Conforme se acerca el fin del verano en el hemisferio norte y partes del trópico, ha aflorado un gran debate sobre cómo y cuándo deben abrir las escuelas y las universidades. En algunos países, el asunto ya se ha resuelto, ya que o bien no cerraron (el caso de Suecia) o abrieron parcialmente a finales de la primavera (Francia, Alemania, etc). Entre más se politiza el asunto, más álgido el debate, y entre más cerca haya elecciones, más se politiza el tema. Es el caso de Estados Unidos.
Trump ha hecho del regreso a clases una de sus principales banderas para reactivar la economía, volver a la normalidad y atacar a sus adversarios por tener a todo el mundo encerrado. En México, hasta donde se sabe, la idea sería volver a clases a finales de agosto, pero han proliferado las versiones, o los rumores, de que en realidad no será hasta enero en que los niños vuelvan a las escuelas públicas. Los términos de la discusión en otros países son altamente pertinentes para México. México es más o menos igual a todos los países. A pesar de lo que piense la 4T.
En primer lugar, conviene subrayar, que ni en escuelas ni en universidades, públicas o privadas, las más ricas del mundo o las más pobres, son lo mismo las clases presenciales y las clases en línea. Esto es especialmente cierto para los niños. No solo existe una enorme desigualdad en los países pobres o de ingreso medio, como México, pero también en los países ricos, con algunas excepciones escandinavas o renanas, sino que las consecuencias de permanecer en casa son totalmente diferentes. Para empezar, no todas las casas, ni mucho menos en países como el nuestro, tienen acceso a Internet. En segundo lugar, no todas las familias con niños tienen acceso económicamente aceptable a teléfonos, tabletas o computadoras. En tercer lugar, es frecuente que en muchos hogares, aun aquellos que están conectados y donde hay hardware para aprovechar la conectividad, son varias personas (niños, adolescentes, adultos) los que deben utilizar la misma conexión y el mismo aparato. Además, las consecuencias de permanecer en casas pequeñas o en hacinamientos son también conocidas: espacios restringidos, poca sana distancia, ansiedad, violencia intrafamiliar, falta de acceso a medicamentos y en ocasiones a desayuno o comida.
También es un hecho que los efectos para los niños y para los estudiantes universitarios, son muy diferentes. La socialización en clase, presencial, tanto para niños como para estudiantes, es fundamental. Por lo menos desde que existen las escuelas y las universidades, esta es una de sus características principales, se aprende mejor con otros que solo. Pero además, como sabemos todos los que hemos dado clases online, no hay manera de asegurar la atención duradera de quienes supuestamente están siguiendo la clase que cada quien imparta, buena o mala. Unos alumnos con niños juegan con otro aparato mientras aparentan estar escuchando y viendo al profesor; otros se ven obviamente perturbados por lo que está sucediendo en su entorno.
Por último, en el mundo real va a resultar muy difícil que las mujeres vuelvan al trabajo si los niños no vuelven a la escuela. Eso es cierto en los países más ricos, en los de ingreso medio o en los países pobres.
En esta lista no exhaustiva de las desventajas de permanecer en casa, el justificar el cierre de las escuelas por la imposibilidad de mantener la sana distancia en las aulas y por lo tanto verse obligado a en todo caso reducir el número de personas que asistan, es una forma de exacerbar la desigualdad existente en las sociedades en los países de los que hablábamos. En efecto, la comparación válida es entre las ventajas de la sana distancia que puede haber en un aula más o menos amplia, versus la sana distancia en una casa muy pequeña. En realidad, si se cierra una escuela y se manda a los niños a casa porque no hay espacio para mantener la sana distancia en clase, lo único que se hace es trasladar la educación de un lugar menos desigua l-la escuela- a otro más desigual -el hogar-.
Ahora bien, se entienden los peligros, sobre todo en países como México, donde no ha disminuido durante un rato largo el número de contagios, de hospitalizaciones y de fallecimientos. Se sabe que, si bien los niños se enferman en proporciones extraordinariamente menores que los adultos o personas de la tercera edad, no hay conclusiones definitivas sobre la posibilidad de contagio a través de niños asintomáticos. Por eso los sindicatos de maestros de muchos países se han opuesto a la reapertura de escuelas.
Lo que han hecho los países que han abierto o van a abrir, es relativamente sencillo y conocido. Se trata de ampliar el número de turnos, a reducir el número de alumnos en cada aula; alternar períodos de recreo y de deporte; aumentar la disponibilidad de agua, jabón y gel para lavarse las manos, etc; regalar tababocas y obligar a su uso, salvo cuando sea imposible o contraproducente; no recurrir a profesores que se encuentren en una situación de vulnerabilidad especial. Ninguna de estas medidas es perfecta, pero todas juntas, aparentemente, están garantizando un regreso a clases en varios países, sin rebrotes.
Si en México nos vamos hasta enero para que vuelvan los niños a la escuela -insisto, eso no equivale a clases en línea: no es cierto- es probable que se pierdan prácticamente dos años de educación, el que terminó en junio y que fue interrumpido desde finales de marzo y el que empezaría en agosto y que en realidad solo duraría de mediados de enero a junio. No es que la educación que reciben los niños en México sea algo del otro mundo; sabemos que es un desastre. Pero ese desastre es mejor que ninguna educación. Y la que recibirían en teoría en casa, en línea, por profesores que solamente los acompañan durante breves períodos, es aún más desastrosa.
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