En octubre del año 2000, en una de las visitas que Fidel Castro hizo a Hugo Chávez, Venezuela y Cuba firmaron un convenio de cooperación integral. Fue una visita larga, de miércoles a lunes, con recorrido por la zona de Vargas afectada por el deslave y un discurso del déspota cubano en la Asamblea Nacional. El gobierno “bolivariano” insistía que el convenio –en cuanto al suministro de petróleo a precios especiales y con condiciones especiales de pago– era muy similar al firmado una semana antes con Costa Rica, El Salvador, Panamá, Haití, República Dominicana, Honduras, Nicaragua, Guatemala, Jamaica y Belice con el pomposo nombre de Acuerdo de Cooperación Energética de Caracas.
En apariencia y en la poca información que se hizo pública había algunas similitudes, pero no era verdad. Coincidían en el año de gracia, intereses a 2%, 15 años de plazo para pagar la deuda, la posibilidad de financiar entre 5% y 25% de la factura. Sin embargo, había diferencias extraordinarias. Si a los 11 firmantes del acuerdo de Caracas les vendería 80.000 barriles diarios, una alícuota de 7.700 en promedio, a Cuba le suministraría 53.000 barriles diarios. Un elemento controvertido fue que La Habana pagaría parte de la factura con bienes y servicios –asesorías en deportes, medicina y en el sector agrícola, especialmente en la industria del azúcar–, pero lo realmente escandaloso que no se conoció por mucho tiempo fue que Chávez autorizó a Cuba a vender a terceros todo el petróleo que quisiera y a precios internacionales y en efectivo. Le pagaba para que fuese su competidor.
El negocio se hizo más redondo casi de inmediato, esférico, cuando el año de gracia se convirtió en eterno, nunca pagó, y la cuota llegó a 140.000 barriles diarios. El petróleo era gratis y como consecuencia Venezuela estaba obligada a pagar los bienes y servicios que le prestaba Cuba, y que cada día eran más. En poco tiempo había 250.000 cubanos que enseñaban a leer con la Misión Robinson, con el lema “yo, sí puedo” (sic), a tocar cuatro, médicos que curaban diarrea con ibuprofeno, equipos del G2 que de controlar los 7 anillos de seguridad del presidente pasaron a dominar los servicios de inteligencia y el esqueleto estructural de las fuerzas armadas, instalaron el sistema informático de Pdvsa, recibieron la administración de registros y notarías, y ganaron la licitación para el nuevo programa de identificación de los venezolanos, que han cobrado varias veces y apenas se concretó en ese eructo que es el carnet de la patria. También cobraron ingentes cantidades por asesorías agrícolas, por la intermediación en los alimentos del escándalo Pudreval, pero también por los equipos médicos que compró el propio Fidel Castro con dinero venezolano para los hospitales públicos, las medicinas genéricas vencidas traídas de Italia y la India, los polvitos de paranpanpán que le echaban al comandante eterno todas las mañanas.
Cuba cobraba, y sigue cobrando, quince y último. Cuando hay retrasos, que los hay, se cobra en especies. Lo hizo con la refinería de Cienfuegos que Venezuela reconstruyó en su totalidad y que sin aviso y sin protesto fue declarado bien cubano y desalojó a los técnicos de Pdvsa. En diciembre de 2000, Guaicaipuro Lameda estaba en Cuba poniendo sobre papel lo que Chávez le había concedido a Fidel en octubre, después de viajar juntos a Sabaneta y visitar la casa natal o la residencia pobre de los Chávez-Frías. Ahí, en el número 85, entre las calles 10 y 11, Fidel Castro le dijo que dentro de 300 años millones de personas visitarían ese sitio para conocer la casa donde nació el comandante Chávez, con la misma fe con la que millones de árabes peregrinan a La Meca y a Medina. Chávez no cabía dentro de sí. Además, Fidel lo había aceptado como su hijo ¿putativo?
En diciembre del año 2000 el general Guaicaipuro Lameda todavía creía más las traducciones que hacía José Vicente Rangel de las palabras de Chávez que en las acciones de Chávez dirigidas a demoler todo vestigio de institucionalidad en Venezuela. Empezó con las fuerzas armadas, siguió con Pdvsa y contra todo lo que fuese orden, incluido el orden alfabético y el orden cerrado castrense. Era tan importante lo que quería dejar asentado con el presidente de Pdvsa –barriles diarios, créditos, colocación del crudo en otros mercados, envíos adicionales e inversiones venezolanas en las exploraciones petroleras cubanas– que Fidel Castro prefirió quedarse conversando con Guaicaipuro que ir a recibir a Vladimir Putin al aeropuerto José Martí. Era la primera vez que un mandatario ruso viajaba a La Habana después de la implosión de la Unión Soviética.
Putin no iba a resolver distancias ideológicas, sino a presentarle un portafolio de propuestas para que empresas rusas se incorporaran a terminar algunos de los grandes proyectos de construcción de la era soviética, como la planta procesadora de níquel de Las Camariocas en la que la empresa Nirilt quería invertir 300 millones de dólares y la refinería de petróleo de Cienfuegos. Entre 1985 y 1989 Moscú concedió créditos por 7.000 millones de rublos a Cuba para la construcción de una planta electronuclear en Juraguá, que apenas abastecería 15% del consumo de electricidad de la isla y nunca se terminó, y una refinería en Cienfuegos que comenzó a funcionar en 1991 de forma intermitente, hasta 1995 cuando el gobierno cubano decidió no operarla más. El desmembramiento de la antigua URSS significó la suspensión total de los suministros. De la noche a la mañana la chimenea apagada de 192 metros de altura de la refinería de Cienfuegos se convirtió en el símbolo del derrumbe del socialismo soviético. En el año 2000 Fidel Castro le propuso a Hugo Chávez reactivarla y Lameda trataba de convencerlo de que no era viable, que había opciones más rentables.
Frente a la terquedad de Fidel Castro de reactivar la refinería, los técnicos de Pdvsa realizaron estudios técnicos y de factibilidad que dieron los mismos resultados: sería una inversión irrecuperable. Además, se agregaba que la tecnología era rusa y que la planta tenía muchos años cerrada, lo que incrementaba tremendamente los costos. Sin embargo, en el primer semestre en 2005, cuando ya Chávez había desbaratado el referéndum revocatorio que lo sacaba del poder y estaba totalmente entregado a Fidel, comenzaron los estudios para determinar el costo de reactivar la planta: 83 millones de dólares que pondría Venezuela, además del petróleo. En abril de 2006, se constituyó la empresa mixta. 51% era de Cuba y 49% de Venezuela. En octubre de 2007 Chávez la preinauguró. Hasta 2017 todo lo que se hacía y se deshacía en la refinería se mantuvo en un auténtico hueco negro, fue cuando el gobierno de Venezuela y los venezolanos se enteraron de que la refinería de Cienfuegos pasaba a ser propiedad de Cuba. Ni el caramerudo Jorge Arreaza, que se encontraba ese día en La Habana, tenía “detalles de la información”. Solo sabía lo que había publicado Granma, el órgano informativo del Partido Comunista de Cuba. La Habana tomó la medida para saldar deudas pendientes de Venezuela con Cuba, como el pago de servicios profesionales –“médicos” y entrenadores deportivos– y la renta de tanqueros petroleros para el traslado de los 100.000 barriles de petróleo que día a día regalaba a la isla.
Fidel Castro sabía que podía dejar para otro día el recibimiento a Putin en el aeropuerto José Martí, que ahora debía poner en papel las promesas infinitas de Chávez y exigir su cumplimiento. Tenía que cobrar su mejor actuación como encantador de serpientes. Tanto que 21 años después los herederos siguen absortos y cumplen las órdenes mansitos y no deliberantes. Los apátridas son los otros, los que no gritaron patria o muerte.
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