Las “ultras” cobran cada vez más fuerza en el corazón mismo de las democracias occidentales. En algunos países, las de derecha. En otros, las de izquierda. Y en casos extremos, como en Italia, las dos a la vez.
Los moderados, es decir, los proyectos políticos que aceptan y respetan el juego democrático; los que no se empeñan en reelegirse eternamente; los que no prometen la solución rápida de todos los problemas a la vez, ni se declaran enemigos abiertos, exterminadores, de alguien –los inmigrantes, los ricos, los derechistas, o los izquierdistas– se van haciendo cada vez menos atractivos.
En aquellos países en los que la credibilidad de la dirigencia política tradicional hace agua, la gente clama por outsiders. Como Venezuela en 1998, cuando se deshojaba la margarita presidencial entre una ex Miss Universo y un ex golpista. Ambos con el mérito de no haber militado en ninguno de los partidos conocidos.
En los últimos meses le ha tocado el ascenso a la ultraderecha. Apenas salíamos de la euforia Bolsonaro, un chavista de la línea franquista, cuando la ultraderecha española, tiempo atrás borrada del mapa, hace su retorno triunfal en las elecciones autonómicas de Andalucía.
En España se comprueba la tesis de que, igual como ocurre con las corrientes eléctricas, lo extremos se atraen. Los gobiernos de Aznar y Rajoy, con su exacerbado centralismo, se convirtieron en una máquina de fabricar independentistas catalanes. Y ahora, la entrada del francochavismo de Podemos en el gobierno melting pot de Pedro Sánchez, se ha convertido en el gran combustible que alimenta el crecimiento de Vox, el movimiento de ultraderecha que rehace la fisonomía electoral española.
La política también tiene su equilibrio ecológico. Si una especie de depredadores se multiplica, otra –que hibernaba– sale a contener su crecimiento.
El territorio donde mejor se entiende que las ultras, no importa su ideología, están hechas de la misma materia, y apuntan a los mismos fines, es Nicaragua. Luego de tres derrotas electorales, Ortega, un líder político pragmático y sin formación intelectual sólida, se negó a dialogar con su competidor interno en el sandinismo, pero lo hizo en cambio con un peso pesado de la ultraderecha. El ex presidente Manuel Alemán. 200 kilos de corrupción pura. Vino el arreglo. Alemán puso el Congreso, Ortega el Tribunal Supremo. Alemán no iba a la cárcel. Ortega recibía el camino libre a la Presidencia sin segunda vuelta.
A partir de entonces, los muy ricos, la jerarquía eclesiástica, la señora Murillo y los sandinistas se apropiaron del país como la mafia se hizo de Chicago en los treinta o los militares chavistas del negocio del narcotráfico en Venezuela. Solo los inocentes izquierdistas de a pie aquí en Colombia, donde escribo, siguieron creyendo que los de Nicaragua y Venezuela eran gobiernos revolucionarios.
La democracia es, al menos en teoría, un sistema que al tener varios poderes que se regulan mutuamente impide que uno solo, el Ejecutivo, lo decida todo. Como le gusta decir a Felipe González, la democracia no garantiza que un gobierno electo sea bueno, pero sí que podemos cambiarlo.
Que existan izquierdas y derechas robustas y serias, conservadoras y progresistas, defensoras del capital y de la fuerza de trabajo, industrializadoras obsedidas por la máxima ganancia y ecologistas capaces de pensar en el planeta entero, aporta el equilibrio fundamental para que exista la democracia.
Todo hace pensar que, por un buen rato, el nuevo entusiasmo de masas se seguirá moviendo sobre las alas extremas de las ultras. La de izquierda, que tuvo su momento clímax con Hugo Chávez, pasa ahora a jugar banco. La de derecha, que encuentra en Bolsonaro, no por casualidad otro militar de formación, su figura más simbólica, entra a liderar el terreno.
Las esperanzas que se encendieron con la caída del muro de Berlín, la desaparición de las dictaduras militares en América Latina, la idea de que el siglo XXI nos encontraría en democracia y libertad, se han esfumado. Un mundo en el que reinan gobernantes populistas y retrógrados como Trump y Putin, donde tiranos de segunda clase, pero criminales igual, como Ortega y Maduro, reciben el apoyo de regímenes tan sangrientos como el de Erdoğan, la teocracia iraní y el capitalismo salvaje chino, no es un mundo apetecible. Pero por ahora es el que nos toca vivir.
Si ven a un moderado en el camino que quiere cambiar a fondo y en serio las cosas de su país, avisen. Es el revolucionario de este tiempo.
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