La reciente elección de concejales ha vuelto a calentar el debate entre la participación electoral, la abstención, el voto y las elecciones, como método de lucha, de cambio político, de elección de autoridades y representantes.
Hay quienes consideran que es menester, en toda oportunidad y bajo cualquier circunstancia, asistir a los eventos electorales convocados por una dictadura. Hay otros que opinan radicalmente lo contrario: “Dictadura no sale con votos”. Cada uno ofrece ejemplos y abunda en argumentos para sostener su posición. Lo cierto es que no existe una verdad absoluta sobre este tema, ni que todos los casos y momentos históricos son iguales.
Hay casos y momentos en los que dictaduras crueles, como la de Pinochet, fueron derrotadas y relevadas del poder, por los votos, previo proceso de negociación y acuerdos. Hay otros, donde dictaduras han salido por la fuerza después de haber simulado procesos electorales, o efectuado fraudes ostensibles y comprobados. Casos tenemos en nuestro país como el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, y más recientemente en Perú, con el régimen de Alberto Fujimori.
He sostenido que cualquier política en esa dirección debe ser asumida en unidad, vale decir por toda la sociedad democrática. Solo de manera unitaria, una u otra política, puede surtir un efecto más eficaz y determinante. Divididos, los demócratas no logramos generar efectos demoledores, sobre todo ante una dictadura tan indiferente al cuestionamiento de la comunidad nacional e internacional, y experimentada en manipular, mentir y abusar del poder.
Lo cierto es que el voto ha perdido toda eficacia en los tiempos presentes de nuestra nación. La dictadura chavo-comunista se encargó de ir progresivamente demoliendo su valor, eficacia e importancia, hasta convertirlo en un simple instrumento de propaganda con el cual justificar su absoluto control, por la fuerza, de todas las ramas y niveles del poder público.
No son iguales los procesos electorales, de comienzo de siglo, que los presentes. Siempre el chavismo ha aplicado un ventajismo abusivo, que ha derivado en un fraude claro y demostrable.
Desde el establecimiento en la Constitución de 1999 de la prohibición de financiamiento a los partidos políticos, con lo cual arrancó el ventajismo oficial, y con el que se sometió a la indigencia a las formaciones partidistas opositoras al régimen, comenzó a configurarse un cuadro de destrucción gradual del significado del voto.
En paralelo vino el hostigamiento y las campañas de descrédito contra partidos y dirigentes, a las cuales, muchas veces, nosotros mismos ofrecimos elementos que le dieran crédito y sembraran en la mente colectiva la idea de que los partidos, especialmente los viejos, no eran necesarios. Por tanto, lo mejor era desaparecerlos.
Debilitaron y afectaron a los partidos históricos, nacieron nuevas organizaciones, hasta el punto de que hoy todo el que se considera líder político anuncia la fundación de un partido. Pero tampoco los nuevos lograron la fuerza orgánica y social requerida. Los que avanzaron, también fueron agredidos por la dictadura.
Hoy todos los partidos con algún protagonismo están intervenidos o anulados jurídicamente. Más allá de los problemas y desviaciones que todos nuestros partidos presentan, lo cierto es que al derrumbarlos, la dictadura, desde el momento de asumir el poder, tuvo claro que era menester impedir la existencia de partidos políticos, con todo el rol que deben desempeñar en una sociedad democrática.
En los primeros tiempos, con la complacencia de importantes sectores académicos, sociales y políticos, la decisión de asfixia económica pasó sin problemas. A medida que la dictadura se fue vaciando de pueblo, y creciendo el repudio a su modelo y a su liderazgo, la acción contra los partidos y sus dirigentes fue incrementándose hasta llegar a su ilegalización, y al encarcelamiento e inhabilitación de quienes ejercemos la función política. Entonces, muchos se percataron de la importancia del asunto.
Pero el ventajismo no se limitó a hostigar y cercenar a los partidos políticos. Sino que se convirtió al Estado en partido. La lucha no era, y no es, entre un partido en funciones de gobierno y unos partidos en la oposición. La lucha es entre un Estado todopoderoso y una sociedad empobrecida, silenciada, desarticulada y perseguida.
El Estado comunista se apoderó de todo el sistema electoral. Ya la organización electoral no era expresión del conjunto de la sociedad. Es un brazo más del Estado-partido. Ya la fuerza armada nacional no volvió a ser un garante de la paz, el equilibrio y la legalidad electoral. La convirtieron en el brazo armado del partido de gobierno para someter a los sectores opositores, y permitirles a los agentes oficiales cometer todo tipo de fechorías electorales.
Este cuadro se ha deteriorado hasta niveles ya insoportables, luego de la victoria de la sociedad democrática en las elecciones de la Asamblea Nacional del 5 de diciembre de 2015. A partir de esta derrota, propiciada por los demócratas a la cúpula roja, esta tomó la decisión de desconocer la nueva mayoría y no permitir en adelante otro proceso electoral en el que no se garantizara de antemano un resultado favorable, haciendo fraude a la ley y a la voluntad electoral, si ello fuere necesario, como ya ha sido demostrado en los procesos sucesivos.
No se puede, entonces, igualar este cuadro de ahora, a la no participación en las elecciones parlamentarias de 2005. Ese año no se alteró el cronograma electoral de forma alevosa, perversa y acomodaticia, como sucedió en 2017 y 2018. No se había producido de manera ostensible y demostrable la adulteración de los programas informáticos de transmisión y totalización de los resultados de un proceso electoral, como ocurrió y lo denunció la empresa Smartmatic, luego de la fraudulenta elección de la inconstitucional asamblea constituyente en 2017.
En 2005 no se había establecido la severa limitación del derecho del voto a los venezolanos en el exterior, ni su numero tenia la significación que hoy tiene, después de la dolorosa estampida humanitaria producida por la dictadura.
Esto para solo citar los más relevantes aspectos del fraude existente que han destruido la fe en el voto, su fuerza y valor, como instrumento decisorio en la vida política de una sociedad.
Rescatar el voto es un gran desafío para todos lo que creemos en la libertad y en el Estado de Derecho. Rescatar el voto es rescatar la democracia. Es una tarea que no se logra aceptando acríticamente todo el inmenso fraude existente, tampoco negando su importancia o renunciando a la política para alcanzarlo. Nuestra lucha está orientada a logar que en Venezuela podamos volver a votar, y que el voto tenga el valor que intrínsicamente representa.
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