceada, nutricionalmente aceptable: son los miembros de esa odiosa clase política de «enchufados» cuyos negocios medran de las actividades comerciales ilìcitas…

 

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