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«De odres y ensueños»

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“Cuando leía en silencio las partituras, explosiones de sonido lo atravesaban, configuraciones de lo invisible reforzaban su humanidad…”

Carlos Blas Galindo, refiriéndose al portentoso músico que fue Blas, su padre

“De odres y ensueños” se llama uno de los capítulos de un libro singular: De música y de músicos, volumen III. Posee cuidadoso estilo, desenvoltura atinada en el oficio periodístico tan complejo de entrevistar con tino, y lleva un propósito didáctico que conduce al lector con mano ilustrada, pero mesurada en los términos; vuelve así ameno lo que podría resultar árido, es decir, simplifica la complejidad que encierra hablar de buena música y de sus ejecutantes.

El nuevo volumen en cuestión, manejable y fácil para viajar con él, es de la autoría de un gran músico mexicano, Samuel Máynez, violinista virtuoso, compositor, maestro de la histórica institución que es el Conservatorio Nacional de Música de México, fundado en 1866.

Sabía ya de las altas dotes artísticas del maestro Máynez, pero desconocía su labor literaria, comprometida con la divulgación de valores musicales incuestionables y la formación de una sensibilidad que transmite grados y niveles de calidad estética en un mundo cada vez más sonorizado por la chabacanería de subgéneros musicales que serán considerados en un futuro cercano como aberraciones producto de una alienante especulación de mercados. “Música” comercial barata, para acabar pronto.

Nunca antes había visto y oído un libro que canta, como este. Me explico. Un ejemplar hecho de papel que contiene mosaicos con una trama que rememora las grecas de esa civilización de la que toma su nombre pero que se encuentran también en algunos frisos mayas. Nunca antes había leído un libro que contiene una huella sonora (matriz de puntos) capaz de ser traducida, “inteligentemente” le dicen, por un teléfono o tabletas ad hoc y acto seguido, capaz de reproducir una sinfonía, una ópera, una melodía, con todo y video si fuera el caso, ilustrando nuestro oído con el tema musical sobre el que trata el texto. Soy un neófito en los ingenios tecnológicos de esta naturaleza y me causó grato estupor saber que hemos alcanzado niveles de ciencia ficción capaces de trasladarnos de la imagen mental, a la audible y a la visible, a través de códigos QR.

La noche de la presentación del libro, que contiene un bello prólogo de la gran escritora Elena Poniatowska (muy generoso, por cierto, en su extensión), asistí también a un concierto de palabras pertinentes y poéticas, sustentadas en el espacio etéreo de unas cuerdas que rasgaban el silencio de la sala, animando al cúmulo de sombras que estábamos en el auditorio oscurecido. La respiración del alma quedaba como suspendida –asumiría más esta frase si no le temiera a cierta cursilería cuando uno se emociona tanto. Y es que esa redonda presentación fue un ejemplo de buen gusto. Además de breves intervenciones sobre el volumen publicado por la imprescindible revista Proceso, surgieron algunos instantes musicales impagables. Un trío de cuerdas, integrado por la propia familia Máynez, con intervención de Alondra en el arpa, Carlo en el violonchelo y Samuel en el violín, nos regaló el breve concierto que incluyó la ejecución del tema de la célebre película basada en la hipotética estancia amorosa de Neruda en la isla de Salina: “Il Postino”, compuesto por Luis Bacalov, a quien se le dedica la “Entrevista a un ganador de Oscar”, la quinta del libro –ahora pienso que también es un útil manual– de Máynez.

Y precisamente, en esa entrevista realizada frente al mar de Bahamas al eminente músico argentino Bacalov, el brillante personaje que colaboró con monstruos sagrados del cine como Fellini y Pasolini, profiere unas palabras que son una rotunda declaración de admiración por México y, a la vez, una valiosa crítica a la permisividad con que se ha infiltrado entre nosotros lo peor y más bajo de ciertos influjos que me cuesta trabajo llamar musicales. Un fragmento de esa referencia suya no podría dejar de reproducirla: “Siempre he admirado el formidable patrimonio musical de su folklore (el mexicano) y, por supuesto, el de sus grandes compositores. Yo no sé por qué, teniéndolo, se dejan inundar por tanta basura norteamericana. Con la producción de Silvestre Revueltas bastaría para que erigieran un dique contra el sistemático allanamiento del coloso del Norte; en realidad, el verdadero faro cultural de Norteamérica tendría que situarse en México. ¿Cómo es posible que con la complicidad de sus autoridades se permita la intrusión de lo peor de la cultura yanqui? ¿Cómo es posible que sus niños escuchen la infame chatarra comercial antes que los sones emanados de su crisol de culturas?… Como usted ve, ese es un tema que me enfurece, pero para redondear la respuesta debo agregar que los muralistas mexicanos me han cautivado siempre. Recuerdo con especial intensidad la impresión que me causaron los murales de Orozco en el Hospicio Cabañas en Guadalajara. Perdí el aliento”.

Cuánta verdad en esta sentencia. Sufrimos la infamia de ritmos cuya ramplonería se agudiza con letras de vulgaridad inusitada. Hace unos días escuché, a la salida de una estación de Metro, una machacona melodía acompañada por una letra obscena que hablaba de fornicar con la mejor amiga y con la hermana de la novia. La gente pasaba, escuchaba, sonreía y no quisiera pensar que celebraba como mal chiste la terrible osadía. Machismo y majadería elevados a una potencia decibélica. Y sobre el estruendo viral disfrazado de notas tengo una colección que va desde una cantina cercana a mi vieja casona en un puerto del golfo de México y que nos tortura a los vecinos madrugada adentro, hasta una triste “postal” de una de las bahías más hermosas del mundo, en la isla de Santa Lucía, en el Caribe oriental. Allí, en Rodney Bay, el proverbial encanto tropical se masacra cada fin de semana con gigantescas bocinas que vomitan reguetones a niveles de sonido taladradores.

Una experiencia que viví y que propongo es muy fácil de visualizar. Imaginen ustedes que emprenden un viaje de ensueño a una de las islas más emblemáticas de las Antillas, y amanecen en un hotel que se asoma a uno de sus morros sagrados; aceptan la invitación de la brisa y a pie desnudo caminan tomados de una mano amorosa. Instantes después del estado de gracia alcanzado por un paisaje de obra de arte, el encanto acaba derribado por horas a filo de ritmos en despropósito acústico, abarcando el completo espacio sonoro de la playa –una serpiente de cables electrónicos acaba por excluirnos del paraíso marítimo. Lo más lamentable de todo lo que cuento fue el colofón de una noche que cenábamos bajo una luna llena esplendorosa en Santa Lucía, y el dueño de un establecimiento de moda a la orilla del mar tuvo el despropósito de expulsar al enorme poeta que fue Derek Walcott, Premio Nobel de Literatura, cuando me paré a pedirle en su nombre que bajara el volumen de la “música”. Todo esto viene a cuento por el reclamo digno que directa e indirectamente hace Samuel Máynez cuando rompe una lanza en defensa de notas musicales de buena calidad, enfocándonos en un tema tan serio y trascendente como el aprendizaje y el gozo de prodigios sonoros que alimentan el espíritu, no solo a través de una figura retórica inspiradora, sino también gracias a deleites profundos que tienen la virtud de transformarnos en mejores personas.

Cierro esta reseña variopinta con la mención de otro talante de este notable compositor –quien también bucea en la recuperación de la memoria histórica a través de su arte–, me refiero a su sentido del humor, serio e inteligente. En esa faceta Samuel Máynez dice lúdicamente, en su libro, refiriéndose a él mismo claro, algunos renglones que yo termino por suscribir:

Pasajero esporádico del Metro, nunca ha estado en una plaza de toros, un casino, o una casa de citas.

Poseedor de casa propia, declara sin ambages que los muros de su morada son el producto –casi inverosímil en esta época– de la configuración de lo invisible y no de los cantos de tiburón de los bancos o de la explotación a terceros.

Goza de la buena mesa y trata de llevar una vida sana, al menos en el plano físico, en el espiritual a menudo se enreda.

Descubrió a su debido tiempo que sus semejantes son patológicamente vulnerables a la codicia y, en menor medida, al altruismo.

Con poca tolerancia hacia la tiranía del ruido, preferiría que hubiera más árboles que militares, más homeópatas que discotecas.

Cree en la reencarnación y no comulga con fanatismos religiosos.

Sus formas de autocastigo nunca han incluido drogas: peyote, cigarro o alcohol en exceso.

Simpatiza con la masonería y rechaza la crueldad en todas sus fuerzas.

Con el complejo de Edipo aceptablemente resuelto, no niega que prefiere el pecho de una mujer a cualquier tipo de almohada.

Quisiera ser recordado como un hombre justo, solidario con los desvalidos y capaz de haber mantenido una sana distancia con los poderosos.

Acepta la inmutabilidad del destino, aunque desearía no morir solo.

Samuel, Alondra y Carlo Máynez

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