La primera vez que asistí y participé en el Festival de Cine de Huelva que considerábamos ingenuamente la puerta para que nuestro cine entrara en España, escuché al alcalde en la gala inaugural decir que “nuevos barcos irían a América cargados de… Y sin contenerme, exclamé: ¡otros!, pero lo dije en voz alta porque los sordos, es decir, nosotros los hipoacústicos tenemos tendencia a hablar con estrépito. El alcalde y todos los presentes me vieron de muy mala gana. Entendieron perfectamente lo que quise decir: que ya habían sido suficientes los que llegaron a nuestras costas un 12 de octubre.
Mi hijo Boris, al triunfar en España, le dijo a los españoles: “¡He venido a devolverles la visita!».
A lo largo del tiempo surgieron dos maneras de entender el asunto: una, como un atropello, el sórdido propósito de masacrarnos y saquear las riquezas. Ningunear a los mayas, a los aztecas o incas; culturas densas y avanzadas acaso más altivas que las de la propia España. Significó castigarnos con nuevas armas: la pólvora, los perros, la cruz. En el diario de Cristóbal Colón, en sus célebres cartas al rey, la palabra oro aparece en una y en otra y en otra página. Nos estaban “descubriendo”.
La otra visión es amable y risueña: un desorientado almirante creyendo haber llegado al continente asiático, no lejos de Cipango (Japón) o de Catay (China), se sintió obligado a incorporarnos al mundo civilizado. Más tarde, para ayudar a los maltratados indios (al principio Colón creyó vérselas con indios de la India) trajeron esclavos negros africanos. En todo caso, fue una larga historia de humillaciones constantes porque después de estos períodos de descubrimiento y conquista sobrevino el de la Colonia y luego el de una Independencia no solo política sino económica porque esta quedó en manos de los héroes de la Independencia, es decir, de los caudillos civiles o militares, hasta el sol de hoy. Hugo Chávez consideró el 12 de octubre no como Día de la Raza o del Descubrimiento (que ya eran inaceptables desatinos), sino como el Día de la Resistencia Indígena. ¡Otro de sus ridículos desaciertos y un grupo de infelices fascistas seguidores de Chávez, disfrazados de indios, derribó cerca de la Plaza Venezuela el Monumento a Colón en el Golfo Triste, obra realizada en 1893 por el escultor Rafael de la Cova durante el gobierno de Joaquín Crespo.
El escritor mexicano Carlos Fuentes lo hizo mejor: dijo que los españoles de la Conquista y de la Colonia se portaron mal: nos robaron, ¡se llevaron todo! Pero sin saberlo, sin percatarse, dejaron un tesoro: ¡el idioma!
Fue precisamente el idioma lo que me impidió incursionar en el cine. Quedé tan imposibilitado que nunca pude convertirme en el cineasta que quise ser. Siendo muy joven y ñángara, descubrí que comenzaba a contar mi propia historia de manera equivocada. El 12 de octubre de 1492, Rodrigo Pérez de Acevedo o Juan Rodriguez Bermejo, llamado Rodrigo de Triana, el marinero y vigía que avistó el Nuevo Mundo desde la proa de La Pinta, una de las carabelas de Cristóbal Colón, gritó: ¡Tierra! ¡Todos la vieron! Era la isla coralina que los habitantes lucayos llamaban Guanahani. Sin saberlo, Rodrigo de Triana dio nacimiento a una nueva manera de filosofar sobre la mirada.
Al escribir el guion del documental me di cuenta de que era mal comienzo porque para que Rodrigo dijera: ¡Tierra! significaba, en lenguaje cinematográfico, que se trataba de una toma subjetiva, que la cámara está colocada detrás de Rodrigo, es decir, desde el mar, desde España. El conquistador quiere ser él quien comience a contar mi historia y no yo. ¡Era una desconsideración!
Tendría que ser lo contrario: colocar la cámara en tierra firme y poner a unos indios asombrados gritando que unas grandes canoas se están acercando con gente vestida de extraña manera sin saber con qué intenciones.
No sé si es invento mío o realmente ocurrió, pero en su versión del “descubrimiento” Colón, angustiado porque se le viene encima un motín a bordo desatado por la tripulación desesperada por no encontrar tierra, le pregunta al vigía: ¿Rodrigo, ves algo? Y Rodrigo responde a lo mexicano: ¡Ni zopilotes, mi capitán!
Mi problema mayor era ¿en qué idioma pongo a gritar y a manotear a estos indios? No sé cómo hablaban mis ancestros y habría resultado vergonzoso ponerlos a hablar como Rodrigo de Triana. Hablar en ese preciso momento y seguir escuchándolos vociferar en el español de 1492 y a lo largo del documental habría sido un verdadero despropósito. En el caso de haber investigado quiénes eran esos antepasados, a cuál tribu pertenecían y cómo era su habla estaría obligado a traducir lo que gritaban y poner títulos o didascalias al filme. (El cine venezolano ha recorrido más de cien años y en su ya copiosa filmografia solo la extraordinaria Dauna. Lo que se lleva el río (2015), de Mario Crespo, tiene subtítulos castellanos). ¡Mi cortometraje habría pasado a la historia por ser el primero en contar con subtítulos porque en los tiempos que me habrían visto intentar la filmación del corto, el venezolano era un cine que estaba en pañales! Hemos tenido que esperar algo más de un siglo para verlo alargarse los pantalones.
Pero los indios que vieron llegar al almirante alucinado seguimos esperando que alguien ponga la cámara en tierra firme y ser nosotros los que escuchemos y veamos a Rodrigo de Triana gritar como un loco creyendo que nos está descubriendo.
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