Por ARGENIS MARTÍNEZ
“Yo no tenía empuje para ser director… para mi narcisismo era difícil ceder espacio ante el narcisismo de los demás”, confiesa Arthur Miller en sus memorias. Admitía así que, para los dramaturgos, no es agradable en ocasiones animar la palabra del otro. Pero en Venezuela —solar de contradicciones— existía una Trinidad, endemoniada y provocadora, que solía por profundas razones de amistad y sobrevivencia intercambiar papeles, dirigirse entre ellos mismos, prestarse como actor y personaje en la obra del otro y ser productores en conjunto de sus piezas individuales.
La Santísima de las Tres C (Cabrujas, Chalbaud y Chocrón) erigió su fortaleza-catedral en el Nuevo Grupo y allí alcanzó una etapa de madurez creativa como nunca antes lo había logrado una generación de dramaturgos venezolanos.
Y lo que más llama la atención es que no sólo se asumieron como creadores, sino que afrontaron otros riesgos al mantener abiertas por décadas dos salas al público y crear el concurso de jóvenes dramaturgos más importante de la época.
Pero la Santísima Trinidad difería en sus intereses extra-teatro: Chocrón jamás asumió el reto de la telenovela ni del cine, pero sí el de gerente cultural; Chalbaud decantó por los largometrajes y la creación de un gran fresco del mundo marginal venezolano. Cabrujas se abstuvo ante la dirección de cine y ensayó a su vez la televisión y la ópera.
De los tres, José Ignacio se supo el más político y respaldó candidaturas y abrió mítines. Tal vez esa vena lo llevó a asumirse como articulista semanal en los diarios y, desde ese entonces, fustigó conciencias y dibujó sonrisas en un mundo extremadamente particular que volvía del revés lo cotidiano: en ellos fue único, como lo fue también en su larga y “acompañada” soledad intelectual.
Sería absurdo pensar que esa Santísima Trinidad ya no existe —aunque pudo haber un distanciamiento fugaz— porque difícilmente Chocrón y Chalbaud podrán doblar la esquina cada mañana sin saludar a José Ignacio.
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