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Zurbarán: el pintor de la vida quieta. Una conversación con Guillermo Solana

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Por MARINA VALCÁRCEL 

El museo Thyssen ha escogido el color albero para recibir en sus paredes a Zurbarán. Es Sevilla, alrededor de 1630. «Los muros en Sevilla son muchas veces así. Además, creo que va bien con los dorados y negros de Zurbarán», explica Guillermo Solana, director del museo, convertido en nuestros ojos en este recorrido por la exposición Zurbarán: una nueva mirada.

Un filósofo alemán del XIX decía que cada obra de arte es «esencialmente una pregunta, una interpelación a un pecho que resuena» y nosotros queremos saber: ¿qué significa la pintura de Francisco de Zurbarán, qué hay detrás de ella, detrás de esos frailes dominicos de hábitos blancos, de esas santas y de esos cestos de flores? «Zurbarán es, sobre todo, el pintor de lo táctil. Del mundo de los volúmenes y las texturas», afirma Solana.

Abre la entrada a la exposición un gran mapa de Sevilla en la primera mitad del XVII. Zurbarán nace en 1598, el año en que muere Felipe II. El pintor vive hasta 1664, un año antes de la muerte de Felipe IV. Es la magia de los números. Dos grandes reyes, muy distintos uno del otro, ambos con decisivas contribuciones a las colecciones reales.

Sevilla es una ciudad rica a comienzos del seiscientos, llena de conventos, parroquias, hospitales, una gran catedral casi acabada pero aún en construcción. Abrumada por el peso de la Contrarreforma, de Trento y del paso de la peste. «Zurbarán es el pintor que mejor ha comprendido las órdenes monásticas masculinas. Esta pintura era fuerte y dura para el gusto de las congregaciones femeninas». Zurbarán era hijo de un comerciante de telas, y él pintaba esas telas en cada cuadro: su peso, los pliegues densos de la lana de los hábitos o el hilo grueso de los manteles, los remiendos de las arpilleras rígidas en el sayal de los San Franciscos, la seda verde y fresa de Santa Apolonia, también los brocados de otras santas, vestidas siempre buscando la fantasía de lo que veía en los teatros o las ideas que llegaban de Venecia…

Pero entonces, ¿por qué le interesa, sobre todo, pintar monjes, convertirse en el «pintor de la vida monástica»? ¿Era solo un afán comercial? ¿Cuánto pesan la Contrarreforma y Trento en él? Solana contesta: «Zurbarán entiende las claves de la claridad y legibilidad postridentinas. Las instrucciones de Trento de que el lenguaje de la pintura debía ser neto y didáctico. Lejos de las complicaciones del manierismo. Y Zurbarán es muy legible, hasta en su manera de pintar en claroscuro, de siluetear las figuras a contraluz. Es un pintor contundente de expresión y eso va bien con el lenguaje de la Contrarreforma».

Hay en la exposición 63 obras, en su mayoría de gran formato, distribuidas en siete salas. Paseamos por ellas. Y nos paramos delante de San Ambrosio: es un buen ejemplo de lo que ocurre en la pintura de Zurbarán. Aquí la monumentalidad de este Obispo de Milán, modelado por una luz que sale del negro por la izquierda para estallar contra la capa en damascos rojos y oros, y que también da la forma a una mitra claveteada en fieltro ocre, son los elementos que están realmente confiriendo la fuerza al cuadro, más allá de la expresión del rostro. Lo cual resulta novedoso. Pensamos en el Greco, allí eran los ojos, las manos y los remolinos de ángeles los que dirigían la expresión. Aquí, sin embargo, parece que son estos «agentes externos» los que nos hablan. Solana entra a fondo: «Uno de los aspectos que debió fascinar a los modernos en Zurbarán, si pensamos en Manet y lo que viera de Zurbarán en París, es ese igualitarismo al tratar figuras y objetos que es un gran capítulo de la crítica del siglo XIX. Una de las cosas que reprochan los críticos a Manet y a muchos de sus contemporáneos es que tratan a una figura humana como si fuera una cosa y a las cosas como si fueran figuras humanas. La jerarquía académica tradicional se rompe».

Sevilla y la fuerza de la pintura

Sevilla es, además, una gran capital artística en el siglo XVII: llega la influencia de Caravaggio, de Durero, del grabado alemán y holandés, en el que se basa Zurbarán para muchos escenarios e iconografías. Y, sobre todo, existe Velázquez. En Sevilla ambos pintores se conocen y, del resultado de esa amistad, Zurbarán viene a Madrid para pintar el salón de Reinos, en el Palacio del Buen Retiro.

Nos detenemos en las diferencias entre Velázquez y Zurbarán: distintos lenguajes de dos pintores de la España del siglo de Oro. Quizás un número uno frente a un número dos. Y qué manera tan distinta de llegar al espectador. Johnatan Brown describe como mientras Velázquez vio el mundo de su época a través de un microscopio y lo representó en sus cuadros bajo ese aspecto, Zurbarán lo reprodujo como un espejo…

En el Retrato de Inocencio X todo es expresión. Velázquez hace hablar a los ojos del papa, también habla su pincelada y, frente a este, San Bruno y el papa Urbano II de Zurbarán, son radicalmente distintos…

Solana cede, da un paso atrás pero es solo para coger impulso: «Estoy de acuerdo. Pero quizás eso hace de Zurbarán un pintor más moderno. El pintor manetiano, postmanetiano es menos psicológico, está menos interesado en la expresión. Los grandes retratos de Manet no son grandes captaciones del alma. El retratado es más un bodegón. Cézanne pedía a sus modelos que posaran como las manzanas que pintaba. La importancia de la penetración psicológica que tiene Velázquez no está en Zurbarán. A él le interesan otras cosas».

Desde Zurbarán y Caravaggio hasta Cézanne y De Chirico.

Zurbarán modela con la luz: sus monjes silenciosos salen del negro y estallan en blanco. San Serapio es quizás la joya de la exposición. Este mercedario cuelga de las sogas que ahogan sus muñecas. De él conocemos su historia: es el martirio, el cuarto voto de los mercedarios, aceptar la tortura. El tormento y el éxtasis. Zurbarán tapa con ese hábito los trazos del martirio, le arrancaron los intestinos aun vivo, pero no hay rastro de violencia.

Solana dirige nuestra mirada: debemos fijarnos en el escudo de los mercedarios en rojo sobre la casulla blanca, en el eje exacto del cuadro. Levantamos la cabeza y observamos cómo el resto de mercedarios que habitan esta pared tienen el mismo distintivo, escudo rojo sobre el blanco, como una mancha de sangre, en el mismo eje.

Pensamos entonces en la manera de expresar de Zurbarán, tan quieta, tan callada, tan tapada. Y en la diferencia con su contemporáneo italiano, en la manera de hacer de Caravaggio. En el italiano todo es la locura de los gestos, los brazos abiertos que salen de los cuadros, las manos suspendidas en el aire, o las levantadas, las líneas oblicuas y composiciones arriesgadas: están ocurriendo cosas en esa Cena de Emaús o en El Enterramiento de Cristo…

Zurbarán es mucho más estático. Interpelamos a nuestro maestro de un día y Solana vuelve a dar un salto magistral: «Caravaggio es un pintor lleno de violencia, a veces muy intensa, a veces algo contenida pero está ahí, latente. Es un pintor lleno de instantaneidad, hay un fogonazo. En La Vocación de San Mateo es evidente. Está lleno de lo que en Italia llamaban Il motto, la expresión: el gesto, una instantánea señal del rostro, que es una constante del primer barroco italiano. La sensibilidad de Zurbarán es distinta. Es más quietista, más mística, menos trágica. Por eso ha conectado tan bien con un tipo de arte del siglo XX que evita la excesiva gesticulación. Un tipo de arte que Bernard Berenson llamaba “inelocuente”, un arte deliberadamente silencioso: el arte de la metafísica italiana. De Chirico. Tú has mencionado a Morandi. Y luego con todos esos pintores de entreguerras que llamamos el realismo mágico, la nueva objetividad. Para mí, lo que más conecta con Zurbarán son esos pintores que también hacen descansar su expresión en una especie de silencio. Desde Derain a determinados alemanes, Christian Schad, incluso Gutiérrez Solana.

Queremos entonces entender el color negro, esa España ultranegra; entender también de la manera de pintar las sombras. Solana profundiza: «Yo creo que los pintores se dividen en dos. Los que hacen las sombras con negro y los que no las hacen con negro. Desde Delacroix, después con el impresionismo, se nos ha enseñado que las sombras tenían que ser coloreadas. La gran tradición de los coloristas quiere hacer sombras luminosas, transparentes, coloreadas… Y luego, hay los pintores que dicen: “No, la sombra con negro”, que tiene probablemente un menor encanto sensual pero que a veces tiene una contundencia expresiva muy grande. Todo esto tiene un vínculo profundo con Zurbarán».

En la contradicción del negro frente al blanco queremos dejar a Zurbarán. Para nosotros será siempre el pintor de los blancos atenuados. El de la aspereza de la piel de los membrillos y la suavidad de la loza, el del peso de las casullas, de la austeridad de su tierra extremeña y de lo concreto, de los volúmenes firmes, de las cosas quietas, de cierto silencio invencible que nos instala a menudo en el desasosiego. Una dimensión insólita de la pintura que conecta con la misma sensación que nos producen los primeros bodegones de Cézanne, también los de Juan Gris y, después, los de Morandi. Pero esa es otra historia.

Cuando Ignacio Zuloaga compró un cuadro de Zurbarán y escribió una carta a un amigo pintor, le definió como «El pintor español: Velázquez es cosmopolita y universal, pero Zurbarán solo puede ser español».

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