La semana pasada me referí a la abstención como una opción política, potencialmente unificadora de las fuerzas opuestas al régimen desde las trincheras de la democracia —esto excluye a la mesita y a los partidos traspasados a autoridades espurias—. Con ello presumí agotar el tema; pero la difusión de un estudio realizado por la encuestadora Delphos (Félix Seijas), según el cual, de concurrir a las parlamentarias, Guaidó y sus aliados emergerían triunfadores, y las consideraciones de Benigno Alarcón en el podcast Análisis Político, respecto a la postura del presidente encargado y los partidos que lo respaldan, me instaron a considerar nuevamente el asunto. No para desdecirme, al flemático modo de Winston Churchill —«A menudo me he tenido que comer mis palabras, y he descubierto que son una dieta equilibrada»—, ni cambiar de opinión a la manera sarcástica y rayana en el cinismo de Groucho Marx —«Estos son mis principios; si no les gustan, tengo otros»—, sino con ánimo de puntualizar cómo, en un momento dado, la abstención puede ser una elección.
En el año 2012, ante la inminencia de unas votaciones para elegir gobernadores y disputarle el poder regional a 11 monos y 12 gorilas digitados por Hugo Chávez —recién ratificado en condiciones ventajistas, el «comandante hasta siempre» ya estaba cantando el me voy de “El manisero” en do mayor sostenido y, aconsejado por los cubanos, puso en manos de los militares la dirección sustantiva del país, y la adjetiva y protocolar en las de Nicolás, pues, ¡ojo pelao!, la suya era (y sigue siendo) una revolución armada—, la oposición se debatía en un hamletiano dilema: votar o no votar. Esa era la cuestión. Si bien el candidato a la santidad roja ya había cruzado el Rubicón del cesarismo, el sufragio me parecía una obligación moral inherente al contrato social republicano; en consecuencia, defendía la pertinencia de participar en los procesos electorales, a fin de mostrar al mundo, especialmente a la embobada y exquisita izquierda europea, el perfil autoritario de quien, amparado en consultas populares de corte circense, alardeaba de un talante democrático del cual carecía. Tales convicciones me compelieron a escribir un artículo no del todo políticamente correcto, “Los idiotas no votan”; y, como la geometría verbal a mi alcance era y sigue siendo plana y rectilínea, ajena a las sinuosidades del sentido figurado, me apoyé en voces autorizadas a fin de robustecer mis alegatos —¿argumentos magister dixit?— contra quienes olímpicamente se desentienden de la política —oficio turbio, propio de demagogos, tunantes y vividores—: un filósofo, Platón; un historiador, Arnold Toynbee; y un presidente en ejercicio, Luiz Inácio «Lula» Da Silva.
Sostenía el pensador griego: «Uno de los castigos por rehusarte a participar en política es que terminarás siendo gobernado por hombres inferiores a ti» y, a juicio del historiador británico, «El peor castigo para quienes no se interesan en la política es ser gobernados por quienes sí se interesan»; por su parte, el sindicalista y mandatario brasileño, aún no señalado como corrupto y corruptor agente de Odebrecht, coincidía formal y conceptualmente con el autor de Estudio de la Historia: «Quien no gusta de la política corre el riesgo de pasar su vida entera siendo mandado por quien sí gusta de ella». Ninguno de o citados menciona explícitamente el voto, pero reprueban la indiferencia de quienes no ejercen a cabalidad su ciudadanía y se desmarcan de un asunto de importancia superlativa para la comunidad: su conducción.
Compartía y comparto todavía ese reproche; y, tontamente, repito, creía en la posibilidad de desplazar del poder al golpista del 4F en una contienda comicial, aunque el voto ya había sido devaluado y prostituido desde el 25 de julio de 1999, cuando con un Kino fullero, diseñado por un apostador diestro en el cálculo de probabilidades, y la participación apenas de 37% del padrón electoral, el chavismo con 65% de los votos se apropió de 125 escaños y la oposición (35%) solo obtuvo 6. De allí en adelante, los «éxitos» socialistas fueron cuestión de coser y cantar; empero, en 2007, cuando el redentor bolivariano quiso reformar la Constitución parida según sus deseos, pero inadecuada a sus crecientes ansias de poder omnímodo, mordió el amargo polvo de la derrota, gracias en parte al culipandeo de militantes, simpatizantes y aliados de su partido, quienes el día de los comicios no comparecieron a los centros de votación, negándose a extenderle un cheque en blanco. La reacción del hegemón fue la de un muchacho malcriado y tildó de «victoria de mierda» el triunfo opositor sobre su proyecto absolutista (nunca se publicó el escrutinio final de ese referéndum). Estas y otras experiencias, tal la manipulación ventajista de las circunscripciones electorales —gerrymandering—, llevada a cabo antes de las parlamentarias de 2010, o la suspensión sin explicaciones del revocatorio presidencial 2016/2017, pusieron de bulto la alineación del árbitro electoral con los dictados del Ejecutivo. Debido a esa escandalosa anomalía, la abstención ha venido ganando terreno, al punto de transformarse en un mecanismo de impugnación: abstenerse en Venezuela significa enfrentar la dictamaduro con otros medios.
En sí misma, la abstención no constituye una estrategia, y en ello algo de razón hay en el ambiguo comunicado de la Conferencia Episcopal; sin embargo, podría y debería ser bandera unificadora de la oposición real y, desafiando la cuarentena, los toques de queda y el quédate en casa, transformarse en punta de lanza de movilizaciones masivas, orientadas al desconocimiento de la jornada electoral del 6 de diciembre y la deslegitimación de la nueva asamblea y sus diputados electos, con lo cual se lograría neutralizar las ganancias procuradas por el régimen con sus maniobras electoreras, tal sugiere el mencionado Análisis Político del diario El Nacional y el Centro de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad Católica Andrés Bello. No se entiende cómo hay quienes se disponen a ser arte y parte de un fraude cantado y nada dicen del cese de la usurpación, prerrequisito para unas elecciones libres bajo un gobierno de transición.
En honor a la verdad, es inapropiado llamar abstención a la no concurrencia a un acto viciado de origen y desarrollo. En este sentido, en el aludido podcast se evita el uso del vocablo, al menos en este párrafo: «Para Guaidó y los partidos que le acompañan no participar en esta elección ha sido la decisión correcta […] participar se habría traducido en una gran derrota política y electoral como consecuencia de las condiciones electorales y una enorme dispersión del voto generada por una estrategia que incluye el control del Consejo Nacional Electoral, la intervención y expropiación de los partidos mayoritarios de oposición a menos de seis meses de la elección, la incertidumbre aún existente sobre nuevas reglas que han implicado hasta ahora el incremento de 110 curules y las dudas sin despejar sobre cuál será el sistema de votación, el número de mesas y la ubicación final de los centros, además de las condiciones de clientelismo competitivo, que es una estrategia común, conocida, analizada y bien documentada en múltiples trabajos académicos, tanto foráneos como propios».
He citado textual y desmesuradamente a Benigno Alarcón, para no plagiarle, pues suscribo en su totalidad el texto transcrito. Mientras lo copiaba se produjo el inevitable apagón del día. Cuando ya había perdido la noción del tiempo transcurrido durante el blackout y, por supuesto, el hilo conductor de estas líneas, se hizo la luz y se me prendió el bombillo del pensamiento ilusorio. Y comencé a preguntarme si podrían celebrarse votaciones de persistir el estado de emergencia y la epiléptica cuarentena derivadas de la pandemia. En un país gobernado con sensatez se postergarían. En este campamento minero mal administrado, se llevarán a cabo cueste lo que cueste un litro de gasolina, ¡seguid el ejemplo de Bielorrusia! ¿No se realizó acaso el 15 de diciembre de 1999, en pleno deslave, el referéndum constituyente para aprobar con irrisoria concurrencia la bazofia constitucional vigente? Por lo demás, nada de raro tendría que el venidero 6 de diciembre se produjese un megaapagón a escala nacional y las gentes deban votar sin ver, amordazadas con sus tapabocas y jugando a la gallinita ciega.
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