Se cansa uno de andar y desandar el trillado sendero de la crítica infructuosa y de preguntarse si vale la pena seguir navegando a contracorriente de la aparente resignación, si no capitulación, ante el omnímodo y ominoso control ejercido por el poco cívico y muy castrense régimen rojo imperante en este pobre y devastado fundo bolivariano. Sí, la fatiga nos fustiga en consonante rima cuasi cacofónica, y se prolonga en demasía la condena autoinfligida por quienes sepultaron la República civil apostando a la manu militari, ¡un-dos-tres, firmes!, como alternativa a la democracia —la culpa no es de la estaca si el sapo brinca y se ensarta—, y ahora, 21 años después de la cagada del pato macho y a pesar de las 25 o 30 protestas que se registran a diario en el territorio nacional debido al colapso de los servicios públicos —esta semana hubo alborotos, pitas, rechiflas y pataleos en Aragua, Anzoátegui, Amazonas, Delta Amacuro, Falcón, Guárico, Miranda, Trujillo, Portuguesa, Táchira, Vargas (garcicarneiramente rebautizado La Guaira) y Zulia—, el cese de la usurpación se presenta tan cuesta arriba como unas elecciones libres y transparentes. Harto ya de estar harto, cual cantaría Joan Manuel Serrat, procuraré no rayar aún más el disco del trío discordante, ni seguir deshojando margaritas en una encrucijada shakesperiana, votar o no votar —falso dilema, según la dubitativa y sofística elucubración de Capriles, quien no sabe a ciencia cierta, y lo ha dicho, si finalmente votará el 6 de diciembre; sin embargo, su partido, La Fuerza del Cambio, inscribió candidatos para todas las circunscripciones—, cuestiones de momento remitidas al apartado de las asignaturas pendientes, y en consecuencia, debí preparar este menú dominical con base en espías y mortadela.
Juntos y revueltos en indigesta salade composée à la façon bolivarienne, el embutido emblema de la charcutería boloñesa y el fisgoneo en «la vida de los otros» nos evitarán sumar nuestra desafinada voz al coro de opiniones en torno a las revelaciones de la «misión de determinación de los hechos», encargada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU de precisar las violaciones de las garantías ciudadanas y la consumación de crímenes de lesa humanidad imputables al zarcillo y su corte —ni siquiera un pío ha salido de sus picos—. Asentada la aclaratoria de rigor, comencemos con lo atinente al espionaje, no el industrial, muy de moda en estos tiempos pandémicos cuando muchos países y la totalidad de las grandes empresas farmacéuticas sustraen información de los laboratorios rivales, intentando tomar un atajo hacia la fabricación de una vacuna efectiva y definitiva contra la covid-19, sino el dirigido a capitalizar datos a objeto de utilizarlos en términos de poder.
En honor a la verdad, hasta bien avanzado el siglo XX, el espionaje en Venezuela se realizó de forma rudimentaria e intuitiva. Hubo siempre sapos, chivatos, soplones y correveidiles al servicio de las policías políticas (Seguridad Nacional, Digepol). Con el socialismo del siglo XXI proliferaron acusetas caras de pantaletas y se les llama patriotas cooperantes; pero espías, realmente espías a la manera del español Joan Pujol, el soviético Richard Sorge, el británico Kim Philby o la holandesa Margaretha Geertruida Zelle (Mata Hari) nunca se vieron en estas latitudes; menos aún émulos de los superagentes de película, expertos en misiones imposibles tal el inverosímil Ethan Hunt o con licencia para matar al flemático estilo dandi de Bond, James Bond. Esta precariedad dio pábulo a la aparición en la jodienda popular de Salazar, el celebérrimo espía margariteño cuya jugada maestra fue proclamar a los cuatro vientos su condición de agente secreto, pues, calculó y acertó, nadie, ni en la isla ni en tierra firme, se comería el cuento. Mejor artificio, imposible. Con el neocolonialismo cubano llegaron (y la llagaron) a tierra de gracia los hombres y mujeres del G2, versión antillana de la tenebrosa heredera de la Gestapo, la Stasi germanoriental, y, como esta, calcada del Comité para la Seguridad del Estado (KGB por sus siglas en ruso), en el cual hizo carrera Vladimir Putin. Con esa gente enquistada en el servicio bolivariano de inteligencia, sebin, y la dirección general de contrainteligencia militar, dgcim (no hay mayúsculas de sus tallas), y un soporte tecnológico de última generación, se convirtieron en procedimientos de rutina la intervención de teléfonos, las grabaciones ilegales de audio y video, la implantación de artilugios destinados al registro de conversaciones en hogares y oficinas de hipotéticos enemigos y a su manipulación y edición como instrumentos de coacción y propaganda, en fin, una amplia variedad de mecanismos de control, acoso, y extorsión de adversarios y críticos reales e imaginarios de la revolución, incluyendo novedosos métodos de tortura, diseñados para arrancar falsas confesiones. Por eso, fue motivo de incredulidad y chacota la detención en Falcón de un presunto espía norteamericano —¡un terrorista!, dijo el vate fiscal—, enviado, ¿de Trump?, a sabotear instalaciones petroleras, encomienda innecesaria, pues la administración roja ya las había vuelto sereta con su desidia. El agente, ¿de la CIA?, fue identificado como Matthew John Heath. Una impostura, naturalmente. Desde el primer anuncio de Tarek William acerca del supuesto gringo, lo sabíamos o intuíamos: ¡se trataba de Salazar! El incidente fue un vulgar montaje, un falso positivo buscando a quien achacarle la inoperancia de las refinerías y, ergo, de la escasez de combustible. Metámosle ahora el diente, ¡ay, Adela!, a la mortadela.
De la mortadella, así con ll, hace elogios Néstor Luján en su Carnet de ruta (1982), otorgándole lugar privilegiado entre los grandes embutidos italianos, al lado de la coppa y el zampone. Se refiere el goloso catalán a la mortadela de la Emilia-Romaña, elaborada con carne de cerdo entreverada de tocino, y bien aderezada con pimienta en grano, bayas de mirto, nuez moscada y pistacho. Ese prodigio es difícil de conseguir, pues el tiempo y la pereza han relegado la artesanía al baúl de los recuerdos; empero, acepta Luján, sin entusiasmo, la mortadela industrial y lamenta su mediocridad saporífera. En nuestro país, la mortadela hecha en socialismo se prepara con carnes de dudosa procedencia y vaya usted a saber cuántas y cuáles cosas más. Se ha popularizado la más barata, la de pollo En lo personal, me parece un producto deplorable. No así a los chavistas. De lo contrario, no les serviría de carnada en la pesca de votos. Cuando leí lo concerniente a su papel clientelar, recordé una visita realizada a una fábrica de salchichas, en calidad de director creativo de una agencia de publicidad, junto a uno de los amos del valle y de la empresa y un ejecutivo good for nothing. En la fábrica, situada en uno de los suburbios industriales de la capital, nos guio un alemán de afligido aspecto. Le faltaba un brazo, el derecho, y de allí su tribulación. Mientras exaltaba el «aséptico» proceso de producción de la wiener wurst, no pude apartar los ojos de la manga vacía e imaginé la extremidad faltante sangrando en la gran paila donde trituraban y mezclaban las carnes y especias antes de embutirlas. Su minusvalía, conjeturé, le valió un puesto vitalicio de tour conductor. Vale la pena leer este suelto del periódico hispano ABC: «La mortadela electoral. El embutido cárnico se ha convertido en el símbolo de la oferta electoralista de los candidatos de Nicolás Maduro que recorren las calles en la búsqueda de votos para asegurar su participación en los comicios legislativos del 6 de diciembre. El populismo más rancio se mostró esta vez por la cadena de la estatal Venezolana de Televisión (VTV). Ocurrió en el barrio Brisas del Río en Barinas, la tierra natal del extinto Hugo Chávez, donde los candidatos del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) se prodigaron regalando mortadela a los vecinos para promocionar las “fraudulentas” elecciones, así consideradas por la oposición». Extendernos en los sucesos acaecidos en el extraño mundo de la usurpación no tiene ningún sentido para quienes vislumbramos o auguramos —¿justicia poética o ilusión desiderativa?— un desenlace triste y solitario a un régimen entrometido en vidas ajenas y capaz de creer que puede sobornar a la gente con longanizas de tercera.
Triste, solitario y final es el título de la primera novela del escritor argentino Oswaldo Soriano, tomado de un diálogo de otra novela, El largo adiós de Raymond Chandler —«Hasta la vista amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final»—. Esas cuatro palabras dicen más de la cuenta y podrían encabezar la fugaz crónica de las miserias y vicisitudes padecidas a lo largo de este fatídico año doble 20, año de la peste y de la rata en el calendario chino. Y hasta aquí llegamos. ¡Adiós a la tristeza y a la soledad!
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