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Vacunoterapia satelital

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Trabajó conmigo en una agencia publicitaria un «redactor creativo» de origen español, un tanto «corto de genio», diría yo, substrayendo una expresión de Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós), empeñado en llamar a las cosas por su nombre.  ¡Al pan, pan, y al vino, vino!, espetaba airado y desafiante cuando un cantamañas sin oficio ni beneficio, devenido en ejecutivo de cuentas y haciendo gala de su spanglish, tachaba de square alguno de sus textos. Fiel a esa filosofía, el gallego —era vigués como el bar de Chacao de su preferencia, estafeta ineludible en su regreso a casa al concluir la jornada laboral— nominó can a su perro y pájaro a un canario enjaulado en el estar de su apartamento; para colmo, bautizó Muchacho a su hijo varón y Muchacha, a la hembra. ¿Si tuvieses otro hijo o hija cómo lo o la llamarías?, le pregunté en una ocasión y me contestó sin vacilar: Niño o Niña. La anécdota viene a cuento a propósito de la vacuna rusa Sputnik V, nostálgica evocación del primer satélite artificial del planeta Tierra, astutamente aprovechado por la propaganda soviética en plena guerra fría. Curiosamente, sputnik significa satélite; bautizar con ese apelativo a la primera vacuna anticovid-19 del mercado es una artimaña publicitaria, un guiño subliminal a cuando Rusia era, gracias al estalinismo y el burocratismo comunista, el centro de una poderosa confederación plurinacional y bicontinental (URSS) en permanente confrontación ideológica y tú a tú nuclear con Estados Unidos. La vacuna satelital, de la cual nada sabemos, más allá de las dubitativas hipótesis y conjeturas de las agencias noticiosas, ha sido recibida con entusiasmo por la desaprensiva satrapía bolivariana y, prueba de ello, es su intención de hacerla orbitar alrededor de medio millar de espontáneas cobayas, yo te aviso chirulí, graciosamente compelidas a saltar al ruedo del ensayo y del error.

A cambio de los favores recibidos, Nicolás Maduro le ofreció a la farmacopea rusa la oportunidad de ensayar su panacea en 500 voluntarios, nefelibatas reclutados a juro —o seducidos con la promesa de una vida mejor en el más allá, porque nadie en su sano juicio puede prestarse a tamaña insensatez—. Tanta obsecuencia concita la pregunta de los 64.000 rublos —iba a poner lochas, pero ¿quién recuerda esa extravagante moneda de 12 ½ céntimos de bolívar?—: ¿por qué no dan un paso al frente para integrarse al voluntariado el propio zarcillo y sus sopotocientos ministros y viceministros? O, y así salimos de ella, la diputación de la espuria asamblea constituyente. No, Venezuela, dirán, nos necesita en tan cruciales momentos, previos a las fraudulentas elecciones parlamentarias: somos imprescindibles, manifestarán —los campos santos están repletos de imprescindibles—; empero, el país sí puede, en aras del bien común,  prescindir de un puñado de «patriotas» — ¿milicianos?, ¿malhechores de los colectivos y las BDPHCh?—, a fin de fungir de conejillos de Indias al fisgoneo científico del oso eslavo. Si sobreviven a la temeraria experiencia, se les podría recompensar con unas vacaciones invernales en Siberia. Y si no, se les rendirán los póstumos honores correspondientes a los caídos en combate.

No faltará quien nos tilde de exagerados por recelar de los buenos oficios rusos, pero ha sido mucho el veneno suministrado a los adversarios de la actual administración —mientras esto escribo, convalece en un hospital germano el líder opositor Alexei Navalny, crítico de Vladimir Vladimirovich Putin, el ex agente de la KGB entronizado en el Kremlin con ambiciones de mandato vitalicio, como los zares—. Acaso también nos censuren el atribuirle al régimen escarlata una inocultable vocación de exterminio. Y no hablamos del provocado a través del hambre, la desnutrición o la mala gestión de la pandemia. Nos referimos a las masacres de pueblos indígenas relacionadas con la explotación ilegal del Arco Minero del Orinoco, a manos de bolimilitares  en complicidad  con Hezbolá, elenos, faracos y otros grupos terroristas y delictivos, bajo la gorda narcomirada y las empolvadas narices del combo dictatorial. Si a esta mortandad sumamos las entre 6.000 y 7.000 ejecuciones extrajudiciales perpetradas por la Fuerza de Acciones Especiales, FAES, podemos hablar con propiedad de genocidio a escala nacional. En análoga proporción, se evidencian irreparables daños al entorno natural, asociados tanto al expolio minero como a los desastres petroleros. De 10.000 a 40.000 barriles de crudo —el doble o más del vertido en la Isla Mauricio— se derramaron en las costas de los estados Carabobo y Falcón. De acuerdo con expertos conservacionistas, la catástrofe ambiental registrada en el Parque Nacional Morrocoy podría ser irreversible y, además de afectar a la flora y la fauna locales, tendría serias repercusiones a nivel planetario. Ecocida, el gobiernito de facto, ¿no?

El ecocidio y el genocidio constituyen dos aspectos, lo más grave, sin duda, de la usurpación; empero, hay en su conducta una manía potencialmente más peligrosa y de consecuencias impredecibles: la conspiranoia. Esta semana se encaramó en el espectral barco de las conjuras el jefe del comando estratégico operacional de la fuerza armada nacional bolivariana — mayúsculas ni de vaina—, almirante Remigio Ceballos y disparó, a la «hermana república», una advertencia de ribetes belicistas: «Colombia es una amenaza para Venezuela». Navegando en las aguas del pajarito azul, agregó: «Los órganos internacionales de inteligencia aliados a Venezuela nos informan que Colombia prepara una agresión». Los soplones internacionales, sospecho, han de ser las agencias de espionaje del quinteto de la muerte: Rusia, China, Irán, Turquía y Cuba.  Por su parte, Nicolás en persona personalmente, cual diría Agatino Catarella, el oficial de policía y telefonista de la teleserie italiana Il commissario Montalbano, basada en las novelas de Andrea Camilleri, se presentó y dijo: ¡Me quieren matar! Una vez más, como en Vete de mí, la canción más versionada de los hermanos Virgilio y Homero Expósito, el reyecito ve fantasmas en la noche de trasluz y repite al borde de un ataque de nervios ¡me quieren matar! En Bogotá, fabuló, se planifica un magnicidio —tiranicidio, en todo caso—, ¡otro más!, y uno piensa en Cicerón y la oración inicial de la primera catilinaria: ¿Quousque tandem abutere, Catilina, patienta nostra?

El 23 de enero de 2013, cuando ya se barruntaba el descenso a los infiernos del inmarcesible comandante for ever, Nico denunció el primero de los imaginarios atentados en su contra, señalando a «grupos infiltrados», sin especificar de dónde venían y adónde iban —¿paranoia? ¿manía persecutoria? ¡No!, se trataba entonces y se sigue tratando ahora de una maniobra de distracción de inspiración castrista, refinada durante el chavetazo y puteado en el madurazgo—. Menos de dos semanas después, el 6 de febrero, deshizo una ilusoria trama urdida por la derecha salvadoreña con intenciones de echárselo al pico; el 6 de abril, implicó a Henrique Capriles en intentona similar, y la gente, hasta la coronilla de falsos positivos, ollas y montajes, se preguntaba, como Cicerón, ¿hasta cuándo Nicolás, abusas de nuestra paciencia? Haciendo caso omiso de la incredulidad general, se atrevió, el 3 de mayo, a desvelar un fantasioso y grotesco plan de Roger Noriega y Álvaro Uribe dirigido a inocularle veneno y matarle lenta y suavemente, killing me softly with his song, como habían hecho, afirmó, con su predecesor. De allí en adelante se han venido multiplicando los frustrados (y descubiertos a tiempo) intentos de enviarlo a la vera del charlatán barinés.

Hemos perdido la cuenta de las conspiraciones homicidas orientadas a aventarlo al otro mundo. De haber sorteado tantos y tan demenciales afanes tiranicidas, el metrobusero tendría tantas vidas como un gato (o más), animal duro de matar, si, tal recomienda Kafka, no «se le aprieta el cuello en una puerta abierta y se le hala cola», un procedimiento tan falible en los humanos —carecen de rabo y cuando lo tienen es de paja— como la errática puntería de quienes han fracasado en todas sus tentativas de liquidarle. Con razón, el editorial de El Nacional, publicado el lunes 24 de agosto, fue titulado “Nicolás el fastidioso”, un texto sin desperdicios atinente al hartazgo de la población ante la pertinaz reiteración del mono temático. De haberlo escrito yo, habría utilizado acaso un encabezado más ordinario o amarillista. Algo así como “Una ladilla llamada Nicolás”. Este pareciera haber mutado en Pthirus pubis, el diminuto insecto anopluro, parásito de las regiones vellosas del cuerpo, vulgarmente llamado ladilla y, además, los diccionarios al uso —Real Academia Española y María Moliner— incluyen en sus repertorios a esa especie de piojo con acepción equivalente, en Perú y Venezuela, a «persona o cosa pesada o fastidiosa, Y pesado y fastidioso debo haberme puesto yo a estas alturas de la descarga. El culebrón aburre, como las Aventuras y desventuras de Nico Ladilla, nombre acariciado para las divagaciones de hoy domingo 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de las Desapariciones Forzadas y de Santa Rosa de Lima, y desechado por extenso. Pero no hay otra cosa que comentar mientras esperamos a ver cómo se desarrolla la vacunoterapia satelital con base en la lunática fórmula rusa. Pidamos a los creyentes rogar por la salud de los 500 voluntarios.

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