Era uno de esos edificios rectangulares que le rendía tributo al ángulo recto. Estaba enclavado en la urbanización La Carlota, asiento de los migrantes mediterráneos que llegaron a Venezuela a partir de los años cuarenta a buscar una ilusión de futuro. Se llamaba La Perla. Las perlas venezolanas tuvieron fama en los siglos inmediatos al poblamiento americano. Las infantas de España pintadas por Velázquez lucían las de Margarita o de Cubagua. Una perla resultaba una identidad alentadora para este inmueble con un abasto del mismo nombre y un bajo al que visité durante años.
Aquel sótano guardaba el taller de mi amiga, la artista María Josefina Báez y fue el lugar de encuentro de quienes coincidimos con el arte y la amistad de María Jota. En 1981 nos habíamos conocido en su primera exposición individual en la galería El Muro de Caracas. Estaba acompañando a mi amiga María Cecilia Silva-Díaz y nos tomaron una foto para la crónica social en la que aparecimos como “críticos de arte”. A María Josefina le gusta decir que antes de hacernos amigos “nos rondábamos en círculo como animales investigando a su presa”. Fue ya hacia la segunda mitad de los ochenta cuando nos hicimos definitivamente amigos. María Jota estaba recién llegada de Nueva York donde se había graduado de una maestría en Pintura y Grabado en el Instituto Pratt. Esa década en Caracas fue de un gran movimiento artístico y fiestas imparables. Empezábamos el declive pero no queríamos enterarnos mientras la ciudad se divertía sin descanso. La amistad con María Jota fue inmediata y duradera. Y me permitió entender la utopía privada de un artista desde el momento en que toma sus pinceles hasta que congrega el regocijo para decir que la obra está lista. El taller de La Perla era un lugar de bienvenida. Algunos éramos habituales: el arquitecto Fernando Micale, o los artistas Felipe Márquez y José Antonio Hernández Diez. Pero el núcleo heliocéntrico del estudio era María Josefina y los visitantes podíamos o no hablar entre nosotros, pero de lo que se trataba era hacerlo siempre con ella, que pintaba o conversaba, o hacía las dos cosas sin necesidad de interrupción. A veces había viernes festivos o venían las alumnas del Instituto de Diseño donde María Jota enseñaba. Ir a La Perla nunca dejaba de ser un acontecimiento hasta el día relativamente reciente cuando tuvo que entregarse porque su familia había dispuesto la venta del edificio después de haber sido la sede de su arte y sus alumnos por 27 años. Fue el último día en el taller. Fernando Micale y yo la acompañamos en la despedida y a no abundar en lo que quedaba atrás. Sabíamos que podía echarse un cerrojo al pasado pero no a su recuerdo. Y como representación de lo que siempre permanece, quedan sus cuadros que comenzaron allí.
Lo primero que debe festejarse en un artista es el dominio de la técnica. Sin esa celebración preliminar no hay epifanía posible. Un artista verdadero ha pasado por sus infancias y adolescencias en la forja del dominio del dibujo, el trazado y la línea. Una vez domeñados, busca hablar con sus propios idiomas. La lengua pictórica que María Josefina hace aparecer en sus lienzos está apegada a la figuración, al lirismo de su diseño y al dibujo como el instrumento para la creación del universo propio que ha urdido en medio de sus parentelas. Algunas veces buscó con ahínco la revelación en el color. En otras, el dibujo se elevaba sobre el color. Posee una mano firme en la que puede jugar a un realismo estricto pero parodiado, como en su serie de los parabanes, algunos pintados por sus alumnos o el equivalente a lo que podría haber sido la escuela o el taller que ella promocionó en el estudio de la Perla. Esto no tenía otro propósito para Báez que hacer su propia versión de lo que en el pasado fueron los grandes talleres de los maestros clásicos como Andrea del Verrocchio, Mantegna, Francisco Pacheco o Rubens como habitáculos de formación y aprendizaje. Aquello fue una experiencia de dónde salieron muchos con las manos adiestradas y prometidas. María Josefina invitó a algunos de sus alumnos más promisorios a acompañarla en la realización de estos parabanes. Uno de ellos fue pintado por Elio Guevara, y homenajeaba una copia del Bonaparte de Ingres con una cerveza Polar. Del otro lado de la ironizada imagen de Napoleón había un collage de patrones de vestidos de los años sesenta, realizado siguiendo una variante de la técnica del grabado: Chine-Collé, inspirado en el cuento de Hans Christian Andersen, “El traje nuevo del emperador”. Los patrones representaban o hacían alegoría a ese traje nuevo del emperador. De esa misma época y experiencia fueron la interpretación del Hospital Psiquiátrico de Saint Remy de Provence, tras la ruta de Vincent van Gogh y la paráfrasis de Frida Kahlo, pintados por la propia María Josefina. Estos lienzos universales se remedaron para ironizar la obra y objetualizarla como elemento de paso, de corte y creación de espacio. Vale la pena recordar también las pinturas sobre las patinetas que hizo por encargo para José Antonio Hernández Diez con la ayuda de sus alumnos de La Perla. La suya es una capacidad de homenaje al pasado sin la pretensión de triturarlo con la agenda novedosa o la gastada vanguardia. En su pintura se lee la historia de la pintura sin que exista la necesidad de una etiqueta como no sea la de la creación de quien se ha jurado vivir en el arte mismo.
El centro de su preocupación artística es el género humano. María Josefina busca atrapar la exactitud de una persona: es como si le arrebatara por momentos el alma, como si hubiese existido un pacto de entrega para una simultaneidad jánica que sale del retratado y se apropia del lienzo y vive una doble vida y contemplación. Es el compromiso animista entre cuadro y persona: quienes se atreven saben que dejaran parte de lo que son en la tela que ofrece la multiplicación del espejo. María Josefina se ha quedado con la persona aunque esta crea que se marcha en libertad. Esto es parte de lo que logró en sus “Historias de cuerpos” que se dejaron ver en la galería Siete Siete en 1987. Y lo que continuó haciendo en los cuadros como La mujer de la máscara o Gabriela, la alumna de la cinta rosada exhibidos para la muestra de la galería Vía en 1990. Su serie de retratos estremece, llama la atención y exige estar atento a lo que estas personas se han despojado de sí mismas y que María Josefina ha sabido más que interpretar, los ha recreado como en una ceremonia iniciática hacia un nuevo nacimiento órfico en que la nueva felicidad es estar en el cuadro. Me refiero a obras como Carlos Duarte, enrojecido para siempre o la del psiquiatra José Luis Vethencourt, convertido para siempre en azul expresionista. En su permanente principio antropocéntrico, María Josefina Báez hace estallar su arte con su vocación de taxidermista benévola que otorga a sus modelos nada menos que la vida eterna con sus trazos.
Desde hace unos años está en Saint-Sulpice-D’Excideuil, en la Dordoña francesa. Sus excusas estéticas son sus paisanos, las profesoras de piano que se salen de sí mismas o el entorno natural ahora fijado por sus retinas. Allí, en lo que alguna vez fue el legendario Ducado de Aquitania, ha encontrado un correlato de La Perla trasvasado en la beatitud rural donde insiste en capturar la voluntad. Sin embargo, más que incendiar la tela, María Josefina ha alcanzado la justa mirada desde el refugio más extraordinario a que artista alguno puede aspirar. Es el sueño multiplicado de La Perla, en medio de la utopía privada con la que está dando los pasos más firmes y decididos de su talentosísima carrera.
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