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La agridulce creación en familia

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Dulce Ferreira nació a mediados de los ochenta en el seno de una comunidad de inmigrantes portugueses de clase media. Desde entonces, su padre grabó las vivencias caseras de la familia con una cámara portátil de video de la época.

Pudo registrar momentos de felicidad efímera y espontánea, instantes de celebración, cumpleaños, cañonazos, viajes, intimidades, jornadas de trabajo en una tienda de venta de motos, confesiones, decepciones y conflictos.

Sin saberlo, el señor dejó un legado para la posteridad, hoy editado en la forma del documental El Paraíso, una de las películas seleccionadas por el Festival Caracas Doc, cuya programación divide las aguas por salir con dos años de retraso a consecuencia de los típicos problemas del sector, como la falta de sede propia y los conatos con la censura.

Recientemente le discutí a la organización, por redes sociales, su decisión burocrática de lanzar la misma grilla de 2018, a través de una incipiente plataforma de streaming, eludiendo el compromiso principal de todo certamen nacional, a saber, el hecho de incluir novedades y trabajos actuales.

Por tanto, el regreso evidenciaba un desfase y una expresión de pereza intelectual, perdiendo sintonía con 2020 y sus derivas, ya sustanciadas por diversas obras y piezas de visionado urgente.

Fue una infructuosa experiencia debatir por Twitter con los administradores de la iniciativa, pues respondieron de manera atropellada y grosera, descalificando cualquier disensión y opinión contraria.

El esposo de Carolina Dávila, Alejandro Luy, con quien debuté en Nuevas Firmas, reaccionó destempladamente al llamarme de ególatra para abajo. Igual sucedió con la hija de ambos.

Así la iniciativa empaña su imagen y credibilidad, manejándose como un emprendimiento nepótico carente de seriedad.

Se confunden los papeles y los roles. Intervienen los conflictos de interés, y por ende, un servidor tiene los días contados en Caracas Doc. Otro festival venezolano donde pasamos a engrosar una lista negra por osar disentir. Uno más de la provincia ultramarina.

En cualquier caso, nos acercamos con atención al largometraje de no ficción El Paraíso, amén de su reconstrucción personal de la memoria fragmentada del país.

La realizadora adopta el formato del diario en primera persona, una tendencia ya establecida y deglutida, para mirar el pasado y observar el presente con no poca melancolía crítica.

Es de agradecer la franqueza y la frontalidad del proyecto, eludiendo la complacencia política. La hija sienta en el banquillo a la generación de sus padres, a ella misma, por ser copartícipes de la llegada del caudillo chavista al poder.

El subtexto, en efecto, desliza algunas similitudes y paralelismos entre ambos patriarcas, el de un hogar en vías de desintegración y el de una nación al borde del precipicio del milenio populista, afectado por contingencias, golpes de Estado, medidas absolutistas.

Tras el éxtasis, el padre le suelta la mano al comandante y la hija rebobina la decepción, el mea culpa.

El uso del material encontrado comprime los mejores minutos del discurso audiovisual en una primera hora secundada por un monocorde voice over de tintes nostálgicos, pero a la vez pesimistas.

La segunda parte es menos consistente, fijando el devenir estancado de una casa muerta y abandonada, de un lugar habitado por fantasmas y espectros.

Los protagonistas vuelven y la joven directora se filma con ojo clínico de escrutinio y exorcismo.

En tal sentido, emerge un dejo de retrato autoindulgente que cede a la escritura automática del estereotipo del llamado documental de creación, un eufemismo pretencioso con el que se encubre el vacío narrativo y la incapacidad de relatar más allá de la obviedad redundante de unas ruinas en plano secuencia.

El paraíso se transforma en un pequeño infierno de la nada que describe un velorio de inmovilidad.

Ahí radica parte de la fuerza motora y entrópica del filme, a pesar de sus falencias.

El documental propone que después de tanto ruido, bulla y ánimo de parranda, conviene guardar silencio, honrar la tradición y recuperar el espacio doméstico, como un gesto de resiliencia.

Culmina el dispositivo de montaje en un álbum de fotografías, presentando al casting.

Naturalmente, la historia narrada desde el ombligo tiene sus límites y corre el riesgo de lucir como una impostura hipster.

Cuestión de dosificar, de no venirse arriba, de no imponerse como la última tabla de salvación, porque cae en el cliché de los cromos y las postales endogámicas.

La locución, a veces, destila una solemnidad que no se corresponde con la banalidad hogareña del footage.

Como sea, un debut de interés.

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