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La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie pronunció en la Feria del Libro de Frankfurt de este año un espléndido discurso en el que se refiere a los temas claves del mundo contemporáneo: identidad, diversidad, y también a la emigración, que vemos repetirse por distintas geografías de manera masiva, un viaje desde los páramos oscuros de la miseria y el desencanto hacia la gran vitrina iluminada de la riqueza y la prosperidad, resguardada por muros de concreto y cercos de alambre de púas.

Un sueño, un delirio, una ilusión persistente. El vuelo rasante de un dron sobre el puente que cruza el río Suchiate, y que une Tecún Umán en el territorio de Guatemala con Ciudad Hidalgo en México, nos muestra miles de cabezas apiñadas, juntas, compactas, indefinibles. Una masa ansiosa de llegar hasta la frontera mexicana con Estados Unidos, una caravana que ha salido desde Honduras y que marcha a largos trechos a pie, dispuesta a recorrer miles de kilómetros para llegar a su ansiado destino sin importar ni las penurias ni los obstáculos.

Otro dron vuela encima del puente sobre el río Táchira que conecta el poblado de San Antonio del Táchira, del lado de Venezuela, con Villa del Rosario, del lado de Colombia. Venezolanos expulsados de su propio país porque han perdido todas las oportunidades y todas las esperanzas, y se quedarán en Colombia, o seguirán hacia Ecuador, hacia Perú, hacia Chile. El éxodo se vuelve brutal, despiadado, como es la naturaleza del poder que los expulsa.

Pero lo que reclama Chimamanda, la novelista, ella misma una emigrante que ahora vive en Estados Unidos, es no olvidar que no se trata de cifras, sino de personas. Hay que transformar en nuestras mentes los números en seres humanos. Verlos en su individualidad desamparada: “Es el momento de analizar el tema de la inmigración, de ser sinceros respecto a ella. De preguntar si la cuestión es la inmigración o la inmigración de tipos concretos de personas: musulmanes, negros, morenos –dice–. Es el momento de replantearnos cómo pensamos los relatos”. Los relatos de esas vidas, los relatos íntimos. Historias para penetrar en ellas.

La filósofa española Adela Cortina, en su lúcido libro Aparofobia, el rechazo al pobre, demuestra algo que por obvio solemos olvidar: los emigrantes que llegan a Europa desde Medio Oriente parecerían ser rechazados porque provienen de culturas extrañas, pero eso no es lo fundamental: no se les admite porque son pobres. Eso quiere decir aparofobia: la fobia a los pobres. “Lo que nos molesta –dice– es la pobreza, no la inmigración”.

“Lo mismo sucede con los pobres del propio país o incluso con los parientes pobres”, dice también. Es una tendencia que se origina en el cerebro humano, rechazar lo que nos desagrada, molesta o incomoda. No se rechaza a los turistas que llegan a un país a gastar su dinero, más bien se les acoge. “Se habla mucho de xenofobia, de islamofobia, y es verdad que existen. Pero en todos esos casos si traen dinero o algo que parece beneficioso se les acoge sin remilgos”.

No obstante, es una tendencia que es posible contrarrestar si logramos oponerle “la compasión, la capacidad de sufrir con otros en la alegría y en la tristeza y de comprometernos con ellos”. Son tendencias benéficas, que también están arraigadas en nosotros, y que podemos hacer despertar.

Es allí donde los números, miles de refugiados, una oleada incesante, molesta, incómoda, se transforman en gente, en personas con rostros, y entonces surgen las historias individuales capaces de hacernos entender que el prójimo es el próximo. Esas demostraciones de solidaridad las vemos repetirse en México con la caravana de emigrantes que se adentra en el territorio en su viaje hacia el norte, sin ceder en su terquedad, a pesar del muro, decretos, razias, y a riesgo de maltratos, secuestros, extorsiones, humillaciones. En los poblados por donde van pasando la gente organiza albergues, comedores. Hay instituciones de apoyo a los emigrantes, tanto religiosas como laicas, pero también son los pobres ayudando a los pobres, dándoles lo que pueden, cama, comida, ropa, medicinas. Cariño.

Y también hay rechazo, como el que se ha dado en Tijuana, ya al final del viaje, promovido por las propias autoridades municipales, y al que se ha sumado gente sensible al discurso xenofóbico, y que hace uso de la manipulación para exacerbar el rechazo. Bastó un video colocado de manera artera en las redes sociales, donde una emigrante hondureña se queja del plato de frijoles recibido en un albergue para que la reacción hostil estalle: “Aquí somos pobres, comemos frijoles”, repiten las voces indignadas de unas 200 personas que se han juntado en manifestación de repudio a la caravana.

Hay que entrar en las historias individuales, como pide Chimamanda. El tramado del tejido es denso, y cada hilo hay que verlo a contraluz. La mujer se llama Miriam Zelaya y se sumó al éxodo en busca de que en Estados Unidos operaran a su hija de 11 años, que es sordomuda. Viaja, como los demás, en busca de un milagro. El suyo es que la niña llegue a hablar y oír. “Hemos caminado por todo México y hemos recibido mucha ayuda –dice llorando–. Tengo todo que agradecerles. Yo he criado a mis hijos con muchos esfuerzos y dándoles frijoles y tortillas”. Ahora está sola. Se ha tenido que marchar del albergue ante el repudio de sus propios compatriotas.

Pero Miriam está a punto de llegar. A lo mejor recibe asilo al otro lado de la frontera tan celosamente guardada. A lo mejor operan a su hija sordomuda. A lo mejor valieron la pena para ella el desprecio de los suyos, el rechazo de que ha sido víctima en Tijuana por quejarse de unos frijoles. El desarraigo, las penurias del viaje, el miedo, el peligro, la zozobra, la angustia, la esperanza, hacen que deje de ser un simple número en una suma, una cabeza entre miles que fotografía un dron.

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