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IX Duque de Osuna. Goya

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Por MARINA VALCÁRCEL

«Mientras tanto, él, el príncipe, se levantaba: el impacto de su peso de gigante hacía temblar el pavimento, y en sus ojos clarísimos se reflejó, por un instante, el orgullo de esta efímera confirmación de su señorío sobre hombres y edificios». (El Gatopardo)

En El Gatopardo, Lampedusa va dibujando a través de pinceladas de palabras la decadencia de la familia Salina, de su príncipe y de las cenas en el palacio de Donnafugata. Su paso por el salón azul, por el salón de los tapices y por las persianas bajas que filtraban la luz. Por ese jardín para ciegos que se adivinaba no por la vista, sino por los olores.

Goya escribe con la pincelada precisa, de la que va surgiendo la casaca azul de Prusia de su IX duque, la decadencia de la familia Osuna en el retrato que estos días podemos ver en las salas de Goya del Museo del Prado gracias a la Fundación Amigos del Museo del Prado, a la restauración del Metropolitan y al préstamo de la Frick Collection de Nueva York, su propietaria. Goya y Lampedusa pintan el final de una aristocracia, el final de un tiempo.

El retrato de Don Pedro de Alcántara Téllez-Girón (1755-1807), gran mecenas del pintor aragonés del que recibió hasta 30 encargos, es el tercero y último que Goya pintara de este noveno duque de Osuna. Los otros dos, uno de 1785, pareja del de su mujer, vestido con uniforme militar, con la mano dentro del chaleco, y el bicornio bajo el brazo. Y el archifamoso retrato de familia de los duques de Osuna, de 1788, con sus cuatro hijos y sus juguetes. Ambos son muy distintos de éste en cuanto al tamaño, técnica y, sobre todo, al carácter íntimo de este retrato quizá póstumo del duque.

Este cuadro está pintado para su familia, para su ámbito privado. No lleva condecoraciones, ni bandas, ni uniformes. Es lo contrario del retrato de aparato. Pero es una imagen que representa lo que había sido la casa de Osuna: la seguridad, el mando y la decisión. Por eso refleja un hombre que tiene poder, en el bastón y en la mirada cargada de seguridad en sí mismo. Un retrato es una entente cordiale entre el retratado y el retratista: el retratado impone unas directrices exactas al pintor y este fue un encargo preciso para colgar en su casa.

El duque aparece de perfil: no nos mira de frente, algo inusual en Goya y que, quizás apunta, como explicará Manuela Mena, a la idea de que no fuera pintado del natural sino que estuviera basado en una miniatura de Guillermo Ducker. Tanto su pelo gris empolvado y atado atrás con una coleta, la ausencia de peluca y la casaca azul abotonada por encima de un chaleco rayado de satén indican que el duque sigue la moda francesa de 1790. El lazo blanco de la camisa nos conduce hacia la cara, única zona del cuadro que tiene cierto color: el rosa de las mejillas y el fresa de los labios. El resto del cuadro se mueve en el monocromismo de una paleta que va del azul de Prusia, los negros y los plomos, hasta el blanco. Las manos, foco de todas las dudas en la datación de la obra, sostienen con firmeza un bastón y una carta. Nada queda al azar. Todo va hilvanándose en un collar de dudas y de cierto misterio.

La familia Osuna es, junto con la Casa de Alba, una de las grandes familias de la España del siglo XVIII. Su cercanía al rey, su poder y sus palacios tanto el de Madrid como de las afueras, La Alameda, son encuentro de ilustrados. Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII la familia entra en bancarrota, los palacios empiezan a deshacerse y a venderse. Los años finales del duque de Osuna son tristes y difíciles: no llegó a Viena como embajador: se quedó en París, volvió a España enfermo para morir en la ruina.

Goya e Ingres comparten estos días salas en el Museo del Prado y la historia se entrecruza. Ambos pintores son en alguna parte de su vida coetáneos, muy longevos y ambos, salvando las diferencias, retratan la sociedad que les toca vivir. Ingres pinta el nuevo estamento emergente, la burguesía francesa. Goya dirá: «Yo no pinto más que para los más grandes». En España los aristócratas del siglo XVIII son todavía dioses. Hacia 1804-1805 el duque de Osuna y su hijo emprenden inversiones poco afortunadas con banqueros franceses, quienes precipitan su ruina. Estos son los mismos banqueros que están, por aquel entonces, encargando sus primeros retratos a Ingres. Manuela Mena, jefe de Conservación de Pintura del siglo XVIII y Goya del Museo del Prado, ha escrito casi todo sobre Goya. El último texto que inaugura el catálogo de la exposición de la National Gallery Los retratos de Goya, empieza con una frase del El Príncipe de Maquiavelo que ella se empeñó en que se imprimiera solo en italiano, sin traducción. Un mensaje rotundo: en general, los hombres juzgan más por la apariencia que por la sustancia.

¿Qué es lo que tienen esas manos para que centren las dudas acerca de la datación del cuadro y la lleven incluso a fechas posteriores a la muerte del duque? Hablamos de una horquilla de 1798 a 1814, son muchos años…

—La posibilidad de fechar el cuadro después de morir el duque, en 1807, se basa en que usa una técnica para pintar manos que utilizará posteriormente: los tonos rojos pronunciados en los nudillos y el gris por debajo, que hace que las manos resulten casi cadavéricas. Para mí, este es un retrato póstumo, que puede incluso ser de después de la guerra y que se encuentra precisamente el día que pintó Los fusilamientos del 3 de Mayo (1814): las manos del duque son idénticas a las del muerto del primer término. Esta técnica todavía no llega a las de La última comunión de San José de Calasanz (1819), cuadro en el que otra vez vuelve a entusiasmarse con la materia, en el que las manos son más lívidas, increíbles, es otro paso más. El duque de Osuna está ahí, entre ambos.

¿Qué es lo que rige el gusto de los mecenas de esta época? ¿Por qué la familia Osuna no encarga a Goya, como en el caso del conde de Floridablanca, un retrato reflejo de la parafernalia del poder?

—Porque es la representación del duque, como duque Osuna, no necesita nada más. De la misma manera que Felipe IV no necesita de otros atributos, es el rey. Eso es España en la representación del poder. Lo contrario de Louis XIV con su impresionante aparato. En España el súbdito sabe quién es el rey, lo reconoce por sus facciones, sin más. En el caso de la sonrisa del duque, ésta simboliza el buen gobierno, el padre.

¿De dónde viene en Goya esa fuerza en la captación de la carga psicológica?

—Goya consigue algo muy único: atravesar el fondo de la persona. Hay gente que es así, que ha nacido con esa estrella. Goya es un artista que tiene una rara capacidad para leer el interior de la persona y además saber reflejarlo. Pero nunca resalta lo malo. Las caras de Goya son como miniaturas, como los estudios del natural de la familia real.

¿Se puede decir que Goya es el primero que capta la personalidad? ¿Se había hecho antes?

—El retrato como representación de un individuo está ya desde el siglo XV. La captación psicológica está, desde luego, además, en Velázquez, pero también en Rembrandt y en Murillo. David es otro retratista increíble.

Y en Franz Hals también, ¿no?

—Sí, desde luego, pero en Goya hay algo también español que es la discreción y la mesura. Son siempre de una dignidad total.

¿Y cómo lo hace, cómo lo consigue Goya?

—Goya desnuda a sus personajes. Para entrar en el alma hace falta saber cómo es el cuerpo. En sus retratos se ve cómo conoce el cuerpo. Floridablanca lleva la banda de Carlos III en los dos casos. Esa banda, que es lo más administrativo que existe, le sirve a Goya para sugerirnos el contorno del cuerpo y en él vemos a un personaje nervioso, sin grasa, fuerte, presentimos casi las costillas. A Goya las costillas no le engañan y pone la banda de una forma que explica la fuerza de su personaje. Y cuando se la pone a Carlos IV, es una banda gordinflona, bonachona.

Y desde esa cualidad para desnudar así al personaje, ¿cómo pinta al duque de Osuna?

—Es curioso porque en este retrato no alcanzo a verle vivo, sino más bien como una imagen de lo que tiene que ser. Es la máscara del buen padre, del gran duque. Pinta un duque que está como pasando por una sala, deprisa.

A pesar de ello, de parecer una máscara, hay algo muy real, casi fílmico: esos labios parece que hablan…

—Sí, está bien visto. Goya es fílmico. Y tiene una enorme capacidad para conseguir eso. No porque ponga las imágenes en movimiento sino porque plantea varias escenas al mismo tiempo. Tiene las manos totalmente estáticas, el cuerpo girado, acaba de comer… Y está sonriente.

Así que Goya pinta en fotogramas…

—Así es, puede hacerlo incluso con un solo retrato. En cuadros más complejos esto aún se ve mejor. En Los fusilamientos: tenemos los que salen, los que llegan, los que se asustan, los que ponen la pierna para subir al sitio donde los van a fusilar, los que están fusilando y a los muertos.

¿Cómo es la pincelada en este cuadro?

—Es una pincelada de precisión absoluta, de economía, de limpieza. Eso es Goya. No se anda con borrones.

¿Podría decirse que al final de su carrera hay una austeridad de medios?

—En el retrato que hace de Moratín en Burdeos, éste lleva una preciosa casaca azul. Hay mucho colorido a su alrededor, en su cara también. Sin embargo, es austero de color, algo trágico también. Tiene una enorme dignidad, como de noble romano o de retrato renacentista. Es como si hubiera visto el retrato de Gerolamo Barbarigo de Tiziano. En el último periodo, Goya parece buscar más que nunca la inspiración en la estatuaria clásica. En La gallina ciega, tenemos al Hypnos en el personaje que está con la cuchara, también algún personaje femenino basado en la Venus vestal… El duque de Alba apoyado es el Fauno Barberini.

Goya dice que sus fuentes son Velázquez, Rembrandt y la naturaleza. ¿Qué hay de Velázquez en el retrato del duque de Osuna?

—Ese concepto del espacio vacío. No sabes dónde está el personaje. Como en el retrato de Cabarrus, es el retrato del Pablo de Valladolid. No solo en la figura, sino abajo, donde termina y empieza el suelo.

¿Este estilo abocetado y más suelto, como ocurre con otros grandes maestros, Tiziano o Velázquez al final de su carrera, no es el paso al impresionismo?

—Es que no sé si el arte es científico. Que Velázquez y Goya tienen cosas que luego vamos a ver en los impresionistas: sí. Están la rapidez, aquello que no está terminado de cerca pero que cuando te alejas ves la forma.

¿Tampoco hay nada de ésto en Lucien Freud?

—Si pensamos en el retrato de Thyssen o en el de Jacob Rothschild, son retratos que Freud tardaba casi un año en hacer. Goya para la Condesa de Chinchón necesitó solo dos semanas. Los dos retratos que acabo de mencionar de Freud son impresionantes, ambos tan inquisitivos. Esa terminación tan obsesiva, con tanta materia, es la que lleva a Freud a conseguir el reflejo de la personalidad de los modelos. Pero no tienen nada que ver con los de Goya, son distintos. Creo que lo que tiene el arte de fantástico es que cada artista es único. La última vez que Lucien Freud vino al Prado, poco antes de morir, no paraba de mirar Velázquez, una y otra vez, como despidiéndose de él.

¿Y Francis Bacon?

—Delante mío Bacon metió literalmente la nariz dentro del Marte de Velázquez… ¡Casi agujerea el cuadro!

Antes de terminar, permítame que vuelva a la influencia de Goya en el arte inmediatamente posterior…

—Yo no creo que haya un influjo por el que un artista moderno diga: «Voy a copiar esto de Goya». Creo que lo toman casi como un artista vivo, cuando veo a grandes artistas mirando a Goya, parece que están hablando con él. Acompañé una vez a David Hockney al Prado, la última vez que vino a Madrid, quería ver Velázquez pero luego se fue hacia Goya. Lo vimos todo. Delante de las pinturas negras dijo: «Aquí ya no puedo ni hablar». Lo veía como una ruptura total con su época y eso es lo que los pintores quieren hacer. Después subimos a ver Los Cartones. Allí, en los cartones para tapices, aquello que la gente ve como más popular y menos bueno aunque no sea verdad, David Hockney dijo: «Yo me vendría a vivir dos meses a esta sala».

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