Por OCTAVIO VINCES
A Mónica Du Bois
Natalia no habría sospechado que iba a terminar viviendo en la casa de su abuela, eso nunca había estado en sus planes. Reparó en ello el día de su llegada al ver en la sala de estar las dos maletas que, junto con el estuche del fagot, eran su único equipaje. La posibilidad de hacer planes y ver que se cumplen tiene que ser la excepción, lo normal es ser víctima de algo más poderoso o, en el mejor de los casos, el continuador de una tradición que no es cuestionable. De ahí que la modernidad sea episódica y frágil, Natalia piensa que la historia reciente de su país lo demuestra. Le resulta todavía extraña la ausencia de Abraham, el tiempo que compartieron fue demasiado breve. Otro plan no cumplido. Sigue echando en falta algunas cosas que no pudo traerse —la mayor parte de su ropa, casi todos sus libros—, aunque eso hoy pueda sonar superfluo cuando tiene vida, legalidad y trabajo, y está en un lugar que de algún modo también le pertenece.
Fue recibida con afecto por su abuela y su prima Rosa, que también habita la casa que es bastante cómoda, aunque esté sobrecargada de cosas viejas e innecesarias. Convive con ellas hace casi un año. Enseñar a niños no es lo ideal, pero tiene un trabajo en lo que conoce, vive repitiéndoselo. Como también que, la verdad, no tiene de qué quejarse. De cualquier manera no deja de sentir que echa de menos a Abraham. El cambio de ambiente la está ayudando, eso no puede negarlo, pero conciliar el sueño y despertarse sin escuchar su respiración, que imaginaba acompasada por la educación y el trabajo, le resulta aún insoportable. Además su ánimo alegre y en apariencia contradictorio con su rigurosidad de músico profesional, le hace más falta cuando más se adentra en la melancolía distintiva de la idiosincrasia local.
A principios de los ochenta sus padres eran jóvenes, tenían planes y decidieron irse para ponerlos en práctica. Que Natalia haya retornado al mismo punto de partida la hace sospechar que la historia de ellos y la suya son una sola marchando sobre un derrotero circular, semejante al que un profesor del conservatorio, estudioso de la filosofía de Giambattista Vico, proponía para entender por qué su país volvía siempre a la barbarie. Ese mismo país ofrecía a sus padres unas oportunidades que en el de ellos se veían remotas, y eso lo hacía un lugar propicio para desarrollar sus planes y también para educar a su única hija. Cuando Natalia tenía menos de siete años, su maestra advirtió que poseía notables aptitudes musicales y les sugirió que la inscribieran en el Sistema de Orquestas Infantiles. Y ellos, que tenían un desconocimiento casi total de la música clásica, y en la práctica solo consideraban música verdadera la que se podía cantar o bailar, optaron por prestarle atención y seguir su consejo. No dudaron de la posibilidad de que su hija tuviera un destino distinto e hiciera su propio camino.
Natalia no se convirtió en la intérprete virtuosa que su maestra de primer grado había vaticinado, pero sí fue una estudiante atenta y disciplinada que, con el paso del tiempo, comenzó a dictar clases en el conservatorio donde se había formado. Desde muy pequeño Abraham solía quedar seleccionado para las giras internacionales en las que participaban las orquestas del Sistema. Pese a haber sido compañeros por varios años, Natalia y Abraham nunca llegaron a ser amigos durante su infancia y adolescencia. Pero un día él, ya adulto y recién divorciado, se fijó en esa profesora de la que muchos hablaban con admiración y distancia. Tenía que suceder así, Natalia nunca habría tomado la iniciativa. Comenzaron a salir juntos, se hicieron necesarios uno para el otro y terminaron enamorándose. En algún momento ella iba a proponerle que buscaran irse del país, un músico con su talento podía ser interesante para cualquier orquesta del mundo.
Ahora Natalia sigue ejerciendo la docencia musical en un país que Abraham ni siquiera llegó a pisar, y en un proyecto inspirado en el Sistema de Orquestas Infantiles, aunque de tamaño más modesto y con menos recursos. Este miércoles en la noche acaba de llegar a casa y coincide con su prima Rosa, que también viene de su trabajo y anda risueña y feliz, al parecer tuvo un buen día. La prima Rosa le comenta que no tiene ganas de que cocinen y que quiere pedir un delivery para la cena. A Natalia le parece una buena idea y se ofrece a pagar la mitad, pero su prima se niega de manera rotunda, le dice que ella invita y que eso no es negociable. La mustia prima Rosa está inusualmente contenta, piensa Natalia y trata de recordar otra ocasión en que le haya invitado algo.
Transcurre una media hora y alguien toca el timbre. Natalia está haciendo tiempo en la mesa de la cocina mientras revisa su teléfono y responde algunos mensajes. Puede escuchar el crujir de las maderas de la escalera que provocan los esforzados pasos de su abuela. Entonces la prima Rosa abre la puerta de la cocina y, con gesto amable, indica el camino a la joven delgada y con un zarcillo en la nariz que viene trayendo el pedido. Dando muestra de una simpatía inusual, le dice además que su prima es paisana suya.
La mujer del zarcillo en la nariz acaba de dejar el pedido sobre la mesa y Natalia recién repara en ella con algo de detenimiento. Cuando reconoce su cara se queda petrificada. Hay caras que no pueden ser borradas de la memoria, como tampoco las circunstancias en que fueron vistas.
Sí había tenido que preocuparse por la hora. Supo también que había tomado la decisión equivocada, que siendo ya de noche lo más sensato habría sido ir por la ruta más larga. «¡Te me bajas del carro ya, becerra!», le ordenó una voz aguda pero al mismo tiempo pastosa. Apenas entonces se percató de que las siluetas que temblando le apuntaban con armas largas, no correspondían a unos adolescentes trabados por la droga sino a tres mujeres. Quiso sentirse un poco aliviada con eso y pensó en respirar, como en sus primeros tiempos en la orquesta juvenil, inhalando y exhalando profundamente por la boca y tratando de relajar el cuerpo. Pero no, ellas también podrían estar drogadas o incluso ser tan sanguinarias como cualquier otro malandro, los tiempos no estaban para estereotipos de género. Fue consciente de que su vida y sus planes —los que había construido y podía seguir construyendo con Abraham, por ejemplo— dependían ahora de aquellas tres mujeres inauditas. Había salido del conservatorio algo más tarde de lo habitual, aunque no tanto como para tener que preocuparse por la hora. Solía sucederle cuando le tocaba ser parte de un jurado, la defensa de aquel jueves fue especialmente larga pero también interesante, incluso amena. Una estudiante de violonchelo, acompañada por su tutor al piano, había interpretado el segundo movimiento de la Sinfonía concertante en mi menor de Serguéi Prokófiev, para luego hacer una exposición sobre la historia de esa obra maestra dedicada a Mstislav Rostrópovich y cuyo estreno había despertado la envidia del mismísimo Dmitri Shostakóvich, hasta el punto de incitarle a escribir el prodigioso Concierto para violonchelo n.º 1 en mi bemol mayor, que dedicó también a Rostrópovich. La estudiante fue muy bien calificada. Cuando Natalia ya había salido del conservatorio y tomaba la avenida de siempre, el sol intenso comenzaba a declinar. Pese a que en los últimos tiempos la escasez de autos era cada vez más notoria, no dejó de sorprenderle lo despejada que estaba la vía. Pasó al lado de un metrobús accidentado, los que seguramente habían sido sus pasajeros se apiñaban tras un camión que acababa de detenerse unos metros adelante. Creyó recordar que alguna vez había leído que Shostakóvich tuvo que insistir durante varios años para que el estado soviético lo autorizara a adquirir un automóvil Mercedes Benz y se aferró al volante de su camioneta Toyota Terios de un modo reactivo, como si buscara enfatizar su pequeño y exclusivo derecho sobre ella. Se dio cuenta de eso y sonrió diciéndose que la existencia de la propiedad privada es un alivio cuando los servicios públicos se encuentran colapsados. Pensó en Abraham y le envió una nota de voz:
—¡Jelou, mai darlin! ¿Cómo estás tú? ¿En qué andas?
Pisó el freno delante de un semáforo dañado para permitir el paso de unos peatones que marchaban presurosos y, a los gritos, suplicaban al chofer de un autobús que los esperara. Los dos más veloces lograron alcanzarlo y montarse cuando ya el autobús había reanudado su marcha. Los demás ni siquiera estuvieron cerca. Antes de dejar atrás el semáforo dañado, Natalia pudo ver que un par de mujeres rezagadas se reían con festiva resignación. La modernidad, como proyecto fallido, se desplomaba entre echadera de broma y risas. Su teléfono emitió un silbido breve y agudo.
—¡Epale, gorda! Estoy con ganas de comer algo y tomar un trago. ¿Nos vemos en el San Ignacio?
Ella respondió a la nota de voz de Abraham enviando el emoticón de la manito amarilla con el dedo pulgar en alto.
La abuela está terminando de bajar las escaleras, lo hace con bastante lentitud pero sin ayuda, es una anciana de carácter fuerte y negada a la idea de depender de nadie. Natalia acaba de salir de la cocina a la sala de estar, se ve claramente contrariada y puede escucharse su respiración entrecortada; además sus ojos están humedecidos. La joven con el zarcillo en la nariz se retiró de la casa luego de recibir el pago y la propina, y sin que la referencia a su gentilicio en común haya despertado ninguna señal de empatía en la mujer sentada en la mesa. Qué bicha tan becerra, habrá pensado. Desde la cocina la prima Rosa anuncia que la cena está servida. La abuela repara en la presencia de su otra nieta, pero al parecer no en su estado de ánimo, y le comenta que huele delicioso y que le encanta el chifa; como si esto último Natalia no lo supiera ya, sus padres también vivían añorándolo, todo el mundo en este país parece amar el chifa. La abuela se esfuerza en dar dos pasos al frente y estira el brazo izquierdo solicitando el apoyo de Natalia, que, sorprendida, le ofrece el brazo derecho y comienza a conducirla a la cocina. Contará cinco pulsos en cada paso que dan juntas, como cuando participaba de los ejercicios de respiración para músicos de vientos. Inhalar por la boca contando cinco pulsos, contener contando cinco pulsos, exhalar por la boca contando cinco pulsos. Luego cuatro, tres, dos, uno. Con todo lo que están tardándose en avanzar la presentación habría dado inicio. Deposita por fin a la abuela sobre la silla delante de la cabecera, que es su puesto habitual. La prima Rosa ha ordenado la mesa con rapidez y precisión, tres platos, tres vasos, cubiertos, individuales y servilletas de tela. Ha desechado los potes de plástico blancos y distribuido el pedido en dos bandejas y un bol; antepone el buen gusto a la practicidad, solo la botella familiar de Inca Kola aparece como un elemento disonante. Natalia permanece de pie, pero la prima Rosa acerca el bol con el arroz chaufa al puesto que le corresponde en la mesa. Natalia dice que no con el dedo índice, y luego que muchas gracias y que la disculpen, pero prefiere no cenar. La prima Rosa le pregunta si pasa algo malo y Natalia le responde que nada pasa, que simplemente se le quitó el hambre y le pide no preocuparse. Mientras tanto la abuela se ha servido una buena porción de tallarín saltado y ahora toma por asalto el bol con el arroz chaufa; cuando se trata de chifa es toda agilidad y destreza. La prima Rosa dice que a ella también se le ha quitado el hambre, pero que igual va a servirse y comer porque cómo desperdiciar la oportunidad de disfrutar de esa comida tan maravillosa y, sobre todo, de compartirla en familia, y que en realidad no entiende por qué ella no puede hacer lo mismo. Su pretendido sarcasmo se convierte en una reclamación nada soterrada. Natalia argumenta que ella nunca ha sido muy amante de la comida china, que le disculpen la franqueza. Silencio en la cocina. La abuela desvía la trayectoria de un wantán frito que dirigía a su boca y lo deposita en el plato. Las palabras de Natalia están tocando fibras sensibles, no reflexionó a tiempo sobre esa posibilidad pese a que estaba en condiciones de hacerlo. Ya un poco irritada la prima Rosa sostiene que la comida local es la mejor del mundo y que todos la admiran, menos Natalia al parecer. Afirma también que a ella no le gustan las arepas, pero igual se las come calladita y hasta agradecida cada vez que su prima las prepara. Natalia piensa que la comida china no puede ser parte de la comida local, sino de la china, y que este es un país de gran gastronomía y paladar estrecho, pero desestima la posibilidad de polemizar sobre un tema tan tonto. En cambio toma asiento y se sirve un vaso de Inca Kola. Como era de esperarse, no hay hielo en la mesa. Vuelve a ponerse de pie para buscarlo en la nevera.
—No me gusta la comida china, pero el chifa me encanta —dijo a Abraham, buscando disipar la incomodidad que flotaba en el ambiente.
—¿Qué coño es chifa? —preguntó él.
Natalia le iba a explicar que en el país de sus padres se llamaba chifa a la comida china, que en realidad ya no era del todo china pues había sido asimilada a la local; y que eso, entre otras cosas, había generado un mestizaje culinario muy interesante. Era evidente que Abraham no estaba en condiciones de prestarle atención, pero Natalia no paraba de hablar buscando sustraerlo del inesperado desastre. Habían planeado pasar un sábado relajado y todo iba bien hasta que, en la mesa vecina, un niño comenzó a vomitar.
—Para mí la cocina de allá es la mejor del mundo, y no porque se trate del país de mis papás. Lo que más me ha asombrado siempre es lo sabroso que la gente come en sus casas. Te lo puedo jurar, en cualquier casa se cocina divino.
Abraham tenía descompuesto el estómago y disimularlo le habría costado demasiado. No sabía disimular. A pesar de la rapidez con que los empleados limpiaron el amasijo de materia orgánica arrojado por el niño, el hedor penetrante y agrio no cesaba de expandirse; el restaurante funcionaba en un local herméticamente cerrado. Sin dejar de hablar, Natalia pudo hacer un gesto de desagrado, o tal vez de resignación, con el que quiso hacer ver que comprendía el disgusto de Abraham, pero que también era empática con la familia del niño; se les veía pasando un momento embarazoso; pobres, pero a quién se le ocurre darle comida china a un niño pequeño. Abraham posó la mirada sobre Natalia y la interrumpió:
—¿Pero a quién coño se le puede ocurrir meterle semejante grasero a un chamo tan chiquito?
Natalia se dijo que Abraham no sabía disimular y que eso podía hacerlo un inútil para la vida práctica, más aún en el momento y el país que les había tocado en suerte. Menos mal que tenía tanto talento para la música. Entendió además que él pensaba que, con mirarla fijamente a ella, los de la mesa vecina no se percatarían de que estaba criticándolos, porque además andarían concentrados en su percance. Y era precisamente todo lo contrario, cuando la gente se siente avergonzada se vuelve más sensible y se pone más a la defensiva. Una de las dos mujeres de la otra mesa dirigió su mirada hacia ellos. No se trataba de la madre, que sin duda era la otra, la más joven de las dos y que ahora le daba agua al niño de un tetero con la imagen del Rey León; sino tal vez de una abuela juvenil y atractiva, bastante distinta de la que a Natalia le había correspondido. Abraham ignoraba que estaban siendo observados y Natalia se sintió incómoda sabiendo que no tenía margen para llamar su atención o pedirle que cambiara de tema, aunque a esa altura daba lo mismo, el daño ya estaba hecho. Quiso respirar inhalando profundo por la boca, pero reparó en la hediondez del lugar y le dio mucho asco. La mujer dejó de mirarlos y se dirigió a uno de los empleados para preguntarle si no tenía un limpiador con olor o un ambientador. El empleado le respondió que no, lo único que tenían era cloro y gracias a Dios, hay días en que ni siquiera eso. Qué mierda de país, sentenció la abuela del niño.
Alguien había encendido el televisor de la cocina, Natalia no podría precisar si fue su abuela o su prima; cuando salió de nuevo a la sala de estar el control remoto reposaba sobre la mesa, equidistante de ambas mujeres. Antes había vuelto a tomar asiento y metido en el vaso los dos cubos de hielo que traía en la mano. Un hombre de traje oscuro y rodeado de varios reporteros afirmaba que estaba confrontando no solo al poder económico, sino también a la clase política. La prima Rosa saboreaba su cena embelesada ante el televisor, cualquiera habría concluido que estaba viendo su programa favorito. Natalia recuerda que hace unos años, en plena efervescencia de las protestas, ella misma se volvió adicta a los noticieros, al igual que muchos de sus conocidos. Los medios de comunicación resultan idóneos para canalizar expectativas y también frustraciones que, a su vez, terminan generando otras expectativas. En la sala de estar ella puede seguir escuchando el noticiero de la noche con algo de distorsión, aunque sin dejar de entender lo que dicen los presentadores; en cualquier momento podrían informar sobre algún delito cometido por uno o más compatriotas suyos. Un simple zarcillo desató sus más terribles miedos, se percata de que en realidad no podría asegurar que la mujer del delivery y la del secuestro sean la misma persona. Ese descubrimiento le causa malestar, tal vez fue injustamente descortés con una persona cuya vida, al igual que la de la mayoría de refugiados, ha de ser bastante áspera. Una vez más se concentra en su respiración, inhala y exhala profundamente por la boca e intenta relajar el cuerpo. Quiere desbloquear su teléfono con la huella del dedo pulgar, pero no va a lograrlo. Tendrá que introducir la clave de seis dígitos, su mano todavía está húmeda debido a los hielos y el vaso de Inca Kola.
«La clave», masculló la mujer del zarcillo en la nariz con su voz aguda y pastosa; solo entonces Natalia reparó en que había guardado su teléfono dentro del bolso, se cuidaba siempre de no dejarlo a la vista cuando iba manejando. «¡La clave del celular o te quiebro, carajo!», profirió segundos más tarde la mujer del zarcillo, esta vez con mayor rudeza e indudable encono. En algún momento Abraham comenzaría a enviar mensajes, luego probaría llamarla al teléfono. Natalia quiso imaginar su reacción cuando se enterara de lo que estaba pasando, sintió que eso le regalaba alguna esperanza, aunque la posibilidad de que se lo contara en persona fuera del todo incierta. Agazapada en la parte posterior de su camioneta y con el cañón de un revólver pegado a la sien, todas las variables de su existencia dependían de esas tres malandras. No es extraño que uno haga planes y adquiera expectativas sin fundamentos sólidos. La fragilidad es connatural a la existencia, el entusiasmo moderno, una vana ilusión; Natalia sabía que su país estaba lleno de ejemplos que lo comprobaban y se arrepintió de nuevo por no haber escogido el camino más largo. En los últimos meses había cifrado sus esperanzas en una convocatoria internacional para cubrir una plaza de fagotista, pero Abraham decidió rechazar la propuesta formal de la Orquesta Filarmónica de Calgary, primero alegando su incapacidad para lidiar con el frío, y luego que le debía todo a su país y no quería salir de él huyendo.
—¡No estamos huyendo, marico! Tan solo se trata de tener una mejor calidad de vida, de estar tranquilos, de poder tener planes. ¿Es tan difícil entender eso, coño? —había tratado de argumentarle, manifiestamente frustrada al no poder entender la decisión de su marido.
Abraham no sabía disimular, sus palabras y su conducta estaban siempre en línea con lo que sucedía en su interior. Tampoco iba a cambiar una decisión que consideraba definitiva por más que su esposa se empecinara en ello, no era un hombre que diera ese tipo de concesiones. Ahora Natalia echa en falta esos rasgos de la personalidad de su marido, siente que a veces la sutileza termina traduciéndose en hipocresía y medias verdades, y que eso a la larga resulta muy oneroso para las relaciones interpersonales. Se repite que en verdad no le gusta el chifa. Imagina a la prima Rosa comiéndose en silencio —como regañada— una arepa que no le gusta y se ríe para sus adentros.
—Okey, está bien. Pero quiero que sepas que, contigo o sin ti, yo sí me iré de aquí —terminó soltándole a Abraham, a manera de amenaza. Estaba realmente crispada. También le hizo saber que no quería verlo ni hablarle.
Había decidido no seguir enfadada, lo mejor era dejar de lado el rencor y apostar por seguir construyendo algo juntos. Tal vez el correo con información sobre plazas para profesores de música fuera una oportunidad para ellos. El país de sus padres era un destino no tan frío ni alejado, y además podrían contar con el apoyo de sus familiares. Quería conversarlo con Abraham, pero ahora eso también estaba en serio riesgo, como cualquier otro plan en su vida. Las malandras disfrutaban sin pudor alguno de una impunidad que se veía absoluta, la camioneta marchaba a toda velocidad sobre una autopista desierta. Natalia, aterrada, seguía sintiendo el roce del cañón en su sien.
Una niña de doce años, que toca el fagot con excepcional talento, ha despertado la simpatía de Natalia. Viene de una familia muy pobre, como casi todos sus demás estudiantes, y su superación económica y personal podría depender de una carrera musical futura. De eso también debería tratarse. Natalia sospecha que el principal nexo de este país con la modernidad ha sido la preservación de un modelo económico relativamente exitoso. Piensa que, en todo caso, se trata de una modernidad bastante más esforzada que la que vivió el suyo. El sistema para el que ahora trabaja no recibe ayuda alguna del estado, depende únicamente de la buena voluntad de algunas personas privilegiadas. Mañana le toca dictar una clase del curso de armonía y otra de fagot, así que estará con la niña prodigio casi toda la tarde. Eso la hace sentirse contenta.
Durante la última manifestación a la que acudieron juntos, Natalia y Abraham se toparon con la abuela del niño que había vomitado en el restaurante chino. La mujer se dirigió a ellos con una gran sonrisa y moviendo los brazos como aspas. Se diría que eran amigos de toda la vida. Abraham ya había comenzado a vincularse con un grupo de músicos activistas. «No soy político y, por encima de ser artista, soy un ciudadano que exige democracia», fueron sus primeras y últimas declaraciones reproducidas en varios medios de prensa, junto con su imagen empuñando el fagot como si fuera un fusil. Su muerte es hoy una noticia caduca.
En la sala de estar de la casa de su abuela, Natalia prepara sus clases de mañana. Antes de acostarse intentará de nuevo hallar sosiego practicando algunos ejercicios de respiración para músicos de vientos.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional