Por LUZ MARINA RIVAS
Te desperté
para liberarte de la frugalidad
de nuestras vidas migrantes,
sin nevera llena de frutas y golosinas,
sin televisor ni radio con qué pasar el rato,
sin los libros que perdimos y vendimos,
sin tus juguetes que no cabían en las maletas de lo
necesario.
Vaitière Alejandra Rojas, Algo habla con mi voz
Una joven madre ha emigrado a Bogotá, una ciudad lejana y fría, con su pequeña de dos años y su esposo, huyendo de un país en el que los amenazaba el hambre de su niña, luego de vender todas sus pertenencias para poder sobrevivir. El drama humano de los migrantes adquiere una dimensión distinta en el relato en primera persona de la protagonista, pues aunque comparte la tragedia de otros migrantes, algo en ella es particular: es poeta y es lectora. Además, está enferma de soledad, una soledad oscura, que parece precipitarla hacia una enfermedad mental. Esta novela, la primera de la venezolana Vaitière Alejandra Rojas Manrique (Caracas, 1988), fue la ganadora del Concurso de Novela de la Universidad Central de Bogotá en su edición de 2019, cuyos jurados fueron los escritores Alejandra Jaramillo Morales, Pedro Badrán y Philip Potdevin. Vaitière es comunicadora social formada en la ULA. Su familia es de San Cristóbal, donde creció, de manera que se siente andina. Vive en Bogotá. Hasta donde tengo noticias, este texto es la primera novela sobre la última gran oleada de la migración venezolana a Colombia, desde el año 2015, que ha producido numerosas crónicas, por tratarse de un fenómeno en el que priva la urgencia propia del periodismo.
De acuerdo con las más recientes, más de un millón ochocientos mil venezolanos han llegado a Colombia, un país que no había tenido la experiencia de recibir grandes contingentes migratorios. Esto ha traído como consecuencia un impacto social muy grande en Colombia. La mayor parte de estos migrantes ha salido de Venezuela en una suerte de huida, por tierra, en autobuses o a pie. Colombia, como receptora, no estaba preparada. Han emigrado personas de todas las clases sociales, pero en los últimos años, especialmente, de la clase media depauperada y de las clases más vulnerables. Muchos venezolanos se encuentran en trabajos informales y en la indigencia; muchos se encuentran viviendo en ranchos en barrios muy pobres en las ciudades más grandes, sin recursos para rehacer sus vidas. Por todo ello, a pesar de la solidaridad inicial, comienzan a presentarse brotes de xenofobia, sufridos por todos aquellos delatados por su acento.
Es en este contexto que surge esta conmovedora novela, cuya protagonista ha debido permanecer como ama de casa hasta regularizar su situación migratoria, al lado de su esposo, experto informático, con un trabajo formal, cuya visa costosa ha mermado en gran medida el presupuesto familiar. Conmueve el tamaño de sus sueños de un lujo: una taza de chocolate en una cafetería.
La protagonista sin nombre, confinada en su hogar por la escasez y por la necesidad del cuidado de su hija, le escribe a un amigo llamado Franz, a quien decide llamar simplemente F. Hacia el final de la novela descubriremos que se trata de un escritor ya fallecido, cuyo gran personaje novelesco hemos conocido como K. Y es que la joven solo se siente comprendida por los personajes de la ficción: “Ellos son más reales que mis propios padres. Todos los de carne y hueso terminan por irse, por dormirse; entre las palabras nadie huye, hay compañía, hay complicidad. Ni las pastillas ni las terapias me ayudan a ser de este mundo. Arrastro dos exilios” (88). En efecto, ya en Venezuela, nuestro personaje sentía que vivía un exilio, pues sentía que nunca había encajado socialmente, desde su nacimiento, cuando las enfermeras le dijeron a su madre que “la bebé rechaza el ambiente” (15). La incomunicación con los suyos, que en algún momento traduce como autismo, junto con la situación de escasez y violencia del país, la hacen sentirse diferente de los demás: “Yo siempre me he sentido extraña, rara, y fui una extranjera en mi propio país desde que tuve uso de razón, pero la influencia de la costumbre y de los territorios que damos por nuestros me hacían tolerable la existencia, pese a esa sensación de no pertenecer a nada” (33). De hecho, el país parece expulsarla una y otra vez, como cuando la abuela debe acoger en su terruño a la madre sin trabajo y a sus hijos para que no pasen hambre, como cuando siente como una bofetada pasar de estudiante de cuadro de honor a desempleada luego de culminar sus estudios universitarios, como cuando su esposo se quiebra al vender sus últimos instrumentos musicales para poder alimentar a la familia. Sorprende al lector que no parece haber nostalgia por nada del país de origen, hasta que descubre que simplemente hay miedo. Las noticias de Venezuela, transmitidas por el marido de la narradora, son desoladoras: colapso de los servicios públicos, falta de medicinas y de alimentos, saqueos y vandalismo, violencia contra quienes protestan. La narradora prefiere no saber nada de su abuela o su hermano, por miedo, miedo a que estén pasando por situaciones difíciles y ella no esté en condiciones de ayudarlos, porque apenas puede sobrevivir.
El segundo exilio es, por supuesto, el de la migrante, que no logra del todo integrarse cuando descubre la xenofobia, al punto que decide hablar lo menos posible para que no se le reconozca el acento, simulando que padece de una disfonía. Sin embargo, el haber migrado le permite el acceso a servicios médicos, el haber migrado le ha hecho conocer a su hija frutas y golosinas que nunca hubiera podido proporcionarle en Venezuela. Una y otra vez evita el contacto con los otros para que no se la etiquete como venezolana.
A lo largo de la novela, su mensaje desesperado es que ella es algo más que una nacionalidad, que una migrante, y lo va mostrando al abrirle su alma a su amigo F., al mostrar aquello que la hace singular y única, un individuo, con una historia personal, propia, que padece sus propios demonios internos, que se enternece con su hija, la única persona que es capaz de sacarla de sus depresiones y su abulia, y, sobre todo, una mujer que lee y que escribe.
Sus compañeros, a lo largo del relato, serán poetas como José Watanabe, Vicente Huidobro o Alejandra Pizarnik. La poesía le produce alivio. No solo la lee, sino que a lo largo del texto se intercalan poemas de la narradora que van expresando cómo siente el día a día, amenazado por una soledad creciente, por la incomunicación con el esposo y con el medio, porque pierde sus lentes y no tiene cómo adquirir otros, por los nuevos territorios de una ciudad desconocida en la que es fácil perderse y por la sospecha de una enfermedad mental que la hace ir de un psiquiatra a otro y de un examen a otro, en búsqueda de un diagnóstico.
Sin embargo, el abismo de la soledad no la devora del todo. La literatura es una tabla de salvación. Cuando la narradora adquiere el PEP o permiso especial de permanencia, puede adquirir un carnet de la Biblioteca El Tintal, lo cual le produce una inmensa alegría: poder llevar a su casa los libros que quiera. Eventualmente, las carencias van cediendo. Puede adquirir sus nuevos lentes, el pago de la deuda de la visa permite una despensa más satisfactoria, comienza a trabajar dando clases de francés. Van mejorando las condiciones de vida, pero quedan las interrogantes acerca de los que quedaron atrás y la incertidumbre sobre el futuro, sobre el posible diagnóstico de la enfermedad. Al final, pareciera ser que la vida del migrante es una vida en tiempo presente. Debe dejar atrás el pasado, que paraliza y duele, y debe vivir cada día con sus afanes y sin raíces, pues el futuro es incierto.
La novela está escrita en una prosa fina y, a pesar del drama expuesto, a lo largo de la misma se compensa este con situaciones de humor. La narradora maneja una ironía que le permite distanciarse del dolor y reírse del mismo. La elección del género epistolar nos permite asomarnos a su intimidad. Permite escoger de ese inmenso universo de venezolanos en Colombia una vida, una historia con sus complejidades y con su singularidad, más allá de los estereotipos.
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