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La seductora Sonata de Vinteuil: Swann y Odette

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A principios del siglo XX Marcel Proust escribió una de las más grandes (en todos los aspectos) creaciones literarias de la historia: En busca del tiempo perdido, una obra maestra inabarcable que me fascinó un verano de hace años y que hace poco he comenzado a releer. A lo largo de siete volúmenes, Proust desarrolló el universo de su vida interior y de la vida mundana de su época, recreando un mundo lleno de personajes, sentimientos y episodios inolvidables.

“Cuando el pianista acabó de tocar, Swann estuvo con él más amable que con nadie, debido a lo siguiente: El año antes había oído en una reunión una obra para piano y violín. Primeramente solo saboreó la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Le gustó ya mucho ver cómo de pronto, por bajo la línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba, como en líquido tumulto, la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada y bemolada por la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente un contorno, ni dar un nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, quiso coger una frase o una armonía. No sabía exactamente que era lo que, al pasar, le ensanchó el alma, lo mismo que algunos perfumes de rosa que rondan por la húmeda atmósfera de la noche tienen la virtud de dilatarnos la nariz. Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musicales, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden cualquiera de impresiones”.

En busca del tiempo perdido es una obra extraída de la vida del autor, pero no es exactamente su vida, ni su autobiografía. Los personajes que viven en sus páginas tienen su correspondiente referente en la vida real y, ya en la época de su primera publicación, varias personas públicas se reconocieron en la novela y se quejaron amargamente del retrato que de ellos se había hecho, aunque a menudo Proust tomaba de personas distintas detalles particulares para sus personajes. Pero ¿cuánto hay de extraído del recuerdo veraz y cuánto creado por la imaginación?

“Y así, apenas expiró la deliciosa sensación de Swann, su memoria le ofreció, acto continuo, una trascripción sumaria y provisional de la frase, pero en la que tuvo los ojos clavados mientras que seguía desarrollándose la música, de tal modo, que cuando aquella impresión retornó ya no era inaprensible. Se representaba su extensión, los grupos simétricos, su grafía y su valor expresivo; y lo que tenía ante los ojos no era ya música pura: era dibujo, arquitectura, pensamiento, todo lo que hace posible que nos acordemos de la música. Aquella vez distinguió claramente una frase que se elevó unos momentos por encima de las ondas sonoras. Y en seguida la frase esa le brindó voluptuosidades especiales, que nunca se le ocurrieron antes de haberla oído, que sólo ella podía inspirarle, y sintió hacia ella un amor nuevo”.

Así, en la obra se habla de un escritor admirado, Bergotte, que se suele asociar con el autor francés Anatole France, o un pintor, Elstir, que bien podría ser Paul César Helleu. Y con ellos como herramienta Proust expresa sus ideas sobre el arte y sobre las emociones que le provocan las obras que lee o contempla. Pero también aparece un músico, Vinteuil, y es probablemente el personaje artista más importante y recurrente de la novela, de tal modo que él o sus obras se convierten en íconos, en símbolos de algunos de los acontecimientos que suceden en ella. La sonata de Vinteuil sería el himno, la banda sonora, quizás la metáfora de una de las más grandes historias de amor jamás escritas (y de desamor), la protagonizada por Swann y Odette en Por el camino de Swann, donde la “pequeña frase”, de tan profundo impacto en el protagonista, se repetirá más adelante en los últimos volúmenes, inscrita en una obra musical mayor “el Septeto de Vinteuil”.

“Cuando volvió a casa sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la imagen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor aún más grande, sin saber siquiera ni cómo se llama la desconocida ni si la volverá a ver nunca. Aquel amor por la frase musical pareció por un instante que prendía en la vida de Swann una posibilidad de rejuvenecimiento…”.

Seguramente sea Marcel Proust uno de los más certeros narradores de los procesos sensoriales y espirituales que las obras artísticas crean en nosotros y, si no hubiera sido por En busca del tiempo perdido, su faceta de crítico de arte habría sido mejor incluso que la de novelista. Y es que el párrafo anterior no es más que una pequeña muestra de su facilidad para narrar la emoción del arte.

En cierta ocasión Marcel Proust acudió a escuchar unas interpretaciones de los cuartetos de Beethoven, que se habían puesto de moda en París, y, al finalizar, el escritor sorprendió a los intérpretes, los componentes del Cuarteto Capet, al expresar, con sutil simplicidad, las emociones que le había provocado. Años después, Capet diría que jamás había oído una explicación tan profunda del genio de Beethoven y de la interpretación de los músicos como la dada por Proust.

“La frase despertaba en él la sed de una ilusión desconocida; pero no le daba nada para saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Swann en donde la frasecita iba borrando la preocupación por los intereses materiales, por las consideraciones humanas y corrientes, se quedaban vacías, en blanco, y Swann podía inscribir en ellas el nombre de Odette. Además, la frase infundía su misteriosa esencia en aquello que podía tener de falaz y de pobre el afecto de Odette”.

El propio Proust reveló los últimos orígenes del Septeto cuando dijo: “El Cuarteto de César Franck aparecerá en uno de los últimos volúmenes de mi obra”. No del todo, porque también tenemos este otro escrito del autor: “Es la frase encantadora, pero finalmente mediocre, de una sonata para violín y piano de Saint-Saëns, músico que no me gusta”.

“Empezaba a darse cuenta de todo el dolor, quizá de toda la secreta inquietud, que había en el fondo de la dulzura de la frase, pero no sufría. ¿Qué importaba que la frase fuera a decirle que el amor es frágil, si el suyo era muy fuerte? Y jugaba con la tristeza que difundían los sonidos, sentía que le rozaba, pero como una caricia, que aun profundizaba y endulzaba más la sensación que tenía Swann de su felicidad. Pedía a Odette que la tocara diez, veinte veces, exigiendo al mismo tiempo que no dejara de besarlo”.

En 1913, dijo a Antoine Bibesco que la música de la novela se basaba en el preludio del acto primero de Lohengrin y en la Balada de Fauré; en 1918 en conversación con Jacques de Lacretelle añadió a las dos antes mencionadas el Pasaje de Viernes Santo de Parsifal, y “un poco de Schubert”. Pero a uno y otro amigo Proust reveló que el modelo esencial de la “pequeña frase” fue la Sonata en Re menor de Saint-Saëns, y de la sonata completa fue la Sonata en La mayor, de César Franck.

“Pero, de pronto, fue como si Odette entrara, y esa aparición le dolió tanto, que tuvo que llevarse la mano al corazón. Es que el violín había subido a unas notas altas y se quedaba en ellas esperando, con una espera que se prolongaba sin que él dejara de sostener las notas, exaltado por la esperanza de ver ya acercarse al objeto de su espera, esforzándose desesperadamente para durar hasta que llegara, para acogerlo antes de expirar, para ofrecerle el camino abierto un momento más con sus fuerzas postreras, de modo que pudiera pasar, igual que se sostiene una puerta que se va a caer. Y antes de que Swann tuviera tiempo de comprender y de decirse que era la frase de la sonata de Vinteuil y que no había que escuchar, todos los recuerdos del tiempo en que Odette estaba enamorada de él, que hasta aquel día lograra mantener invisibles en lo más hondo de su ser, engañados por aquel brusco rayo del tiempo del amor y creyéndose que había tornado, se despertaron, se remontaron de un vuelo, cantándole locamente, sin compasión para su infortunio de entonces, las olvidadas letrillas de la felicidad”.

¿Y el personaje Vinteuil quién era? Transcribiré a George D. Painter, en su biografía de Proust: “Por su carácter tímido y noble, con alternativas reacciones de humildad e inocente vanidad, así como por el hecho de ser un gran compositor injustamente relegado, único y desconocido hasta después de su muerte, se parece a César Franck, y a ningún otro”. En 1916, Proust dijo en una conversación: “Vinteuil simboliza a los grandes compositores del tipo de César Franck”.

“Por primera vez el pensamiento de Swann saltó en un arranque de piedad y cariño hacia aquel Vinteuil, aquel hermano sublime que tanto debió de sufrir. ¿Cómo sería su vida? ¿De qué dolores debió sacar aquella fuerza de Dios, aquella ilimitada potencia de crear? Y cuando era la frase la que le hablaba de la vanidad de su pena, Swann sentía muy suave esa misma juiciosa prudencia que le pareció intolerable cuando leída en el rostro de los indiferentes, que juzgaban su amor como una divagación sin importancia. Y es que la frase, por el contrario, y cualquiera que fuese la opinión que tuviera sobre la brevedad de esos estados de ánimo, veía en ellos, no como las gentes, una cosa menos seria que la vida positiva, sino algo muy superior a ella: lo único que valía la pena de expresarse”.

Y en la Sonata para violín y piano de Franck también pensaba Proust cuando imaginó un Septeto de Vinteuil constelado con los temas de la Sonata. Así que es en la Sonata de Franck donde deberíamos buscar la enigmática frase.

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