Por ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZA
Hacen falta mitos universales, fantásticos,
para expresar a fondo y de manera inolvidable
esta experiencia que es mi lugar en el mundo.
Las líneas que sirven de epígrafe a estas notas de clase pertenecen a una larga carta que Cesare Pavese le escribe a su amiga Fernanda Pivano el 27 de junio de 1942.
Bajo el tono de la “confidencia” el poeta la conduce a ese corredor secreto donde lo particular —los paisajes, la vida íntima, la imaginada, la no vivida— y lo universal —la memoria de la tierra, la evocación de los dioses griegos expresadas en el relato mítico— se juntan y amalgaman. Lo hacen, sí, pero en él, en su experiencia y la escritura que ella misma hace venir, cargada de pathos y reminiscencias muy arcaicas.
De hecho, a la misma Pivano, en la carta ya aludida, le hará esta confesión: “mi oficio es transformarlo todo en ‘poesía’. Lo cual no es fácil”. En otro pasaje el poeta trazará su muy personal —y mediterránea— poética: “Describir paisajes es cretino. Hace falta que los paisajes —mejor: los lugares, es decir, el árbol, la casa, la vid, el sendero, etc.— vivan como personas, como campesinos, es decir: que sean míticos”.
Las señas de esa “transformación” —o mejor aún: metamorfosis— es posible vislumbrarlas en la poesía y los diarios de Pavese, pero también en sus cartas y reflexiones. Por eso me gusta tener muy presente lo que anota al comienzo de La literatura norteamericana y otros ensayos: “sin sus provincianos una literatura no tiene nervio”.
Esta inspiración mítica, por llamarla así, Pavese la encuentra en San Stefano Belbo. En el paso del Piamonte el poeta dio —así se lo escribió a Pivano— con “una sensación de potencia fantástica extraordinaria”.
Pavese, sin duda, es aquí un punto de partida —¡y qué punto de partida!— para comprender las relaciones existentes entre literatura (y más puntualmente: la poesía), el mito y su trama mediterránea, cuyo rastro persiste en autores muy particulares y “libros no muy consultados”, como dirá el suspicaz Roberto Calasso en La literatura y los dioses. De hecho, en La Folie Baudelaire trazó la cuestión más decisiva a la hora de tocar estos temas: “las imágenes míticas viven de una fuerza propia, y pueden guiar tanto el pincel de un pintor como el delirio de un esquizofrénico”.
Estos puntos permiten comprender la compleja y sugerente dinámica que se da entre el poeta (y aún más: el artista), su experiencia, lo que está más allá de ella y su relación con la presencia —onírica, poética, inmemorial— del mito.
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