“Tengo un sueño”. Martin Luther King
Los años sesenta fue una década preñada de grandes y trascendentales acontecimientos. En 1963, en plena insurrección de los negros norteamericanos contra la discriminación racial, el pastor protestante Martin Luther King proclamó su sueño: el logro de la superación del apartheid y la conquista de la igualdad plena para todos los seres humanos, sin importar su raza, sexo o color. En noviembre fue asesinado el más amado presidente del Estados Unidos de la posguerra, John F. Kennedy. Y ya estaba enrumbada una de las fases finales de la que podría ser considerada como la más extraordinaria aventura en la historia de la humanidad, a cuyo logro había puesto todo su empeño el joven, talentoso, carismático y admirado líder demócrata asesinado en noviembre de ese año crucial: ganarles a los soviéticos la batalla por la conquista del espacio poniendo un hombre en la Luna.
Este 19 de julio de 2019 se cumplieron cincuenta años del éxito de esa inmensa, trascendental misión. El hombre no solo pudo ver “esa vasta y amenazante soledad parecida a una playa de arena gris envuelta en la oscuridad de las profundidades”, como sucediera con el viaje de ida y regreso aunque sin alunizaje del intento previo, sino desprendiéndose de la nave principal, la Apolo 11, y dejando desprenderse al módulo de alunizaje, permitiendo así que Neil Amstrong saliera por primera vez en la historia del hombre al cósmico paraje de inconmensurables soledades, para ser el primer hombre en dar ese paso único en la historia humana sobre la que, como bien dijese Laura Antillano: no es un pan de horno.
Tom Hanks, el gran actor, productor y director norteamericano ha montado una serie estremecedora de la suma de pequeños y grandes acontecimientos, logros y tragedias que llevaron a la mayor hazaña de la historia humana desde el 12 de octubre de 1492. Lo tituló De la Tierra a la Luna. Cuyas consecuencias tecnológicas, científicas y sobre todo políticas marcaron el rumbo de la historia mundial desde entonces. Estados Unidos se impuso sobre la Unión Soviética y terminó por derrotarla en su ambicioso proyecto de conquista y dominio del universo, iniciado el 18 de octubre de 1917 por Lenin y un puñado de bolcheviques. Preparando el camino hacia el próximo paso estelar al que ya se encaminan: “No porque sea fácil, sino porque es difícil”, como dijese Kennedy en su momento respecto de sus ambiciones lunares. Viajar y establecer una colonia en el más cercano de nuestros lejanos planetas: Marte. Para dar comienzo a la última aventura: la conquista del cosmos.
Muy posiblemente, ver ese portento que dará inicio a un nuevo ciclo de la historia humana en la conquista del universo, que demandaría, como lo dijese Tommy Hanks, un nuevo techo y un nuevo Miguel Ángel para una nueva Capilla Sixtina, quede fuera de mi alcance. Pero vi, en vivo y en directo, desde Londres, ese primer y único alunizaje vivido hasta hoy. Aún inmerso en la narrativa marxista de una década que vivió la Revolución cubana y la Guerra de Vietnam, tan cerca del Museo Británico en el que Marx pergeñara su extraordinaria construcción teórica, comprendí que por primera vez un invento de la superestructura ideológica del capitalismo, última fase del desarrollo de las fuerzas productivas en la historia del hombre, como la televisión, se ponía a la orden de sus extraordinarias y máximas potencialidades. Transmitir en vivo y en directo ese maravilloso salto al espacio cósmico, no la barbarie inmediata de guerras coloniales y las carnicerías desatadas entre tribus, pueblos, clases y grupos sociales por negar o alcanzar un mendrugo de pan o hacerse con las riquezas de las sociedades invadidas. Adormecer y pervertir la inteligencia humana con bodrios telenoveleros al servicio de la humillación, el sometimiento y la barbarie de masas ignorantes, dispuestas al sometimiento y la esclavización, espectáculos sabatinos de vulgaridad y adormecimiento del espíritu o aparatos informativos encargados de mentir masivamente, oscurecer o impedir la emancipación del espíritu.
Nada de eso: aquella noche londinense del 19 de julio de 1969 veíamos la huella dejada hacía algunos segundos en el polvo lunar por la primera pisada dejada por el hombre a 384.400 kilómetros de distancia. Y veíamos por primera vez en nuestras vidas el hermoso, el incomparable planeta azul en el que vivíamos, gozábamos y sufríamos 3.600 millones de seres humanos. Ni imaginábamos que 50 años después seríamos más del doble, casi 8.000 millones de habitantes. Que el promedio de vida, entonces de 58 años, se acercaría a los 80 –yo ya los alcancé–, que el producto interno bruto de los países más desarrollados ascendería a niveles sorprendentes, mientras el de los países más pobres se hundiría en los abismos. Como en el insólito y desalmado caso de la triste y atormentada Venezuela.
Pero, por sobre todo, nadie se imaginaría que la Venezuela que se hallaba en 1969 bajo el primer gobierno del socialcristiano Rafael Caldera y que pronto viviría con el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez y el alza del precio del petróleo una explosión de prosperidad nunca antes vista en país alguno en América Latina, capaz de expulsar los intentos invasores del castrocomunismo, derrotar la pobreza y garantizar la seguridad social de sus habitantes más pobres y desvalidos, se hundiría cuarenta años después en los infiernos de la tiranía, el hambre, la desnutrición y la muerte. Conviviendo con el horror y tolerando la humillación de nuestros semejantes tras un mendrugo de libertad formal.
De esa hazaña espacial cosechamos grandes avances tecnológicos que hoy se han convertido en el pan nuestro de cada día: la computarización, Internet, la digitalización de nuestras vidas. ¿De qué nos sirve cuando el poder continúa secuestrado en manos de los mismos chafarotes, analfabetas, corruptos y oportunistas de hace cien, de hace doscientos años? Y en el colmo de la automutilación pone bajo el encargo de liberarnos a quienes, administradores de la imagen y la palabra, pretenden prohibirnos pensar.
El mundo progresa y avanza mientras Venezuela se estanca en sus abismos. Triste recordación de un paso histórico.
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