Las circunstancias que atraviesa nuestro país hace que se despierte en nosotros un profundo sentido de repulsión a la patria, de desprecio a lo nuestro. Y es que después de varios años de socialismo no es fácil encontrar alicientes que nos estimulen a seguir adelante dentro de nuestras fronteras. Por el contrario, envueltos en una atmósfera de pesimismo y desolación, no son pocos quienes piensan que Venezuela es hoy una causa perdida.
Este fenómeno de desprecio a Venezuela se da en distintos ámbitos. Por un lado, no es inusual notarlo en venezolanos en el extranjero, quienes por distintas razones sienten que la funcionalidad que viven en otras sociedades les otorga una suerte de supremacía moral para juzgar a quienes hacen vida dentro del país, como si el acceso a servicios básicos y algo de poder adquisitivo fueran distinciones lo suficientemente significativas como para medir la calidad moral de los individuos.
Curiosamente, algunos venezolanos dentro del país también se han unido a este conjunto de voces despreciativas de lo nacional. Estos, además, se llevan la peor parte, porque no solo se quejan de las falencias sino que las padecen en carne propia, con lo cual el sufrimiento se multiplica. No solo se trata del peor país del mundo –según sostienen– sino que además tienen que aguantarlo. Vaya tragedia. A su vez pudiéramos incluir las manifestaciones de desprecio provenientes del extranjero, la xenofobia, pero estas no llevarían por otros derroteros y distinta línea argumental.
Con base en las premisas expuestas, es indudable que existen muchas razones para no estar conformes con nuestros sentimientos hacia el país. La gran mayoría de estos argumentos estriban, nos atrevemos a decir, en temas de índole política. No serán pocos quienes aseguren que el desprecio a Venezuela, o a lo que queda de ella, se debe esencialmente al socialismo, al estadio de destrucción que arrasó con todo, a la pérdida de los fundamentos y cimientos del Estado, la expoliación y el desdibujamiento de la memoria e identidad histórica de Venezuela.
Son palabras muy duras. Sin embargo, contrario a lo que pudiera pensarse, este desprecio por lo nuestro ni es nuevo, ni fue originado exclusivamente por el chavismo. Muchos antes ya pensaban que el país no tenía solución y estaba condenado sin remedio. Tómese a título de ejemplo lo que planteaba Manuel Díaz Rodríguez en su novela Ídolos rotos, a comienzos del siglo XX. Díaz Rodríguez, con lamento, expresaba en su texto la alegórica expresión “finis patriae”, se acabó la patria. Y de eso hace más de cien años.
Creo que tener una relación de este tipo con Venezuela se vuelve destructivo, porque además parte de un razonamiento a mi juicio maniqueo. Todo en Venezuela es bueno o malo, y si se decanta por lo segundo pues se llega al reduccionismo según el cual todo lo que venga del país es absolutamente dañino y no puede tomarse en consideración. Llevándolo al extremo, este razonamiento terminaría por anularnos como individuos pues al formar parte de ese todo despreciable llamado “Venezuela”, pues simplemente ninguno de nosotros, como individuos valdría la pena.
Es probable que el análisis sea mucho más complejo que el que puede proveer un artículo de prensa. Y, ciertamente, ninguna de las posiciones tomadas está exenta de falacias y simplificaciones argumentales.
El llamado, sin embargo, creo que debe dirigirse a acercarnos a nuestra visión de país con un sentido de mayor integralidad, y a revisar nuestra historia y ser críticos con ella, sí, pero sin caer en un foso que nada aporte para superar las debilidades estructurales que tanto daño nos hacen. Racional o irracionalmente, quiero pensar que una buena parte de los venezolanos todavía tienen la añoranza, el deseo y sobre todo la convicción de querer salir de este terrible hueco en el que nos encontramos.
El primer valor moral se halla en la condición irreductible del individuo. Y este puede incluso defender sus ideas de libertad en las tierras más hostiles.
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