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La importancia de generar confianza para superar el covid-19 entre todos

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La complejidad de las sociedades y de los problemas contemporáneos hace tiempo que requiere de un ejercicio de innovación política sin precedentes. La pandemia no ha hecho sino poner de relieve unas exigencias que el discurso sobre la buena gobernanza hacía tiempo que venía manifestando: cooperación, implicación de actores en redes de acción colectiva, espacios de toma de decisiones multinivel, aprendizaje como modo de operación, creación de sistemas de inteligencia colectiva…

Algunas de estas cuestiones son tan evidentes, y aparentemente sencillas, que muchas veces se obvian. En este artículo intentaremos atender a solamente una de ellas: la importancia de ganarse la confianza de la gente para que colabore en el proyecto común de superar la pandemia.

Una pandemia es un fenómeno colectivo, comunitario. Por tanto, solo puede resolverse si todo el mundo colabora: los ciudadanos, las instituciones, los partidos, las empresas y todos ellos (nosotros) entre sí.

Por ello, primero intentaremos ayudar a entender la sucesión de acontecimientos que nos ha llevado hasta esta nueva situación de alarma, con medidas progresivamente más restrictivas, a fin de liberarnos de la tentación de buscar culpables, de criminalizar colectivos y de flagelarnos por nuestra indisciplina, tendencias que claramente no pueden contribuir a ganarse la confianza de nadie para que colabore en una misma dirección.

Después, intentaremos identificar algunos principios que resultan cruciales para facilitar el cumplimiento de las consignas procedentes de las instituciones públicas; en definitiva, para ganarse a la gente y estimular su participación en la resolución de un problema común.

¿Por qué volvemos a estar en un punto en el que se necesita endurecer las medidas?

Es indudable que las personas nos hemos relajado y que esto ha contribuido al crecimiento de la segunda ola. Celebraciones privadas, encuentros familiares sin medidas, “no fiestas populares”, alcohol y vida nocturna han tenido un rol importante en esta segunda ola. Sin embargo, es necesario recordar que:

  • La destrucción del medio ambiente inherente al sistema económico extractivo actual ha puesto en contacto especies, lo que ha favorecido la transmisión de virus entre ellas y, más en particular, la aparición de las famosas zoonosis.
  • La hiperglobalización ha hecho que un virus circulara masivamente por el mundo, saltándose todo tipo de fronteras artificiales que seguían erigidas, a pesar de la virtualidad de nuestra interconexión.
  • La gestión de la globalización no era tan racional como se presuponía, por lo que el material sanitario básico no llegó a tiempo a los hospitales y los centros de salud; esto impidió que se contuviera la pandemia en sus primeras etapas con mayor efectividad.
  • El déficit de gobernanza global, de coordinación internacional y de anticipación colectiva produjo vacíos que el virus pudo aprovechar para su propagación.
  • El confinamiento global era un periodo para preparar los sistemas de rastreo y de monitorización y para equipar los sistemas de atención primaria de personal e infraestructuras adecuadas, a fin de estar mejor pertrechados para enfrentar un virus que se sabía que no iba a desaparecer; no obstante, parece que se perdió esa oportunidad de oro y ahora el talón de Aquiles sigue estando ahí.
  • La inversión pública en el sistema sanitario no ha variado sustancialmente en los últimos años en términos de monto total destinado al sistema de salud, pero se ha priorizado la atención especializada y la medicina de vanguardia sobre la atención primaria, debilitando así este ámbito crucial del sistema; la pandemia ha revelado este hecho con una luminosidad cruel.
  • La desescalada, en el caso de España, fue demasiado acelerada y respondió al deseo cortoplacista de aprovechar la temporada de turismo veraniego. El turismo conectado con el ocio nocturno típico en el país no ayudó, desde luego.
    Se ha explotado (más o menos acertadamente) el recurso a los llamamientos en pos de la solidaridad dirigidos a poblaciones, como los jóvenes y los niños, a quienes el virus no les afecta con la misma intensidad. Cuando se tira demasiado de una cuerda, esta se puede romper.

¿Cómo restablecer la confianza y poner a toda la población del mismo lado que las instituciones?

Las medidas coercitivas son necesarias. Sin embargo, estas tienen límites. En criminología se habla del punto óptimo a partir del cual, por ejemplo, más personal de seguridad no reduce el crimen: la sensación subjetiva de militarización altera el comportamiento de la gente y genera conflictos nuevos e imprevistos. Con la pandemia sucede algo parecido.

Si la pandemia solo se puede combatir a través del concierto de todos, se ha de convencer a la gente de la bondad de colaborar, de la necesidad de contribuir voluntariamente, de poner de su parte, por el bien de todos. De lo contrario, siempre habrá formas de vulnerar las normas, de propiciar encuentros clandestinos, de canalizar el impulso innato y fundamental de socializar con otros eludiendo las restricciones.

En la misma línea, la criminalización de colectivos estimula la expansión de la pandemia. Si estigmatizo a un grupo, este se recluye en sí mismo, comienza a rechazar la norma, desconfía de las instituciones y pierde el deseo de colaborar voluntariamente. Cuando estos grupos son tan grandes como los jóvenes, resulta más crucial, si cabe, evitar la inclinación natural a la culpabilización de colectivos ante problemas serios.

Otro principio vital para convencer a todo el mundo de la bondad de las medidas y para que la gente se adhiera a las normas es que los mensajes sean claros, consistentes, sencillos y persistentes en el tiempo. La relación deficitaria entre la capacidad de digestión y discriminación de información fidedigna sobre el virus, por un lado, y la cantidad de mensajes que llegan a la ciudadanía procedentes de diferentes fuentes, por el otro, juega en contra. Por ello, se deberían evitar ciertos comportamientos que han sido comunes hasta ahora.

El conflicto entre los mensajes procedentes de diferentes instituciones, especialmente cuando representan distintos partidos, es uno de ellos; la exacerbación irresponsable de diferencias mínimas de criterio dentro de la comunidad científica por parte de algunos medios que buscan ganar audiencias a toda costa es otro; el populismo epidemiológico que busca réditos electorales también. En realidad, las ideologías no afectan demasiado a las políticas para controlar la pandemia.

Un debate polarizado

Sin embargo, los grupos políticos, con sus instrumentos de perfilación algorítmica para llegar a nichos electorales, y su estrategia de apelar a las emociones en lugar de a la razón, han estado introduciendo elementos no esenciales para combatir la pandemia, como la cuestión territorial.

Se ha buscado polarizar el debate y ganar terreno en una carrera sin tregua por llegar al poder. Sería necesario cancelar esta carrera, al igual que se han cancelado las carreras populares –menos la vuelta a España–, hasta vencer la pandemia.

La pedagogía institucional para ayudar a los ciudadanos a comprender normativas y directrices cambiantes es fundamental. El carácter en ocasiones ambivalente de las mismas y el envoltorio en forma de un lenguaje jurídico-técnico, críptico para muchos, no ha ayudado.

Las medidas que se toman, además, han de interpretarse como racionales por parte de la población para que se cumplan con gusto. En las sociedades modernas existe un tipo de legitimación funcional de las instituciones y de las normas. Las leyes, las directrices, no se aceptan sin más, apelando a la autoridad tradicional, al carisma ni incluso a la representatividad. Se aceptan más fácilmente cuando se observa que son racionales y que funcionan.

Por poner un ejemplo: los mosquitos se pueden matar a cañonazos, pero el cañonazo trae unas consecuencias secundarias que pueden ser peores que el mosquito en sí. Confinar a toda la población en más de una ocasión sin atender a las particularidades de los diferentes segmentos poblacionales, cerrar los negocios indiscriminadamente sin tener en cuenta aquellos donde realmente se propaga el virus, puede tener consecuencias negativas de gran calado no intencionales.

En el caso de los confinamientos, la disminución de la actividad física, el estrés descontrolado, la falta de recursos para teletrabajar, el aislamiento social… pesan. El cierre masivo de negocios, a su vez, colapsa la economía y no es quirúrgico con respecto a los focos infecciosos: aplica una especie de quimioterapia social para acabar con varios tumores claramente identificados que con operaciones localizadas se podrían eliminar.

Una pandemia no es el mejor entorno para experimentar, pero sería bueno preguntarse si se protege mejor a los vulnerables mediante la expectativa de que todo el mundo altere su comportamiento, voluntaria o forzadamente, a fin de que esos colectivos minoritarios pero sensibles no sean afectados por el virus, o a través de estrategias de protección directas, que no exigen la alteración universal del comportamiento de toda la población, pero que pueden requerir el aumento de recursos públicos para contratar más personal permanente en hospitales de ancianos.

Asimismo, la adopción de medidas diferenciadas por edades podría ser un ámbito de estudio y acción que podría aliviar la carga que algunos colectivos pueden sentir y que dificulta su adhesión a las normas. En breve, las normas han de ser razonables e interpretarse como tales.

El miedo pudo ser un elemento estratégico para disciplinar el comportamiento. Sin embargo, cuando se recurre a él excesivamente, se genera una sensación de alarma tan intensa que tensa las conductas, las relaciones y produce nuevos problemas y conflictos, a veces incluso más graves que el problema original.

Además, cuando la amenaza que se comunicaba no se hizo realidad, el recurso reiterado a la amenaza reduce la capacidad de persuasión de la misma y la palabra pierde influencia.

La implacable dimensión temporal del problema

Las medidas que se adopten no pueden obviar el hecho de que la pandemia parece que nos acompañará por un tiempo prolongado. La actitud frente a ella ha de ser similar a la actitud frente a un maratón.

Las personas han (hemos) de disciplinarse (disciplinarnos). No obstante, debido a que esta disciplina habrá de mantenerse durante bastante tiempo, no puede ser tan rigurosa que sea imposible de sobrellevar. En un sprint, uno lo da todo en cien metros, realiza un esfuerzo corto anaeróbico y descansa poco después; en una maratón no.

Ganarse la lealtad de la gente implica ser conscientes de lo que se puede esperar del comportamiento de todos cuando la amenaza o el problema exige adaptación sistémica y estructural de largo alcance.

Hacer un gran esfuerzo corto, bajo el supuesto de que pronto se podrá volver al mismo punto en el que se estaba antes de la pandemia, es más sencillo que hacer ajustes profundos para convivir con una nueva realidad que puede ser que haya llegado para quedarse. Sin embargo, parece que lo que nos toca es, precisamente, prepararnos para lo segundo.The Conversation

Sergio García Magariño, Investigador de I-Communitas, Institute for Advanced Social Research, Universidad Pública de Navarra

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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