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¡Hartos!

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Valentina, la irritada niña de apenas ocho años, hija de una amiga muy querida, gritó: “¿Que nos dé a todos el virus ese y terminemos de morir para acabar con esto. ¡Estoy harta!”.

La asistía toda la razón porque llevamos largos meses sin saber qué nos va a pasar. Encerrados, con la cara medio tapada y la nariz y la boca enjauladas. Sin poder maldecir a los chinos porque me dicen que sería algo políticamente incorrecto. ¡Hartos!

La palabra viene del latin fartus que significa relleno, henchido. Estar harto alude al hartazgo que no es otra cosa que estar saciado, nadar en la abundancia; estar cansado, fastidiado, compartir el exasperado deseo de Valen, la niña de ocho años.

Entre campesinos, comer demasiado, jartarse, puede causar agitación, es decir, quedar ahítos, indigestos, saciados. ¿Qué le pasó a don Pedro, el compadre que estiró la pata? Pues nada, que se jartó tres platos seguidos de mondongo y le dio una agitación.

Estamos hartos de tanta penuria. ¡Ahítos! La vida venezolana en la mala hora chavista, madurista, bolivariana, militar y cocainómana nos tiene hartos. ¡La múcura está en el suelo, mamá! ¡No puedo con ella! Hace más de veinte años los militares dejaron de ser gobierno para convertirse en régimen. Gobernar supone dirigir, mandar a conciencia, esto es ordenar, tratar de conducir a una comunidad hacia el bienestar social. Se es un buen gobierno y se es también un mal gobierno.

Pero hablar de régimen es otra cosa. Son normas rígidas que imponen un pensamiento único. Un mal gobierno que se desliza rápidamente hacia algo feroz y nocivo: hacia la tiranía, la dictadura; la presencia civil o militar del sátrapa.

Y con él, la autocracia, el inestable rigor de los caprichos del déspota y el envanecimiento de su mediocridad. Le produce cólera que alguien superior intente subordinarlo y de  inmediato lo execra o  le compra  la conciencia y lo obliga a mantenerse de rodillas. Su obcecada medianía y la ausencia de políticas aceptables precipita la confusión social y económica y una pavorosa devastación cultural. Al sentir que el país comienza a caer en el abismo de la catástrofe, protestamos y el pensamiento único se defiende apresando y torturando a quienes considera promotores del desorden y amedrentando a los demás. Se emparenta con el fascismo, venera al nazismo, envía en vida besos volados a Fidel Castro y se postra ante el podrido espectro de aquella “gloriosa” revolución que a pocas millas de Estados Unidos inquietó al gobierno norteamericano y  aprovechándose de los besos volados de Hugo Chávez terminó apoderándose del país venezolano sin asomo alguno de violencia, antes de que China se ocupara de la sabrosas migajas que dejaron los cubanos.

!Estamos hartos! ¡No lo soportamos más! Estamos hartos de las ofensas y humillaciones, de la agonía que tuvo que sufrir Franklin Brito y de la barbarie de la Guardia Nacional que atropella con perdigones en la cara a unos estudiantes que manifiestan estar igualmente hartos de tanta desventura. ¡Lo estoy yo! ¡Lo estamos todos!

Yo sigo en el país sin saber cuál va a ser la moneda que mostraré en las tiendas, en el abasto o para comprar los bolívares que me exigen a la hora de pagar los servicios inexistentes de agua o de luz. También están hartas las ciudades: a San Cristóbal la vi vestida de harapos, castigada con excesiva saña; Maracaibo siente que el relámpago del Catatumbo está agonizando; Mérida es una ciudad impresentable, al igual que el propio país que está mas jarto y desconsolado que yo. Da la impresión de que el régimen prefiere arruinar a las ciudades del interior para dar luz, agua y satisfacciones a la capital del atormentado país.

Hay una especie de tsunami de estupor mundial que no logra calibrar la capacidad que han demostrado tener Hugo Chavez, Nicolás Maduro y su horda de seguidores para devastar a todo un país sin necesidad de lanzar dos o tres bombas atómicas. Venezuela ha visto aparecer su nombre en letras de bronce en los libros de récords: junto a Argentina, Brasil y México llegó a ser uno de los países mas vigorosos del continente. ¡Hoy es más pobre que Honduras!

¡Pero no hay manera de convencer a Nicolás Maduro y a la pandilla de malhechores que lo secundan de que el tiempo se les acabó; que ya no pueden seguir agobiando a los demás; que lo mejor que pueden hacer es irse!

Pero parece que el problema es mayor. No tienen adónde irse porque en ninguna parte los quieren y si salen del país los ponen presos. Además, ¿qué van a hacer con el dinero escamoteado? ¿Dónde lo van a gastar? Si se refugian en los países tiránicos o amigos de las tiranías los van a esquilmar. Les quitarán todo y solo por cortesía los dejarán en paños menores. Parece que están obligados a negociar la salida, pero no se sabe en qué términos está planteada la negociación y quiénes se van a arriesgar negociando con un régimen que sistemáticamente ha obstaculizado todo intento de diálogo. Mostrar vacilación, un régimen dominado por la inmoralidad que se niega a pactar alimentará aún más el hastío que nos está carcomiendo pero que ya no soportamos más.

Permanentemente se activan localizados enfrentamientos con guardias nacionales que huyen despavoridos. Pero si el régimen no accede; si no puede sublevarse todo el país por miedo a que nos acribillen; si la DEA o los Rangers de Texas no pueden invadirnos; si Donald Trump se niega a enviar un par de misiles teledirigidos desde Washington o si no funciona el cartel de los 15 millones de dólares de recompensa, entonces ¡que Dios nos ampare, que el virus nos ponga su corona y que la niña de ocho años siga gritando que está harta!

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