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Venezuela: De la fábula de riqueza a la indigencia

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Por LUIS JOSÉ OROPEZA 

Desde la aparición milenaria del  hombre sobre la tierra, la idea de la riqueza no existió en la conciencia de sus moradores. Ella emerge   desde hace sólo la increíble brevedad de tres siglos. En aquel largo transcurrir sólo había habitantes con modos de vida entre sí diferentes. La convivencia comprometida en todos los sentidos, para todas las almas sin distinción alguna, era recia, dura, inclemente e inhóspita.

Es sólo a partir del renacimiento industrial en el siglo XVIII cuando en Europa y solamente allí surgen los primeros indicios del privilegio económico de alcanzar el bienestar. Nace con ellos la esperanza de una era venidera cuando la vida podrá ser más humanamente digna, provechosa, creativa y sana.

No habrá para todos. Vendrá acompañada de la desigualdad inevitable. Crecerá allí la raíz de la injusticia. Desde entonces las  ansias y el fervor por la igualdad, no pocas veces frustradas en una distribución impar, impulsará consigo el advenimiento del ensueño de las utopías que al frustrarse surgirá la necesidad de su imposición  por la vía arbitraria de las revoluciones. Nada será peor que tratarnos a todos por igual.

Desde entonces sólo será factible distinguir entre países ricos y países pobres. Antes de eso las diferencias entre ellos solo podían contrastarse entre avanzados o atrasados por las diversas dotaciones de la fuerza bélica para la recíproca defensa. Éramos así poderosos o indefensos, con más o menos recursos para dominar o ser dominados por los demás.

El capitalismo en Venezuela

El capitalismo como fenómeno económico que dará origen a la creación en ciertas partes del globo de un poderoso caudal de riqueza forjada por el esfuerzo humano de una libre iniciativa, no aparecerá nunca entre nosotros, ni siquiera expresado en sus etapas más elementales y embrionarias. De la sociedad económica libre se habla sólo para cuestionarla. El poder público monopolizó la propiedad de la riqueza. Heredamos e hicimos una república con un Estado enemigo del capitalismo.

La Sociedad venezolana, en esa larga y eterna transición, languidece desde luego inmensamente pobre, desprovista de todo recurso institucional para enfrentar aquel aterrador  desamparo, incluso mirado desde la perspectiva de su más cercana vecindad.

Ese fenómeno del contraste se hizo más profundo y agudo en relación  con los herederos de la hazaña de España en este costado del mundo, cuando las estructuras del imperio, discriminados en una rígida   prestancia virreinal,  nos hacía aún más dependientes en nuestra propia marginalidad estructural. El Estado metropolitano era el soberano y el único dueño del acervo común. En el mercantilismo imperante la riqueza era un atuendo solo adjudicado a las pertenencias exclusivistas de la Corona.

Durante la Colonia de los caudales metropolitanos  y después de ellos los muy exiguos del Estado Republicano, sin existencia de una intermediación financiera en obsequio de la gestión individual, solo percola la pobreza que a todos nos deja en un desamparo apabullante. Éramos la menguada provincia de un inmenso territorio, moradores aislados y dispersos en una vasta desolación, desnudos de instituciones colectivas que pudieran ofrecerle consistencia a la presencia de nuestra propia identidad.

Los vínculos más estrechos se abrigaban apenas entre aldeas pequeñas, radicadas todas en un extenso mundo campestre, entre sí inaccesible e incomunicado.

La riqueza europea

Cuando el concepto y la posibilidad del fenómeno de la  riqueza común va apareciendo en algunas latitudes del viejo continente, cuando la ilustración escocesa, aquel despertar intelectual del siglo 18 cuyo epicentro en la Gran Bretaña se  concentra en las ciudades escocesas de Edimburgo y Glasgow, uno de sus más notables integrantes, Adam Smith, se percata de una necesidad entonces inédita.  Indagar las causas capaces de explicar por qué unas naciones se eternizan siendo pobres y algunas pocas empiezan prontamente a gestar un cúmulo sorprendente de crecientes riquezas, jamás conocido.

 

El milagro americano

Todas las sociedades del mundo se percatan de aquella obra mágica y de sus innovadoras indagaciones, pero no todas ante sus prédicas reaccionan de igual manera. De allí que nada es más pertinente a esos efectos que explorar el fenómeno de la abundancia material en el lugar donde el predominio liberal con mayor vigor y consistencia pudo crear y consolidar una colosal riqueza, en el menor tiempo posible:  los Estados Unidos de América.

Desde la creación de aquella nación sus padres fundadores asimilan sus primordiales enseñanzas y consagran sus esfuezos a la formación de la idea de la libertad no tan sólo en el ambito individual del ciudadano, donde incluso aún la discriminación racial sobrevive y la posterga. La esclavitud era aún en una desviada tradición un derecho de propiedad.  Con igual empeño acogen la cultura de la libertad de los mercados para cuyo intercambio abierto es indispensable poder consagrar el derecho a  la propiedad privada de bienes y servicios. Allí no hay excepciones. La libertad de transar sin interferencias del Estado la perciben como la clave maestra para abrir espacios amplios a la riqueza ilimitada para todos.

Las ideas de aquel clásico que los guiará para siempre lo asimilan y ponen en práctica ellos antes que ningún otro.  Los creadores y gestores de una sociedad de su misma  lengua que inician en el Norte  una nación nueva e ingeniosa, donde las pautas de aquella obra magistral empiezan prontamente a ponerse en ejecución. Para nosotros la libertad de comercio fue una víctima inquisitorial.

Los padres fundadores de aquel nuevo orden político innovan también en el campo de las transformaciones sociales y políticas, pues nunca pretenden desprenderse de la tradición institucional de sus orígenes ancestrales.

Ellos políticamente se liberan, pero no se independizan de Inglaterra, se la  traen consigo no sólo en sus instituciones políticas sin monarca, atraen la tradición deliberativa a todas sus instancias, las tornan republicanas pero independientes una de la otra, para con la ponderación de ese rígido equilibrio, establecer una democracia sustentable.

Se traen también las instituciones económicas para con ellas guiar el rediseño de otra nación semejante pero distinta. La libertad y propiedad privada y plural serán desde el principio y para siempre el eje de todo un orden moral, político y material donde se irá a forjar una riqueza diversificada, una opulencia social, gigantesca y vastamente compartida.

Independencia sin libertad

¿Pero qué hicimos nosotros cuando desde el inicio nunca se suscitó ni por un solo instante el afán por la riqueza? ¿Cómo podríamos esperar llegar prontamente a ser en algún momento menos pobres que en los siglos de la Colonia? Esa interrogante no estaría nunca inscrita en nuestra agenda republicana.

Dijimos y reiteramos que nos copiamos los textos constitucionales del Norte. Pero lo más real es que nunca nos dispusimos a acoger su espíritu. Nunca nos impusimos la exigencia  del equilibrio de los poderes del Estado. El contrapeso de los poderes públicos fue la primera de nuestras frustradas conjeturas.

Uno sólo los asumió para su voluntad exclusiva y nunca se doblegó ante  el deber de compartirlo. Hicimos desde nuestros inicios un Estado patrimonialista e irrestrictamente personalista.

Los héroes de la guerra se fueron tomando para sí las potestades que, según ellos,  les atribuía el mérito de los triunfos gloriosos de la guerra frente a España. Los Congresos y la Justicia fueron sus primeros súbditos. La propiedad privada indispensable para definir la libertad individual fue desde el principio una quimera.

Para la rectoría de la República, la libertad la confundimos con la Independencia, presumimos que aquella vendría espontáneamente con la liberación de España. Lo logramos en una guerra sangrienta frente a un poder metropolitano, pero no pudimos hacernos libres de nosotros mismos.

El Estado que creamos no fue uno civilizador, fue, no pocas veces, un ente autocrático, personalista y depredador. El soberano que lo hizo suyo ejerció todos los poderes públicos. La institución de la propiedad privada, aunque se estampara en el texto de una ley, en la realidad era tan precaria, opaca y frágil que ella no podía cumplir su cometido de crear los elementos para conformar la información esencial de un avanzado capitalismo. El mercado y sus precios como medio insustituible de información fue siempre ignorado.

Los controles de precios en bienes y divisas se hicieron crónicos. El único producto que, desde que aparece, se somete al dictamen de los mercados será el petróleo, en la cuota de sus exportaciones. Internamente el precio fue siempre una discrecionalidad populista del dueño del Estado.

La contrarreforma agraria

En una sociedad con una economía con abundancia de  tierras  siempre solitarias, despobladas, en espera de una cultura agrícola que las redimiera, la propiedad de la tierra era un falso señuelo de la riqueza, y la inversión agrícola privada, interna y foránea fue siempre riesgosa y aleatoria, sometida a la eventualidad de los vaivenes de la política.

Al no existir para esa iniciativa y sus productos una confiada libertad de transacción, con precios rígidamente controlados, no pudo nunca modernizarse ni crecer capitalizada para una alta y creciente productividad competitiva.

La faena del campo fue sometida, desde el siglo XIX, al acecho permanente del capricho de los autócratas seculares que nos fueron dominando.  Luego, por ese fenómeno siempre frustrado que la condenó a su eterna incapacidad competitiva y sólo contribuyó a despoblarse más y a impulsar la emigración a los centros urbanos plagados de rancherías de frustrados campesinos congregados en las grandes ciudades. Todo fue un fenómeno rural consecuencia de esa estrategia populista que en América Latina hemos llamado con el falso calificativo de la Reforma Agraria.

Nos ha sido difícil entender cómo nunca esa repartición burocrática de tierras no se conoció nunca en la historia de los Estados Unidos ni en Europa. Después del sistema medieval de la Mesta española, donde  la tierra común se destinó a todo lo contrario: el encierro de la propiedad que hizo posible hacerla individual, propia y moderna.

Las políticas públicas de esos países avanzados dejaron que quienes tenían vocación rural adquiriesen las tierras y las explotaran con libertad. Entre nosotros desgraciadamente el latifundista más extenso, improductivo  y voraz que hemos consolidado en estos siglos es el Estado Venezolano.

¿Y esa inundación de la ranchería urbana de dónde viene?  Primero, porque todas están levantadas sobre propiedades invadidas y luego porque proliferaron con el auspicio y la protección del Estado. La vergüenza de la consolidación de barrios, la eternización de la pobreza.

Así como nadie lava un carro alquilado, nadie levanta en terreno propio una ranchería inhóspita: todo ha sido consumado por causa de una violación  consentida de la propiedad de predios ajenos.

Cuando el liberalismo surge en el siglo XX, acogimos acá la misma estrategia hispanoamericana de impulsar la hazaña burocrática de la expropiación agraria. Con ella llegó también el control de precios de todos los productos agrícolas. Como bien lo explican infinidad de autores, sin propiedad privada no puede haber precios libres, el escenario espontáneo del mercado libre es indispensable para hacer la riqueza perdurable.

Los únicos proyectos que han podido soportar el control absurdo de los precios, por su productividad creciente derivada de la irrigación barata, han sido los proyectos de Turén, una colonia inmensa de inmigrantes europeos que con su experiencia milenaria convirtieron esa unidad agrícola en un campo semejante a las praderas americanas.

Lo mismo con la selección de sus beneficiarios, en el caso de la Represa del Guárico y el testimonio del milagro en el Valle de Quibor, emprendido por los isleños y la no menos ejemplar labor de los pioneros  de Portuguesa. Muchos años antes había aparecido el milagro genético de la ganadería en Carora que tampoco logró salvarse del acecho público.

Cien años de petróleo

Con el reventón del Zumaque en 1914 se reinició otra vez, como en los remotos tiempos de El Dorado de los conquistadores, la fábula incuestionada en el sueño de la imaginación popular y en la interpretación de los intelectuales más conspicuos del momento de que a partir de aquel hallazgo inesperado y maravilloso empezaríamos todos a salir de la pobreza que nos agobiaba desde siempre, antes y después de la  fundación de la República.

Una frase recogería unos años más tarde, cuando la explotación petrolera alcanzó proporciones inesperadas, que la faena de aquella generación estaba llamada a cumplir la hazaña de la Siembra del Petróleo.

Creímos con esa propuesta, tan entusiastamente acogida en la retórica política, que con ella sería más accesible y fácil convertir el caudal de aquellos inmensos ingresos recurrentes, en un emporio de fábricas diversas para producir lo que el venezolano requería para prosperar, diversificarse y competir en los mercados mundiales. Nuestra agricultura sería pronto un emporio de modernidad.

Siempre creí y así lo conversé más de una vez con su ilustre ponente, que  a nosotros no nos ocurriría aquello que presenciamos en la historia de Norteamérica. A Uslar se le olvidó el sembrador. Estábamos en la instancia de repetir el mismo error de España con la plata del Potosí. Sería monopolizado por un Estado, que no era como el noruego o el inglés. La nacionalización del recurso entregada al abismo de una tradición populista significaba una privatización anárquica sometida al  dominio personal de quien ejerciera el poder de la República.

Desoímos la advertencia de Karl Popper de que nadie podía asegurar que el poder jamás recaería, habiendo tenido tantos, en las garras de algún malhechor. Para resguardarse de ese riesgo, aconsejaba que lo importante consistía en contemplar las instituciones capaces de impedir que los malos hiciesen el menor daño posible.

Por eso Chavez, al privatizarlo, pudo regalar el petróleo y arruinar la gran empresa como si fuera un patrimonio personal. Aquel desgraciado destino se inició el día en que se tomó el rumbo que tanto temieron y pretendieron resguardar Rómulo Betancour y Juan Pablo Pérez Alfonzo.  Pdvsa nunca debería exponerse  a ser víctima de la gestión de intereses comprometidos con el orden parcial de la política partidista.

Venezuela ya no es ni siquiera la fábula de una riqueza. Para redimirla del destino de la pobreza tenemos que emprender la conquista de la libertad individual y dignificar la propiedad y el manejo privado de nuestros ingentes recursos.

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