El conejo blanco se escapó del cuento de Lewis Carroll, ¿no sé si lo han notado? Siempre corría como apurado. Creía que llegaría tarde a un mundo de maravillas que no entendía y que tampoco a él lo comprendía. Seguro estaba, dice la historia, que Alicia lo perseguiría y que en un pozo casi sin fondo ese mamífero resbalaría. Siempre que alguien lee ese cuento dice que ocurre así.
Al mismo tiempo, durante un siniestro año bisiesto y esta no es una historia de cuento, seres humanos, buenos y malos, ricos y pobres, casados y solteros, con o sin hijos, se armaron con tapabocas y guantes para enfrentar a la muerte que escoltaba a un verdugo virus. Cual conejos aterrados los humanos se enclaustraron y de un brinco en sus casas se encerraron. Cuentan que algunos, sin saber adónde ni a qué, corrieron para encontrarse con quién sabe quién y como el encierro duró tanto, olvidaron el por qué y el para qué.
“Qué inútil vivir con tanto miedo”, pensaron muchos humanos quienes por escépticos y atorados corrieron riesgos innecesarios. Luego fue que notaron que, por inmortales creerse, al amor y a la felicidad lograron herir de muerte… Hoy, llorar ya no vale.
Y ocurrió lo que algún día iba a pasar: ¡el destino se hartó! Sí, así lo hizo. Se cansó. Con temeridad enfrentó ingratitud y descuidos hacia un mundo que durante siglos había sido agredido y, violentamente, la vida cambió. Ya nadie sabe qué es real o irreal. Aquí es donde el cuento inglés abre paso al mito griego y ante ojos atónitos de tanto humano y conejo necio, una caja de madera antigua, hermosa por fuera y llena de arabescos, tallada en alto relieve, cuentan que por las manos de un escultor que ya está muerto, con letras de oro decía: “Pandora”. ¿La conocen? La caja se abrió. Eso fue lo que pasó.
Libres quedaron desgracias, tragedias y enfermedades y fue entonces cuando a traición, el mal al bien atacó… ¿y el amor? Está herido. Ahora lo lloran… sucede pues que aquellos que esta realidad niegan, miran hacia otro lado o con estiércol la muerte los restriega.
Desnudos y frágiles, aterrados humanos y temerosos conejos, no lo nieguen, ya no se miran frente al espejo. El desconcierto y una culpa quizás heredada cubrió con franjas de asombro la piel que con miedo cobija al miedo.
Enfermedades virales, huracanes, plagas, terremotos, explosiones, tsunamis, erupciones de volcanes, racismo, corrupción, tráfico de drogas, pedofilia ¡Y decían que las plagas sólo eran siete!
Sea, tal vez, quizás, que es esta la vida real y la otra, por extraño que suene, la irreal…, el cambio lo debemos aceptar para recuperar la normalidad, que quién sabe cómo y cuándo regresará. Qué complejo es todo esto cuando nos sentamos a pensar.
En cuarentena, ¿quién no extraña a sus viejitos, a quienes a algunos se cansaban de escuchar y había otros que en asilos los querían encerrar? ¿Qué padre no desea volver al parque y ver jugar a sus hijos sin quejarse de un tiempo perdido que luego de transcurrido jamás regresará? ¿Qué niño o jovencito, no importa de qué edad, no quiere al colegio regresar del mismo del que a veces muy alegre se quería jubilar? Los humanos lo tenían todo. No lo vieron ni supieron apreciar, tal vez esto podrá cambiar pero por ahora, sólo queda aceptar y rezar.
Y el conejo blanco que se escapó del cuento de Lewis Carroll, por correr rapidito y andar asustado, no se fijó que un punto y aparte se le había atravesado y al tropezarlo, como viruta de lápiz, estuvo a punto de caer sobre letras impresas del siguiente párrafo pero, cuál hábil trapecista de circo y por la leontina de su reloj, logró asirse y quedar colgado de una letra mayúscula que con bondad lo socorrió.
—¿Quién eres? –gritó el conejo desde la línea de arriba– ¡Me has salvado!
—De la caja de Pandora me he fugado. Cuando los males salieron alguien bajó la tapa y con siete llaves me dejaron encerrada. ¡Soy la esperanza! –respondió– y, qué casualidad, estaba por escribir un párrafo. Tú serás parte él y deja la prisa para que no te vuelves a caer. No huyas más de la historia, la humanidad lo mismo debería hacer.
De Alicia en el País de las Maravillas –añadió la letra “E”–, citaré de memoria el trozo de un texto que recordé y que no dudo que a todos nos hará mucho bien.
—¿Cuánto tiempo es para siempre? –preguntó Alicia.
—A veces, sólo un segundo –dijo el conejo blanco.
—¿Y cuánto tiempo es un segundo?
—Cuando amas –respondió el conejo blanco– una eternidad.
@jortegac15
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