Fue sin duda un destacado intelectual del siglo XX venezolano, cuya obra y ejercicio como escritor, dramaturgo, director de teatro, actor, cronista, guionista de cine y televisión todavía llaman la atención, convocan a la memoria, aun más, nos invitan a preguntarnos con frecuencia qué pensaría él de todo esto que esto nos está pasando; en qué o cuándo nos perdimos y quizá pergeñaría alguna solución u opinión un sábado cualquiera.
Como se sabe, nació el 17 de julio de 1937, cerca del Palacio Presidencial de Miraflores, en la actual parroquia Catedral de Caracas, aunque su niñez y juventud las vivió en la parroquia Catia de Caracas. Respetaba el barrio, no denostaba a la barriada, pero proponía la idea de mejorar y surgir, prosperar y alcanzar mejores condiciones de existencia. No volver al barrio, “yo no quiero volver al barrio”, le escuché decir. Él sugería la promoción y el estímulo de progreso y desarrollo del individuo.
De formación jesuita en el San Ignacio de Loyola, también estudió en el Liceo Fermín Toro. Sebastián fue víctima, como todo pensador libre, de la represión de la dictadura de El Cochinito de Michelena, cabalmente por participar en protestas estudiantiles
Se ufanaba, en el buen sentido del verbo, de haber sido impactado por la lectura de la novela Los Miserables de Víctor Hugo. Eso lo marcó –lo dijo él, y yo le creo- y así sentencia su futuro de escritor. Por cierto, estudió Derecho en la Universidad Central de Venezuela, actividad que abandona para dedicarse al teatro universitario. Allí se inicia como dramaturgo, entonces tenía diecinueve años.
Mucho se ha escrito sobre él, y yo como aporte al merecido homenaje que se le rinde por haber hecho lo que hizo y quizá también por la falta que nos hace y la necesidad de no dejar que su impronta desaparezca, he querido escribir algunas cosas, estas cosas, desde el cariño y la admiración.
Lo conocí en el teatro (fundación) Teresa Carreño, en las oficinas de Danzahoy me lo presentó Luna Benítez, mi querida amiga, gerente cultural, editora y periodista. Fue un privilegio participar en una tertulia con Sebastián Montes, de verdad.
Al poco tiempo lo designan miembro del Consejo Consultivo del teatro, cuyas opiniones y recomendaciones siempre fueron certeras porque en verdad no podían ser de otro modo.
Sus análisis y reflexiones han debido ser recogidos para una eventual reforma del Estado y el proceso modernizador que tanta falta nos hace en este país en ruinas. De él recuerdo el testimonio:
“Uno debe amar este maldito país. Uno debe amar esta mierda de país. Hay que amarlo para poder tener el coraje de hablar mal y no hablar mal por un estado enfermizo de la persona. Quiero un país con humor, donde se pueda hablar mal del gobernante y de quien lo eligió, que tengamos el derecho a detestar y a querer al presidente”. El Nacional, diciembre 1980.
Contratado para dirigir la ópera Tosca, alguien se atrevió a criticar el hecho porque, siendo que estaba en el Consejo Consultivo (ad honorem), no podía cobrar por su trabajo. Ante la situación generada, tuve el gusto que conllevó mi experiencia profesional de emitir dictamen jurídico según el cual su actividad no lucrativa no impedía ser contratado para una actividad que debía ser remunerada. Dos anécdotas sobre este asunto:
- El necio que cuestionó la contratación había creado pocos días antes el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos, a lo cual Sebastián Montes se refirió más o menos así: “Caramba, por qué no creó antes el instituto de bajos estudios…”.
- Y sobre este mismo asunto y en magnífica mancheta de El Nacional, el maestro Pedro León Zapata escribió: “Teresa Carreño también era corrupta porque cobraba por trabajar”.
Aquí el humor resalta, como decía Nazoa, “esa forma de hacer pensar sin que el que piense se dé cuenta de que está pensando”.
¿Se dan cuenta? Como decía el mismo Sebastián Montes: “El humor, al final, es un extraño acto de amor”.
Célebres las cartas de Sebastián a Los Tiburones de la Guaira: la primera para anunciar su renuncia como fanático del equipo, y la otra, una suerte de recogida de los platos rotos con el fantasma ético del arrepentimiento, para presentar su petición de reinserción en sus filas.
Sebastián se atrevió a decirle públicamente al presidente de la República, en algún momento dado, que no era posible que él, que supuestamente percibía mayor remuneración que dicho funcionario y que otros de alto nivel, viviera –aparentemente- en inferiores condiciones. Aquí ponía de manifiesto su esclarecida inteligencia, su dominio de la realidad y el magnífico uso del recurso del humor en el discurso.
Dice bien Laureano Márquez cuando afirma: “Aquel que maneja el humor como medio de expresión encuentra la vida como un ámbito serio y su ficción, escrita bajo las máximas del chiste, pretende esclarecer las complicaciones de la existencia”.
Sebastián Montes murió apenas de 58 años de edad, pero dejó una huella, toda una obra a la cual hay que volver y revisar, analizar y reflexionar porque seguro estoy de que algo encontraremos para bien de esta comarca que él supo describir en su tiempo, con su mordacidad y su implacable pluma, y en distintos registros creativos. De su prolífica producción son La viveza criolla y El estado del disimulo. Y en las tablas, El día que me quieras y Acto cultural. Profundo no puede ser desestimado como hijo intelectual también suyo, tampoco el ciclo Gallegos en RCTV. Mención aparte, pero igual de importante, merecen sus telenovelas que dieron un giro al género, una vuelta de tuerca, toda una innovación. Concluyo mi escrito con palabras suyas, las del verdadero Sebastián Montes.
«No hay fanfarrias solemnes
Conviene recordar a veces
Que se trata de un valle y de unas gentes
Y de un lugar de paso
Que nadie vino a quedarse demasiado
Porque todos los carteles que medían la distancia
Hablaban de exilio y mientras tanto»
José Ignacio Cabrujas
Consigno así mi homenaje al referente directo y necesario de la historia cultural venezolana, al crítico racional de nuestras certezas y desengaños y al intérprete de la realidad que aún nos pellizca el pensamiento, la memoria y la esperanza.
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