En mayo de 1991, con ocasión de las reveladoras actuaciones en Caracas del muy joven bailarín cubano Carlos Acosta, escribimos: “El logro de la excelencia artística dentro del ballet a edades cada vez menores, constituye un hecho inocultable. El desarrollo en la enseñanza de la técnica ha avanzado tan vertiginosamente, que hoy en día resulta frecuente ver a adolescentes convertidos en potenciales superestrellas de la danza clásica, quienes a un virtuosismo sorprendente unen una convincente condición artística”.
Ahora que Carlos Acosta, hoy figura estelar de la danza mundial, ha sido reconocido con el Premio Dance Magazine 2020, otorgado por la prestigiosa y longeva revista internacional fundada en 1927 en Nueva York, vale recordar esos momentos significativos para la danza académica venezolana, justo a inicios de la década de los años noventa.
Acosta, todavía estudiante, venía de obtener los Grand Prix de París y Lausanne. Sus actuaciones en la Sala José Félix Ribas del Teatro Teresa Carreño y el Teatro Emil Friedman, junto a las bailarinas nacionales Marifé Jiménez, Cristina Gallardo, Marielena Ruíz y María Alejandra Jiménez, del Ballet Teresa Carreño y el Ballet Clásico de Cámara, causaron un revuelo impensado que evidenciaron el surgimiento de un nuevo símbolo de la Escuela Cubana de Ballet. Con ellas, interpretó los paso a dos de El corsario, Don Quijote, y Diana y Acteón, además del solo Orfeo, de Massimo Morricone.
Fruto excepcional de la Escuela Nacional de Ballet de Cuba – prestigioso centro educativo de influencia cierta a partir de su progresivo reconocimiento universal, especialmente por su método de formación de intérpretes varones – Carlos Acosta brilló en la escena internacional por el virtuosismo de su técnica, ostensible en sus sorprendentes saltos y giros, así como por su carismático temperamento escénico, reconocible en el gesto impetuoso que mostraba la reciedumbre de su carácter o el interiorizado y sereno, revelador de su condición de singular bailarín noble.
Fue un histriónico Basilio, un pasional Espartaco, un vibrante Acteón, un solícito Alí. También, un adolorido Albrecht, un melancólico Sigfrido, un gallardo Solor, un sensitivo Romeo, un convulso Don José. En la recreación de estos personajes, quedaron ratificadas sus capacidades múltiples para asumir roles picarescos, heroicos, mitológicos, exóticos y sensibles.
La vocación de Carlos Acosta hacia la danza no fue demasiado temprana y tardó en hacerse sólida. Su inscripción en la Escuela Elemental de Ballet de La Habana no obedeció a su propia voluntad, sino a la decisión férrea de su padre, modesto, pero intuitivo y visionario, que vio en este arte la posibilidad de canalización profesional y de existencia para su hijo impulsivo y rebelde.
La orientación que le brindó Ramona de Saá, su maestra fundamental y mentora artística, determinó la toma de conciencia definitiva para asumir el arte del ballet como destino. La Escuela Cubana de Ballet se expandía con fuerza y se convertía en referente en el mundo. Acosta estuvo llamado a ser uno de sus máximos exponentes, a proyectarla y trascenderla ampliamente.
La incorporación de Carlos Acosta al English National Ballet de Londres, durante la temporada 1991-1992, supuso su primera experiencia profesional internacional. Allí fue figura principal en Danzas polovetsianas, Cenicienta, El espectro de la rosa, Las sílfides, y Cascanueces. Luego se desempeñó como primer bailarín del Ballet Nacional de Cuba, con la que realizó en 1994 una gira artística por España interpretando Giselle, Don Quijote y El lago de los cisnes.
Como primera figura del Ballet de Houston, Acosta se daría a conocer notablemente en el medio estadounidense. Pero fue su ingreso al Royal Ballet de Londres, al que perteneció a lo largo de casi dos décadas, el hecho que cimentó su fama mundial. En esta compañía emblema actuó como primer bailarín y primer bailarín invitado, y se inició además dentro de la experiencia coreográfica. Un reconocimiento inusual lo representa la adjudicación en 2014 de la Medalla de Comendador de la Excelentísima Orden del Imperio Británico, por parte de la Reina Isabel II. Los más reputados teatros de los cinco continentes lo han tenido como huésped de relieve.
Los tiempos recientes han mostrado a un Carlos Acosta diversificado, centrado esencialmente en sus intereses como coreógrafo y sus actividades de director artístico. Estrenó Tocororo, suerte de musical donde revive su historia personal, así como sus versiones de Don Quijote y Carmen. En La Habana fundó Acosta Danza, su propio proyecto de compañía con una escuela adjunta, y desde comienzos de 2020 dirige el Royal Birmingham Ballet.
También la literatura, No way home (2007), su autobiografía, conocida en español como Sin mirar atrás, y el cine, Yuli (2018), de la realizadora española Icíar Bollaín, en la que debutó como actor, han sido centros de su atención y de una proyección alternativa.
Carlos Acosta no cesa en su inquietud. Su aclamada carrera artística se reinventa de continuo.
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