Por JOSÉ PULIDO
Cuando estaba dedicada al periodismo, cada uno de sus trabajos constituía una especie de reto. Todo tenía importancia. Nunca trató la información como algo que se podía escribir sin el respeto y la belleza con que se escribe un poema.
Ella es delicada como una estrella que dura millones de años apagándose. Su cara es una luz.
En la época que la conocí se movía como una bailarina sonriente cuya música solo ella escuchaba. Y era evidente que la música estaba ahí: se notaba en sus escritos. Sus palabras se dejaban caer levemente, pero quedaban retumbando mucho tiempo después, como un estremecimiento sísmico.
Su belleza abismaba, sumergía en instancias que parecían sahumerios para la mirada. Era de una fragilidad hermosa, como si se hubiera preparado para ser modelo de vírgenes bizantinas.
Y un día estuvo a punto de morir; sé que la operaron y que se salvó representando aquello un verdadero milagro, en cuyo desarrollo tuvo mucho que ver su esposo.
Cuando reapareció, su delicadeza se había multiplicado, ahora era como de cristal, como de pétalos. Y su rostro de muchacha que bailaba en el aire de las almas y en el pálpito de las emociones ya no estaba: pertenecía a nuestras sensaciones. La poesía se había apoderado de nosotros.
Ahora le hago esta entrevista a Patricia Guzmán.
—Tú y la poesía ¿cómo es la relación entre las dos? ¿Quién guía, quién se somete?
—Siento un vínculo muy estrecho, entrañable, con la poesía. Siento que sin ella soy huérfana de habla, de silencio. Necesito que me someta y en esa circunstancia, en medio de la angustia, del vértigo, del ahogo, me reconozco, soy.
—En varias ocasiones has revelado la esencia de ese vínculo hablando de tus libros: ¿puedes hacerlo de nuevo?
—En Soledad intacta declaro: “Frecuento los límites del cuerpo, del padecimiento físico y del goce que depara la efímera belleza. Presto oídos a la cadencia del espíritu desasistido. Lo súbito se me impone otorgando espacio a la sinrazón que signa el existir de la criatura humana, sin perder la conciencia de los objetos con los que habitamos y que nombran la frágil eternidad que encarna en lo cotidiano”.
Mi primer libro, De mí, lo oscuro, resultó una especie de confesión concentrada, un rito de ayuno, y repito: “Hilvanada en versos breves, allí donde late lo improbable y asoma un pájaro”.
Y ese pájaro se transfiguró en Ángel y me condujo a escribir Canto de oficio. Y fue como si la figura del Ángel tomara posesión de mí y las alas de ambos se estrechasen a través de mí, me exigieran otra respiración, una nueva modulación que desencadenó una experiencia espiritual misteriosa, extrema y extenuante: el canto, la invocación, el conjuro, las salmodias…
A partir de El poema del esposo mi poesía adquirió una resonancia mayor entre los lectores y los críticos.
Ese poema es muy importante para mí, porque me afinó la caja torácica,
Entretejo las imágenes que entreveo con los perfumes que respira mi memoria, rezo, canto, me entrego, sirvo al amado, converso con el silencio, le doy indicaciones a la rosa y al espejo, enciendo velas, me sirvo una taza de té, corto nardos, rosas y pájaros para armar un ramo y obsequiárselo a mis hermanas.
A ese poema le debo haber escrito “La boda”, la ceremonia de mi boda con el Esposo, a la luz de cirios y ecos de bisturí.
Los primeros versos de ese libro se me impusieron: “Yo tenía un Esposo, / Pero no me había casado / Las bodas sólo se celebran / Cuando llega la muerte // A mí la enfermedad me obsequió unas alianzas / El cruce de alianzas debe oficiarse bajo el Ala Derecha del Ángel”.
—¿Y el poema “La casa de los afligidos”?
—“La casa de los afligidos”. Dicha imagen salió a mi encuentro entre las Odas de Hölderlin y me ha deparado quizá la más extraña y perturbadora experiencia, entre las que ha transcurrido mi aproximación a la poesía.
Al releerla en voz alta aún me turbo por lo que allí escribí sin tener conciencia de lo que estaba cifrando, y me conmueve escucharme ir tras “Él, que no desdeña”, a quien Hölderlin tutea e invoca, como “Tú que no desdeñas la casa de los afligidos”.
El sentimiento de la “aflicción” se me reveló junto con tres versos de Emily Dickinson que gravitan en torno al Cerebro, al Cielo y a Dios, órbitas sobre las que se fueron entretejiendo mi trabajo poético y mis días.
—Has ido acumulando emociones profundas…
—En ese diario transcurrir de mi vida, inevitable me ha resultado extremar la experiencia con mi voz, el estremecimiento que ella suscita en el lenguaje y el temblor que me embarga y embarga el habla de los poemas que escribo y que a mediados del año 2010 me condujeron a adentrarme en el hermosísimo tratado místico Moradas de los corazones, de Abu-I-Hassan-al-Nuri (840-907), de Bagdad, en el que descubrí, abismada, que esboza el símil de los siete castillos interiores del alma en los que penetró Teresa de Jesús, cristianizando un motivo simbólico en el que el Islam ha insistido a lo largo de muchos siglos.
En esos mismos días, leyendo con la sed de siempre los poemas de Ana Ajmátova, me imantaron estos versos: “Despójame de todo, pero déjame// la frescura de esta rosa encarnada”. Y los entretejí con otros versos que se habían sembrado en mí, en diferentes momentos de mi corazón, en horas de desasosiego, y de un goce indescriptible, mientras ayunaba en una celda, mientras estaba confinada deseosa de dar con una rama donde posar el dolor o la gracia del sentirme viva respirando el aroma de la rosa eterna de Dante, o las de Rilke, Blake, Dickinson y Di Giorgio, a la escucha de la tórtola que entreví en las Moradas de los Corazones de Al Nuri, el llamamiento de Hesse y la desolación de Celan.
—Y escribiste otro libro puntual: El almendro florido.
—Ese libro lo fui escribiendo como estando en procesión y sujetando un relicario que colgué en el bíblico árbol de las nupcias, posesa de nuestro Señor y Rey. Y con sed de sabiduría divina, de plenitud, me entregué, como la bienaventurada beguina de Amberes, en el amor desnudo, sin palabras ni porqués.
A esa búsqueda le llamé El almendro florido (Kalathos Ediciones España / Madrid / 2018), y David Malavé —su editor— advirtió en el texto de contratapa que: “Este libro contiene saberes de otros tiempos, saberes que brotan del reverente pasear por claustros de silencio y galerías de la Memoria, donde la rosa y la fuente enlazan color y canto en un movimiento ascensional sin fin…Viaje a lo intemporal e inefable a las mansiones del Ser”.
Y reconozco que fue como si hiciera un viaje a esas zonas del existir, a las “mansiones del Ser”, un viaje más allá del tiempo, al ámbito de lo inexpresable, de lo inenarrable.
De allí que me sea muy difícil descifrar la experiencia, describirla, y en consecuencia recurra a citar las voces que incluye la edición, en particular la de Nelson Rivera, quien revela: “Trataré de volcar en unas pocas palabras cómo me he conectado a este orar de Patricia Guzmán: porque he sentido que algo inexplicable ha encontrado un lugar en estas páginas. Ese milagro, poder de la poesía, que consiste en escenificar lo que no puede ser dicho. Lo que escapa a las palabras. Lo intocado. Su maravilla, quizás radique en esto: aunque El almendro florido podría ser el más íntimo —el más próximo al punto de incandescencia de la persona Patricia Guzmán— es a la vez, el más aglutinador…”.
—En definitiva ¿qué marca tu búsqueda en la poesía? ¿En qué etapa encuentras la máxima satisfacción?
—Lo que marca mi búsqueda en la poesía es la satisfacción de alcanzar a vivir la experiencia de descubrir algo, de poder aprehenderlo con las palabras. Me mueve el deseo de sentir cómo se devela algo, o cómo se oculta o desvanece. Sentir el vértigo de estar al borde de un acantilado, de un precipicio, y la plenitud de un aire que me sostiene. Temblar del miedo y del placer que suscita lo no conocido que me convoca…
Pero para poder responder a esta pregunta me urge apropiarme de unas líneas de los diarios del poeta Armando Rojas Guardia:
“Hundirse lenta, pausada, conscientemente en el silencio. Luchar por permanecer abierto (vital, íntima, incluso afectivamente). Ahogar los ecos inoportunos (los que se levantan de inmediato cuando intentamos imponerles silencio). Tratar de hacerse uno mismo un vasto silencio sensible, a la espera. Alargarse hasta el límite, hasta el ápice donde centellea el contacto.”
En medio de ese desamparo, ayuna de lugar, he entrevisto al Altísimo, le he alabado, rogado, me le he entregado y he oficiado ritos de adoración… En medio de ese desamparo me he encontrado con el Pájaro, con el Ángel, con mis hermanas, con el Esposo, con los Afligidos, con la desolada Tórtola y he sentido alivio y plenitud efímeras y estremecedoras.
—Hay una esencia mística en tu poesía ¿es así?
—El lenguaje con el que escribo mis poemas tiene resonancias místicas, según han señalado lectores que han estudiado mis libros. Y acepto que sea así pues mi alfabeto es espiritual. Se lo debo a los místicos, a quienes he leído con apetito y apasionadamente, y como por experiencia propia sé que el lenguaje tiene poderes que rebasan la comprensión lógica y que es el vehículo donde expresamos el ser de las cosas, nuestras experiencias. Además, la experiencia expresada por el lenguaje tiene connotaciones que incluso no son entendidas, tal es el caso de la poesía. De este modo, la poesía, que en parte encierra las cosas y en parte las libera, se convierte en una relación triangular de conocimiento, asimilación y expresión. Sin embargo, la poesía en sí misma no expresa las cosas con palabras comunes sino que dentro de la poesía su expresión se vuelve un modo de ver, una especie de misterio de la vida o vida misteriosa y por ello me atrevo a aseverar que la poesía es una expresión de la experiencia mística del mundo.
Se nos ha dicho que la poesía es una expresión de la inteligencia en la que por medio de símbolos o imágenes expresa los hechos que han acontecido. Sin embargo, de acuerdo con mi experiencia, no son hechos meramente aislados, sino que expresan la fuerte intensidad con la que los hemos vivido. De ese modo, si se atiende a la mística como una experiencia de contacto, interacción o comunicación con lo divino, la poesía y la mística tienen una relación intrínseca, pues una ayuda a la otra en el modo de expresarse y en modo de vivencia. Por ende, la poesía es una expresión de la experiencia mística del conocimiento del mundo, al entender a lo último como un misterio.
Creo importante mencionar aquí que el poeta Ramón Palomares se atrevió a confesarme, en alguna de las tardes en que nos reuníamos para conversar en Mérida, que le daba temor que yo no pudiera escribir nada más con la dimensión de “El poema del Esposo” y de “La Boda” porque allí yo había alcanzado a aproximarme a zonas muy profundas del conocimiento, había atravesado zonas de una dimensión humanamente inalcanzables.
—¿Qué es lo que más amas en la vida?
—Lo que más amo en la vida es a mi esposo, un ser humano especial, pleno de generosidad y luz, que me ha enriquecido en la convivencia diaria (porque convierte todo en un gesto de devoto amor por mí). Y la figura del Esposo ya se me había aparecido en la poesía: venía del Cantar de los Cantares, y yo lo había nombrado para alimentarlo y cuidarlo, como lo hago con mi esposo desde hace más de tres décadas. Porque sucedió que se dio el milagro: la figura del Esposo encarnó a la perfección en mi esposo, Nicolás Bianco.
—Tu poesía es un arte elevado, esencia del lenguaje. ¿Hay ojos viendo eso? ¿Hay lectores sintiendo eso?
—José, te agradezco considerar a mi poesía como “un arte elevado, esencia del lenguaje” porque a pesar de lo difícil que sea calificar la poesía que escribimos, varias han sido las voces que lo han señalado —“ojos viendo eso”—. Y desde el inicio la manera como me sirvo del lenguaje ha llamado la atención.
Pasaré a entretejer los comentarios —de los “ojos”— que han suscitado mi manejo del lenguaje. Las escritoras Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres señalan en El hilo de la voz: “Llama la atención la coherencia y continuidad del trabajo de Patricia Guzmán en el sostenimiento de sus motivos metafóricos, y la gradación de su voz desde lo entrecortado de su primer libro hasta la fluidez expositiva del último, sin perder la intensidad, la concentración, lo sustancial de las palabras”.
La poetisa Ana Enriqueta Terán —en un texto que escribió de puño y letra con el deseo de celebrar “El Poema del Esposo”— enfatizó: “Cuando Patricia usa la frase coloquial, la usa como recién salida de labios en presencia. La frase, sin adornos, corta cualquier tentación de meladura y el lenguaje retoma sus basamentos de luz incandescente. También luz de parto porque en ese poema ella se enfrenta a la gestación y venida al mundo de un hijo real que yo acuno en mis brazos envuelto en pañales de rubor y profecía, de solidez de futuro en la mejor página de la poesía venezolana”.
—¿Qué haces cuando te desanimas?
—Si comienzo a sentirme desmotivada, abatida, apocada, descorazonada y no encuentro la causa, intento distraerme con actividades que no me exijan concentración… como ver cualquier película en la televisión, también me ocupo de ordenar papeles, gavetas o preparar una nueva receta de cocina…
Pero cuando siento como si me hubiesen arrancado el corazón, lloro, lloro por un largo tiempo para liberarme del desánimo, del desasosiego. Si logro decírselo a mi esposo, comienza a despejarse el horizonte y comienzo a respirar con más facilidad.
Desanimarme siempre me deja cansada. Pero con un cansancio que me permite estarme más conmigo… ensimismarme y pronunciar el Salmo 50: “¡Oh Dios! Crea en mí un corazón puro y fortifícame por dentro con espíritu firme”.
—¿Has avanzado con lentitud o con prisa? ¿Con dolor o alegremente?
—Como he dicho en otras ocasiones escribo muy lento. Cuando tengo la imagen o la idea sobre la que voy a crear un poema, comienzo a leer textos que se emparenten con ese ámbito o que en todo caso me produzcan placer, me interesen intelectual y sobre todo espiritualmente.
Es como un proceso de incubación en mí… Así pueden pasar meses, hasta el instante en que me posee la urgencia de escribir unas palabras con las que asir la experiencia que necesito vivir… Cuando he dado inicio al poema —siempre comienzo escribiendo a mano y con lápiz— suelo leerlo en voz alta para sentirlo y advertir si me “suena”, si fluye lo escrito con naturalidad, si me reconozco en esas palabras… Es una tarea muy exigente y maravillosa puesto que a veces entro en una especie de angustia y al unísono de honda satisfacción corporal y espiritual…
Puedo convivir con el poema un largo tiempo. Me olvido de él. Hasta el instante en que algo me empuja, me hala, para continuar. O para restar líneas. Y siempre llega el momento de darlo por terminado… porque vislumbro que el poema se sostiene…
Diría que avanzo lenta y algunas veces dolorosamente, otras con un goce pleno de luz. Y siento, como dijera Hanni Ossott, que padezco la inspiración, porque ella me embarga, me inunda.
—¿En dónde vives ahora? ¿Cómo desarrollas tu poesía allí?
—Hace poco más de dos años vivo en Las Mercedes, en una calle poblada de árboles y, en comparación con el resto de la ciudad, en la que se impone el silencio sobre el ruido.
Habitamos en un pequeño apartamento en el que he dispuesto los muebles, los objetos y los libros que me acompañan desde hace décadas. A los muebles y objetos que han llegado hasta mí desde la casa de mis abuelos maternos, en donde pasé mi infancia rodeada de amor y cuidos, les otorgo un carácter muy particular. Mi corazón les confiere una especie de sacralidad. Así, por ejemplo, la vajilla de porcelana inglesa y la cubertería de plata con la que mi abuela solía recibir a alguno de sus hermanos cuando llegaba a Barcelona o en las noches de Navidad y Año Nuevo.
Heredé también el escritorio/secretaire en el que escribía la poeta Ana Enriqueta Terán y una pequeña biblioteca inglesa en la que colocaba sus libros preferidos la poeta y soprano Reyna Rivas. Además Oswaldo Trejo y William Niño me obsequiaron un espejo biselado y hojillado en oro enmarcado en lo que había sido el soporte de una importante pintura y tres frascos de vidrio azules con etiquetas en blanco y dorado para guardar hierbas medicinales: “Raíz de Ipecacuana”, “Esponjas” y “Madreselva”.
Los muebles, objetos, me acompañan en mi diario vivir, los cuido con devoción y los contemplo a menudo. Hacen que el espacio en el que habito me resulte grato, cálido. Algunos amigos suelen decirme que mi(s) casa(s) son muy acogedoras…
Y me es esencial que haya silencio y verdor. También me resulta importante la música que invite al sosiego, a la introspección, como la música antigua, la académica que a menudo escucho. (Los Cantos Gregorianos y algo muy distinto, como la ópera, los escucho cuando estoy sola).
En ese ámbito, en ese espacio que he diseñado, logro escribir cuando me llega el momento. No podría vivir en un espacio distinto. Soy muy ritualista.
—¿Este tiempo lo has visto bien? ¿Lo has podido atrapar con tus palabras? ¿El país ha cambiado totalmente? ¿Lo estamos interpretando?
—Estas dos últimas preguntas, José, las voy a juntar porque ante ellas tengo la misma respuesta. Si bien me afecta el país en el que han convertido a Venezuela, intento hacerme la ciega, la sorda, porque no puedo vivir ese terreno hostil, inhóspito, poblado de basura y hambre. Esa realidad la eludo porque me aflige y porque no tengo un alfabeto para nombrarla.
Vivo escindida, el país que es actualmente me enferma. Y como no puedo sanarlo con mis manos ni con mis acciones diarias, me duele y me horada, entonces guardo silencio, me guardo para no enfermarme nuevamente. Yo ya atravesé la dura experiencia de una cruenta enfermedad y sobreviví… por lo que me siento en deuda con el Altísimo que intuyo guió las manos del médico cuando me abrió la cabeza…
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