Una mirada superficial a los cada vez más terribles hechos con que la violencia se expresa en Venezuela nos conduce a pensar que ella se ha intensificado y extendido en los últimos años. Nos repetimos a diario: sin duda, el estado de cosas ha empeorado a lo largo de los últimos años.
Esto es cierto, pero describe solo una parte de las tendencias en curso. Lo otro, lo que nos falta por comprender en su dramática dimensión, es que la violencia ha cambiado. Esos cambios son, a la vez, alarmantes y sustantivos. De ello se habla en un importantísimo libro recientemente publicado: Los nuevos rostros de la violencia. Empobrecimiento y letalidad policial, de Roberto Briceño-León, Alberto Camardiel y Gloria Perdomo. El mismo reúne quince ensayos escritos por investigadores de ocho universidades, lo que enriquece la perspectiva de forma considerable. Se describe, con el rigor propio de las ciencias sociales, por ejemplo, “la presencia de niños y adolescentes en las bandas armadas”, o la desproporción con que se reprimen las protestas de los ciudadanos, pero también se ofrece una perspectiva de lo que viene ocurriendo en algunas regiones específicas: Mérida, Bolívar, Lara, Sucre y Táchira, y en las dos más grandes ciudades del país, Caracas y Maracaibo.
Aunque el nuestro, como en el resto de América Latina, ha sido históricamente un país de violencias, no había padecido ciertos horrores: feroces matanzas entre grupos de narcotraficantes; ni tampoco habían aparecido grupos policiales que, en asociación con el gobierno, se especializaran en exterminar a miembros de los grupos delincuentes; ni se organizaban asesinatos masivos de indígenas y campesinos para despejar un territorio y apropiarse de sus riquezas; ni eran tan frecuentes ni numerosas las escenas donde niños, adultos y ancianos se disputan los desechos de alimentos en los contenedores de basura.
Hoy vuelvo a insistir en un asunto al que me he referido en otras ocasiones en estos artículos: desde que en 2016 fue creada la Fuerza de Acciones Especiales -FAES-, se encendieron las alarmas de los grupos defensores de los Derechos Humanos y de las entidades correspondientes en organismos multilaterales. El informe “Letalidad e impunidad: balance de las actuaciones ilegales ejecutadas por la FAES en el primer trimestre del año 2020”, presentado por el comisionado presidencial de los Derechos Humanos y Atención a las Víctimas, Humberto Prado, muestra que 158 personas fueron asesinadas entre enero y marzo de este año.
Durante 2017, 2018 y 2019, de acuerdo con distintas fuentes y estimaciones, venezolanas e internacionales, las ejecuciones extrajudiciales alcanzaron cifras entre 6.000 y 7.000 por año. Hay que añadir -y esto es realmente una novedad- que cada vez son más reiterados los testimonios y evidencias que nos señalan que conocidos delincuentes participan en las operaciones de eliminación, en calidad de “invitados”, lo que potencia la letalidad y atrocidad con que se asesina, bajo el pretexto de que las víctimas habrían ofrecido resistencia.
Pero el régimen no solo mata haciendo uso de los escuadrones de la muerte (porque eso es la FAES: escuadrones de la muerte): también lo hace en las calles, acabando con las vidas de ciudadanos que ejercen su derecho a la protesta. Que la muerte ha adquirido las proporciones de una política de Estado, concienzudamente planificada y ejecutada, lo demuestra lo siniestro de las actuaciones: se utilizan, no recursos ni tácticas disuasorias, sino que se dispara a matar. Entre 2014 y 2019, alrededor de 400 ciudadanos indefensos, un alto porcentaje de ellos jóvenes entre los 18 y 30 años de edad, han sido asesinados por funcionarios militares y por miembros de los colectivos.
Que se detenga y se torture y se mate y se persiga a personas por disentir del régimen; que el poder establezca alianzas con bandas armadas -colectivos- para reprimir, ejercer el control social o para instalar en guaridas debidamente protegidas a narcoterroristas buscados en el resto del planeta; que se impida el derecho a la defensa, al debido proceso y el acceso a servicios médicos y tratamientos para los presos políticos; que se cometan allanamientos a viviendas sin cumplir ningún procedimiento legal, y se aprovechen los mismos para robar todo lo que encuentran a su paso, golpear a personas enfermas e indefensas, y hasta para destruir bienes de carácter doméstico; que se llegue al extremo de detener a ciudadanos que transitan por las calles, rumbo a sus hogares o a sus trabajos o a sus centros de estudios, y que se les someta a prisión y se los extorsione, sin que ello tenga ninguna consecuencia; que a los funcionarios militares se les haya concedido el control de la distribución de combustibles, y que ello haya derivado, por una parte, en una red nacional de corrupción, de venta ilegal de bidones y de turnos en las estaciones de gasolina; y, por otra parte, en la represión de los ciudadanos que protestan porque se les niega el derecho a un bien de primera necesidad, represión que ha llegado al extremo del asesinato, todo esto nos dice: lo nuevo de la violencia en Venezuela, lo real y significativamente nuevo, es un poder convertido en un enorme, tentacular y siniestro régimen delincuencial y asesino.
Lo nuevo -es mi conclusión, no de los autores del libro que menciono al comienzo del artículo- es el gigantismo, la universalidad, lo transversal, lo ilimitado de la corrupción y el uso de la muerte como herramienta de sometimiento. No hay exageración: no ámbito del poder en Venezuela que ejerza formas de violencia: saquea y mata; persigue y roba; extorsiona y miente; viola la ley y desconoce la voluntad popular; destruye las instituciones y corrompe; y, como si todo esto fuese poca cosa, aspira a que los venezolanos participemos en una farsa electoral, donde cada punto del proceso es obra de los más perversos delincuentes.
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