Es probable que Podemos sea la organización partidista de España y Europa que más –y peor– ha envejecido en corto tiempo. En poco más de seis años –fue fundada a comienzos de 2014–, aquella faramalla que repetía que Podemos vendría a insuflar de nuevos aires los vaivenes de la política, se ha resecado y enmudecido. La estela que se produjo tras su irrupción se ha apagado. Las ilusiones se han roto como vidrieras –inequívocamente ruidosas–, para dar paso a una visión cada día más amarga: la de una organización turbia, liderada por sujetos que dicen una cosa y hacen otra, cuya mejor especialidad no es otra que mentir de forma recurrente y sistemática.
El Podemos de los primeros días resonaba y conquistaba titulares: hablaba de regeneración democrática y transparencia en la gestión de los asuntos públicos. Denunciaba a las “castas impunes”, a las que había llegado la hora de castigar por sus prácticas de corrupción y ocultamiento, que tantas víctimas habría causado entre los españoles. Era, lo sabemos ahora, el discurso juvenil y oportunista del partido: insuflado de amenazas y no poca pedantería. Era la quincalla verbal de Pablo Iglesias que, frente al espejo, mientras se amarraba su coleta, se decía: vamos bien y vamos rápido.
Y, en efecto, así ha sido: no han tardado en adquirir las proporciones de una casta: una estructura endogámica, nepotista, alejada de los intereses del conjunto de la sociedad española, que opera exclusivamente con el propósito de acumular beneficios para sí misma. En otras palabras: ha devenido en una organización corroída y mafiosa. Que ya no oculta su falta de escrúpulos. Descarada.
De la prometedora pulpería, de aquellos insultos que se solazaban en el gobierno y en el presidente Mariano Rajoy, por ejemplo, hemos pasado a titulares de estas calidades: maltrato y despidos a empleados del partido –la cosa nostra morada es consecuente en la gestión del desprecio–; contabilidad cargada de irregularidades; gastos que carecen de justificación; sobresueldos; maloliente circo argumental alrededor del caso Dina; financiamiento proveniente de regímenes criminales como los de Venezuela e Irán; saltos acrobáticos en el estilo de vida –el chalé en Galapagar, con su precio sospechosamente bajo; la garita sin luz ni calefacción; el trato discriminatorio a la niñera y escolta; el despliegue policial que rodea las vidas de la pareja mayor de la casta–; el desafecto de Iglesias al cumplimiento de medidas que son obligatorias para el resto de los españoles, como el uso de la mascarilla; sus cada vez más acusados ataques y amenazas a la libertad de expresión; el autoritarismo unilateral y reiterado con que aprieta la yugular de cada militante del partido: tales son, apenas algunas de las noticias, las ejecutorias del Podemos vigente, del Podemos que ocupa la vicepresidencia segunda de España, que exprime cargos y prebendas, y disputa con los independentistas y representantes de los terroristas, las tajadas de un gobierno marcado por su debilidad. El provocador que elogiaba la política de escraches impulsada por el narcorrégimen encabezado por Chávez (decía: “Resulta que los escraches les dan muchísimo miedo, y les decía que, de alguna manera, Chávez había sido un escrache permanente en contra de los poderosos; los escraches no son más que el jarabe democrático que aplican los de abajo a los de arriba”), se refugia detrás de los órganos de seguridad del Estado español, para evitar las mismas cucharadas de jarabe democrático que aplaudía en el destructor de Venezuela.
El palabrerío de Iglesias, de Juan Carlos Monedero –hay que recordarlo cada vez que sea posible: Monedero fue uno de jurados (?) de la tesis “secreta” realizada (?) por Gladys Gutiérrez, abogada del golpista Hugo Chávez y agente del ilegítimo e ilegal Tribunal Supremo de Justicia, el bufete privado de Maduro, que ha destruido la legalidad en Venezuela–; el palabrerío recurrente y absurdo de los voceros de Podemos se ejecuta con un propósito: convertir el espacio público en un basurero, en un escenario cada vez más peligroso, inmanejable y hostil para cualquiera que se proponga hacerle frente al poder.
Las consignas, los discursos y el activismo de esta izquierda fraudulenta, están dirigidos a enlodazar la denuncia: lograr que la política sea una enorme cloaca, donde sea imposible diferenciar lo ilegal de lo legal, lo legítimo de lo impostado, la verdad de la mentira, lo real de lo irreal.
La política de las cloacas no se limita al uso del poder como la conquista de un botín a repartir entre unos pocos: también consiste en convertir las instituciones, el debate en los medios de comunicación, las protestas ciudadanas y los esfuerzos por proteger las instituciones y el Estado de Derecho, en un lodazal que les garantice impunidad y haga inútiles los esfuerzos de los ciudadanos por controlar a sus gobernantes. La cloaca quiere infestar. Expandirse. Alejar a las personas de la putrefacción. Y, así, levantar un muro que rodee una zona de impunidad, que haga posible más dólares de Irán y Venezuela, más chalet de lujo, más despidos injustificados, más contabilidades B, más jugarretas con las tarjetas del teléfono de asesoras.
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