Por MIGUEL GOMES
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Youseff Benalfi, profesor universitario de origen marroquí, radicado en Cataluña y afligido por la muerte reciente de su hermano, recompone su vida psíquica en Salerno con la excusa de una estancia de investigación, mientras asimila los estímulos lingüísticos y eróticos que le ofrece la ciudad. La sencillez del argumento de la novela más reciente de Zlavko Zupcic, Curso (rápido y sentimental) de italiano, resulta, como mínimo, engañosa y potencia, por contraste, la atractiva complejidad de su lenguaje, que traza una oblicua imagen del presente. En el corazón de esa imagen late la cuestión de una heterogeneidad trascendental y lo que ella implica en nuestra búsqueda de sentido.
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Desde la época en que arraigó el pensamiento de Mijaíl Bajtín en la teoría literaria occidental, por los años sesenta y setenta, los ideales de “unidad” aplicados a la novela se han modificado drásticamente. Tales exigencias, surgidas con la consolidación del género entre los albores del Romanticismo y la fase final ―naturalista― del realismo, solían subordinar la estructura narrativa a paradigmas biográficos, esforzándose en adaptar la vetusta fórmula aristotélica de comienzo-medio-fin al arco vital del héroe o la heroína o, con más asiduidad entre realistas, a la biografía colectiva de la nación, a la trayectoria del “cuerpo social”. Si durante el desarrollo de las vanguardias esos patrones entraron en crisis ―como la cosmovisión organicista había estado haciéndolo en las postrimerías del siglo XIX―, con los postulados bajtinianos la concepción de la novela absorbe la posorganicidad, determinada por lo que el maestro ruso llamó “heteroglosia” ―todo código supone múltiples códigos internos y el roce entre ellos activa el significado― y “dialogismo” ―el correlato gnoseológico de la heteroglosia: ningún significado deja de estar condicionado por otros―. Dicho de modo sucinto: nada hay más novelesco que la hibridez y ello problematiza las nociones ingenuas de “coherencia”, “cohesión” o “uniformidad” narrativas. El lector no educado espera hallarlas en los aspectos superficiales ―la ansiada unidad de la trama, por ejemplo―; el lector sutil, sin embargo, aprenderá a ver continuidad en lo discontinuo, en la permanencia de lo pasajero y en las manifestaciones de aquello que Umberto Eco describió como opera aperta, particularmente cuando la apertura, sea estructural, estilística o dramática, propicia una manera de entender la realidad en la cual los descentramientos tienen cabida.
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No creo posible hacerle justicia crítica a Curso (rápido y sentimental) de italiano ignorando los razonamientos previos. Bastaría para aseverarlo una lectura somera, reacia a expectativas tradicionales de estructuras íntegras, acabadas o cerradas. El peculiar hibridismo de esta novela se hace ostensible de varias formas. Una de ellas, describiendo el entorno cultural en que se mueve Youseff como abigarrado y sincrético:
Frente al palazzo de Nonna Rosa estaba el cajero y una tienda de perros […]. Se distrajo viendo a la dependienta rubia […]. Comprendió que nunca tendría el valor de hablarle y que la única forma de acceder a sus caricias era convertirse en perro […]. Pasó frente a un parking público de nombre Isidoro y recordó una canción caribeña que, sin saber cómo había llegado allí, había encontrado en una película turca: ‘Epa, Isidoro, buena broma que me echaste’. En verdad, el hallazgo no había sido suyo, sino de un compañero de filología árabe de la facultad, Carles, que le había pedido ayuda con la traducción de la película (p. 39).
Si soslayamos la globalización y sus anglicismos (parking), habla por sí sola la confluencia de lo caribeño, lo árabe y lo turco en el esfuerzo traductor de un catalán. Pero eso no frena la mezcolanza y el desbordamiento de categorías: repárese en el auxilio que al catalán le brinda un marroquí trasplantado en Europa y en el detalle de que el africano, a su vez, no oculta impulsos libidinales por lo europeo, los cuales lo llevan a sopesar los límites de su propia humanidad: apenas entrevé una relación con la rubia al amparo de la hipotética zoofilia de esta.
El marginal ha interiorizado la imago mundi hegemónica, aunque juega con ella, mordaz.
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En zonas heteróclitas semejantes se desarrolla toda la novela. Hay pasajes en los que Zupcic, con una deliciosa ironía ―como la de la “parábasis permanente” esbozada por Friedrich von Schlegel, que nos ayuda a vislumbrar el artificio y la parcialidad de la representación artística, el poder del autor para aniquilar las hermosas ilusiones de su obra (“Zur Philosophie” 668)―, de pronto hace tambalearse la verosimilitud lingüística cuando el protagonista hispano-marroquí cruza el vocabulario peninsular y cotidiano (los coches) con imprevisibles americanismos (el vuelto por el cambio) y arcaísmos o galleguismos (me diera por me dio o me había dado):
En la mano derecha tengo el vuelto que me diera Santos luego de preguntarme por la familia. A cinco metros del quiosco, en el Paseo de Gracia, veo pasar un maratón. Anillos de un gusano interminable, miles de personas caminan y corren y durante casi una hora han impedido a los coches salir del Ensanche (p. 33).
Signo de liminaridad más notable que la convivencia de registros es la de idiomas:
Nonna Rosa […] lo despertó diciéndole:
―Devi uscire […].
―¿Por qué?
―Sei arrivato dieci giorni fa e non sei uscito.
―Es que estoy bien aquí, dentro de la casa (p. 32).
Y ha de acotarse que el incierto umbral entre el español y el italiano que sirve de eje a la historia en ocasiones incluye otros trasvases lingüísticos en los que se pone en juego la identidad profunda del protagonista:
Youseff siguió caminando rumbo al mar. Pasó bajo el Arco del Diavolo […]. Había vendedores ambulantes: la mayoría parecían de Pakistán. Uno de ellos se acercó y lo saludó en árabe.
―As-salaam alaykum.
―As-salaam alaykum ―le respondió él […]. ¿Cómo había hecho el vendedor para reconocer en él una persona que podía entender su lengua y, quizá lo mismo, cómo ignoraba que él casi no hablaba ya la lengua de sus padres? (p. 40).
En efecto, uno de los viajes cruciales de la novela no es el físico, sino el anímico, e implica la confrontación con el origen en una existencia donde la noción de pertenecer se difumina. El traslado de Youseff a Barcelona en su niñez y el haberse asentado allí de alguna manera crean una ilusión que se interrumpe con la muerte de su hermano, Ahmed, y el viaje de sus padres a Marruecos con el cadáver. Esa soledad “absoluta” (p. 28) precipita su desplazamiento geográfico a Italia, sin que el movimiento en el espacio le sirva para volver a deslindar pasado y presente.
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El Eros constituye otro rostro de lo híbrido. Por una parte, lo sublime y lo ridículo convergen en el proyecto acerca del “amor binacional” con que la universidad le permite al protagonista pasar una temporada en Salerno: “Lo había introducido hacía varios años como línea de investigación [y en él] había trabajado bastante poco, quizá más por las burlas de los compañeros, que nunca entendieron su posible relevancia, que por la muerte de Ahmed” (p. 20). El Eros lo induce, por otra parte, a la alteridad, a un no contentarse con el encierro en sí mismo que, al reunir no solo a dos individuos sino polaridades dentro de cada uno, subsana carencias simultáneamente corporales y espirituales.
Conciliación e integración, con todo, no surgen en Curso (rápido y sentimental) de italiano como un pulcro desenlace y adquieren la fisonomía de la indagación o el diferimiento: no espere el lector un “final feliz” en la acepción más sensiblera de la frase, aunque sí alimentado por una sonrisa edípica, complementada por la ceguera que el destino dispensa a quien debate con sus esfinges personales la clave recóndita de los enigmas.
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Lo anterior no agota el catálogo de lo híbrido en la escritura de Zupcic. La manifestación decisiva está en la vocación fragmentaria de esta novela, tanto por la brevedad de los capítulos como por la inserción epilogal en cada uno de extractos del diario de Youseff y muestras de las que parecen sus notas para el proyecto salernitano ―o quizá pasajes avanzados, si bien ello sea improbable, ya que se nos advierte que ningún profesor publica los resultados luego de aprovechar el convenio entre universidades (p. 20)―. Así pues, además de las incursiones de la historia principal en la novela sentimental dieciochesca, en el libro de viajes y en el Bildungsroman, la proliferación de géneros incluye la autobiografía ficticia y el microrrelato o el cuadro de costumbres que dan forma a la galería del amor binacional, colándose en esta y en el diario frecuentes modulaciones hacia el poema en prosa. Una de ellas, “Si acaso es posible acariciar un e-mail (dos versiones)”:
De tus labios es la boca de tus labios.
Al besarnos, boca sobre boca, la de tus labios deja de ser tuya para pertenecerme.
Boca hermosa de cuatro labios. Prohibida, me gustas tanto.
***
De mis labios sea la boca de tus labios y, al besarnos, boca sobre boca, sin dejar de ser tuya, sea también mía esa boca húmeda de cuatro labios que, prohibida, tanto me gusta (p. 41).
Un horizonte multiforme alcanza su clímax en las no menos líricas enumeraciones caóticas con que se remata el primer capítulo y el último. El título de ambas piezas, “Coro”, no esconde su alusión a la pluralidad tal como la patrocina el Eros:
Yo te amo y tú mi vuoi bene. Tú le llamas arepa y yo cachapa. Tú eres negrita y yo casi parezco un albino. Yo catira y tú guapo. Tú te enfadas y yo me arrecho. Yo estoy cerca de la casa de mis padres y tú tan lejos de los tuyos […]. Tú eres proteica y yo farináceo […]. Nuestro amor es posible gracias a la Guerra de los Balcanes. El nuestro al tratado de Shengen, al corralito, a la promesa literaria de Barcelona, a la beca que me dio Lula […]. Nuestro primer hijo se debería llamar Erasmo. El nuestro Fidel. El nuestro Mohamed. Pero lo bautizaremos en la iglesia del pueblo […]. Que sepa siempre que nos quisimos. Que sufrimos para querernos. Que aprendimos mucho el uno del otro. Que disfrutamos haciéndolo (p. 114).
Más que a una forma fija, desde el Romanticismo alemán el fragmento nos remite a una textualidad que se inspira en las ruinas, provengan estas de una unidad extraviada o una voluntariamente abolida. El universo disgregado ―no disperso― halla su reflejo en una escritura que niega las tentaciones univocalizadoras, amoldándose a lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari concebían como “nomadismo” artístico: una exploración del “devenir” y la “heterogeneidad” opuesta a “lo estable, lo eterno, lo idéntico, lo constante” (Mille Plateux, Paris: Les Éditions de Minuit, 1980, pp. 434). Las discontinuidades con que se cuentan las aventuras y desventuras de Youseff Benalfi, el torbellino de los “Coros”, sugieren, por eso, una encrucijada de lo metafísico y lo estético, la certidumbre de que, si lo real está fracturado, inconcluso o es inaprehensible, la literatura debería ceñirse a conductas similares para ser realista no tanto en sus temas como en su análisis de nuestras vivencias.
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La pérdida, los vacíos captados por las operaciones expresivas que aquí he descrito son inquietudes fundamentales de la carrera de Slavko Zupcic. No podemos olvidar que los brevísimos e intensos cuentos de Dragi Sol (1989), su primera colección juvenil, solían concentrar la ausencia o el vértigo de la apertura en una huidiza figura paterna. En sus obras de plena madurez, el nomadismo ha ido encarnando en el lenguaje, como ya ocurría en Cementerio de médicos (2017) ―que lo diga la fragmentación de tres de sus relatos esenciales, dignos de figurar en cualquier antología: “Soluciones literarias a la muerte de mi suegra”, “Cementerio de médicos” y “Doctor Bogotá”―.
Obviamente, Curso (rápido y sentimental) de italiano no es un fruto espontáneo o un azar creador, sino el resultado de una labor tesonera, paciente, de alguien que lleva lustros, décadas, haciéndose grandes preguntas y valiéndose de su arte para responderlas.
*Curso (rápido y sentimental) de italiano. Slavko Zupcic. Fundación Para la Cultura Urbana. Caracas, 2019.
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