Por MIGUEL GOMES
Con ocasión de abordar desde su experiencia como psiquiatra y psicoterapeuta asuntos ominosos del siglo XX, Edward F. Edinger atribuyó los crímenes del fascismo y el comunismo a la falta de estructuras sociales adecuadas para albergar las tendencias religiosas innatas de la psique: el triunfo de un laicismo que ignora las fuerzas irracionales operantes en nuestro inconsciente facilita que los ideólogos las manipulen (1). Edinger, que falleció en 1998, de haber sido testigo de la oleada populista global que hoy sintetiza dialécticamente los conflictos entre derechas e izquierdas extremas de antaño, sin duda habría percibido la continuidad de dichas manipulaciones en un fenómeno como el del chavismo, con su combinación de prácticas autoritarias procedentes de diversas zonas del espectro político más el agregado de varios cultos rastreables en la vida social latinoamericana y, sobre todo, en la venezolana: la adoración del hombre fuerte —el caudillismo—; la adoración de los padres de la patria; la adoración de la nación como suprema fuente de sentido y destino. Esas formas de religiosidad desviada se entrecruzan en la verba chavista desde su articulación en los años noventa y se traducen en imaginerías abigarradas donde convive el santoral católico con el patriótico o el “revolucionario” —en la acepción más pueril del término, adornada de camisetas o carteles con estampas de un Che que blande fálicos rifles o habanos—.
Implantado en el campo de la política, el mito se transforma en una peligrosa ficción que justifica programas y nutre despotismos: así tendieron a caracterizar la noción críticos culturales como Frank Kermode, al analizar el factor apocalíptico que interviene en coyunturas de caos y transición social (2). Sin embargo, no siempre están los mitos al servicio de intereses de partido o individuos que los reducen a instrumentos despojados, en el fondo, de numinosidad. No me parece casual que en la fase de absoluto clímax de la Modernidad el arte con frecuencia asumiera elementos míticos. El pájaro de fuego o La consagración de la primavera, el Ulises, la Tierra baldía, el icárico Altazor y, para limitarnos a Venezuela, las aparentemente realistas Ifigenia, Doña Bárbara o Canaima son obras demasiado imbuidas de antiguos relatos religiosos o folclóricos —que hunden también sus raíces en una religiosidad remota— como para que no sintamos que las primeras décadas del siglo XX, incluso dominadas estéticamente por el vanguardismo, necesitaban alojar de algún modo reliquias de lo negado o soslayado. Si Georges Sorel, que atrajo por igual a Mussolini y a Mariátegui, conminaba a adoptar el mito con fines facciosos, el arte de ese entonces intentaba, por el contrario, preservarlo en un espacio donde aún lograse incentivar algún tipo de vivencia espiritual.
Ello explica por qué varias figuras mayores de la literatura venezolana de los últimos treinta años trabajan con registros míticos o incorporan mitemas en sus obras. Desde el motivo del descenso al inframundo —el país “oscuro” o “nocturno”— hasta el Más Allá neogótico —así sea traspasado por el código pulp—, la poesía y la narrativa han acogido lo sobrenatural, lo enigmático o anhelos de trascendencia desprendidos de los moldes institucionales o doctrinarios usuales. Por no mencionar que la lírica, en numerosas oportunidades, acude a las plegarias y a fuentes bíblicas o budistas. Entre los autores a los que aludo sobresale un puñado cuya obra capta la desazón de los albores del milenio inspirándose, singularmente, en creencias ancestrales indígenas o sus huellas en una cultura mestiza, legado que actúa como paradigma implícito o explícito, irónico o no, de una “pertenencia” anterior a lo moderno. Me refiero, entre otros, al Ricardo Azuaje de Viste de verde nuestra sombra (1993); la Yolanda Pantin de El hueso pélvico (2001); el Gustavo Valle de Bajo tierra (2009); el Juan Carlos Chirinos de Los cielos de curumo (2019); o, de manera más sostenida, el Juan Carlos Méndez Guédez de algunas miniaturas de El vals de Amoreira (2019) e, íntegramente, de La ola detenida (2017) y de su libro más reciente, en el cual me concentraré: La diosa de agua: cuentos y mitos del Amazonas (3).
El título y el subtítulo no dejan margen de duda sobre la modulación hacia narraciones de estirpe religiosa. Con todo, si se contrasta con La ola detenida, esta colección de textos breves podría a primera vista no ser tan vinculable al horizonte social venezolano que he descrito. Ciertamente, la novela de 2017 exhibe un acercamiento más directo, debido a las reglas del thriller al que, por una parte, se afilia y, por otra, satiriza con talante cervantino, deparándonos un fresco de la atmósfera corrupta y el deterioro en que se ha desarrollado desde hace lustros la llamada “Revolución Bolivariana”: se trata de las rocambolescas aventuras de la detective venezolana Magdalena Yaracuy, quien recibe el encargo de volver a su país para descubrir el paradero de la hija de un magnate español implicada en una intriga de maleantes variopintos, chavismo oficial y agentes dobles. Para escapar ilesa del hostil laberinto, Yaracuy recurre a su pericia en boxeo tailandés, una puntería envidiable y su fe en María Lionza. La diosa de agua está escrita en clave muy distinta —aunque la risa no le sea ajena— y los referentes históricos se vuelven casi siempre nebulosos, vagos, como conviene al ámbito de lo legendario. Lo que no supone la escasez de guiños descifrables por los seguidores de Méndez Guédez. En el primer cuento, tras el espantoso hallazgo de seis cabezas de chivo flotando en un río, la protagonista, Virgilia —nombre adecuado para alguien que conoce las rutas del Otro Mundo—, pronto concluye que
Estas son cosas de la gente nueva que ha aparecido por estos lares […]. Hace tiempo que llegan historias sobre personas que hacen trabajos terribles con gallinas, con chivos, con sapos; gente que vino de lejos; gente que no adora a María Lionza y que ignora su prohibición de hacer ritos en los que sufran los animales (p. 19).
La entrada que se le dedica a María Lionza en el jocoso y no menos inteligente “Pequeño glosario personal que el lector puede evitarse” —parodia de los tics etnográficos de la novela de la tierra— hace evidente que el recato previo de las remisiones al chavismo era calculado:
En años recientes se han tratado de incorporar nuevas cortes que representan las realidades sociales y políticas más conflictivas del país, pero muchos espiritistas se niegan a aceptar dentro del culto a espíritus que en vida causaron mucho daño a otras personas, como son los delincuentes comunes o los políticos del régimen que azota a Venezuela desde 1998 (p. 184).
Los mitos privilegian el tema del origen y en La diosa de agua la recuperación de una pureza perdida resulta crucial: nos ayuda a percibir una poética de resistencia. Si los mitos estatales perseveran en consolidar la imagen de un Padre colectivo de hazañas, al fin y al cabo, guerreras, violentas, los de Méndez Guédez sugieren una cosmovisión materna donde las pugnas se eliminan o atenúan. De hecho, hemos apreciado ya que está exenta de los binarismos patriarcales que pretenden subordinar lo animal o distinguirlo tajantemente de lo humano —los animales, no solo en estas páginas sino también en las de El vals de Amoreira, son esenciales o protagónicos—. Las categorizaciones inflexibles del monoteísmo distan de los atributos de María Lionza que, por algo, se asocia a la fluidez y a lo cambiante. Esas cualidades se transmiten al discurso mismo, con citas o alusiones que desembocan unas en otras libremente: del Popol Vuh a la Divina comedia, de la Epopeya de Gilgamesh a “El coloquio de los perros”. En el plano del género prima un hibridismo análogo: con pasajes góticos o sentimentales, personajes de fábula o cuento de hadas, así como piezas enteras que echan mano del versículo, el sincretismo expresivo se asemeja al que ciertos antropólogos enfatizan en el credo marialioncero.
Por si lo anterior no bastara, ha de acotarse que a lo largo de La diosa de agua se observa una masculinidad amenazante en la que se reúnen aspectos sombríos del patriarcado. Destacan, por ejemplo, los que nos ofrece “Primer fuego, último viaje”, uno de los textos del conjunto más desafiantes desde el punto de vista enunciativo —con su voz en constante reposicionamiento— y desde el punto de vista de la exuberancia argumental —con acciones que impredeciblemente se desplazan entre lo legendario y lo onírico—:
Pero no puede creer que sea Raoun, su querido padre terrenal, quien la lleva, pues afirma que anoche escuchó con claridad las exigencias de la serpiente alada.
Ven hija, hoy me acompañas tú, hija.
¿El miedo, padre? ¿La cobardía, padre? ¿La obediencia, padre? ¿El horror, padre?
Decime, papá, mirá, decime, el miedo tú, na’ guará, tú mismo el miedo, el horror, padre.
Me entregás tú mismo, me llevás tú mismo, pero no me besés, papá, cuando me dejés allí en la laguna, te ruego no me besés.
Porque el fin se conoce, no sus detalles. Y el miedo, papá (p. 53-54).
O varias secuencias de “Las estrellas y el arca”, con el sabor de una prolongada pesadilla:
A mi abuelo y a mi padre tuve que espantarlos con un hacha.
Desde que me vieron llegar con la mujer trataron de abalanzarse sobre ella.
La baba caía por sus labios y se golpeaban el pecho con los puños (p. 67).
Y con menos exasperación, aunque no sin dolor, cabe recordar en “Los ojos y el ángel” las reflexiones de un escritor sobre los móviles ciegos, subterráneos, de sus urgencias creadoras:
Una vez más, sin que venga a cuento, pensaré en mi propio padre: ese agujero de los años y la vida; ese abandono. Me levantaré a caminar por el estudio. Beberé con rapidez un mosto y decidiré que nada de desvíos. El padre propio es siempre un agujero sin fondo (p. 148).
La pureza se halla en el corazón de estos mitos de resistencia: la encontramos en el amor de Virgilia y Carrillo, en sus monólogos alternos y el cruce maravilloso de sus sueños (“Las siete trompetas y los últimos días”); la redescubriremos cuando Aknán despierta, luego de dormir entre sobresaltos e imágenes atroces, para asegurarse de que Ebbay sigue a su lado y él puede volver a cerrar los ojos (“Las frutas del árbol”: el título, por supuesto, se remonta al Génesis); la adivinaremos en la mención fugaz a la tierra “donde los dioses jugaban” mientras el narrador, “demasiado étnico” para la policía española, se enfrenta, inquieto, a sospechas sobre su identidad (“Sol y luna”); o, asimismo, la veremos emerger de una juventud evocada plenamente, en un umbral entre las ficciones del libro y el dato autobiográfico circulante en el “Glosario”:
Los lugares citados […] son poblaciones y ciudades [del estado Lara]. En mi infancia eran nombres comunes y cercanos; hoy en día, después de tantos años fuera, se han convertido en palabras refulgentes y mágicas que me gusta pronunciar en las noches de insomnio como si fuesen talismanes (p. 183).
La visión primigenia, preconsciente, “mágica”, de La diosa de agua se corresponde con su conducta narrativa: además del agitado torrente de intertextos y géneros, comprobaremos la difuminación de las fronteras entre la vigilia y el sueño —con un pertinente empleo del automatismo surrealista—; la evanescencia de todo lo que separa lo escrito de lo oral —dominan aquí la parataxis, el paralelismo, tal como en el folclor o la literatura primitiva—; y, como también lo he adelantado, las barreras entre lo sublime y lo festivo se desmoronan. Para nada en deuda con los formulismos garciamarquianos, afín más bien a los postulados iniciales de Franz Roh, el realismo mágico que Méndez Guédez cultiva carece de la solemnidad mesiánica de los latinoamericanismos militantes; y, desde luego, evita las poses magisteriales con que definía adustamente lo “criollo” Arturo Uslar Pietri por la misma época —la década de los cuarenta— en que adaptaba la terminología de Roh a la literatura nacional. Una sola muestra del “Glosario” bastará para probarlo. A la hora de comentar la palabra “Tamunangue”, se nos advierte que
Se trata de un baile delicioso, complejo. Para preservar el amor propio, abstenerse de intentarlo si no se ha hecho desde pequeño.
Los años en que debí aprender a bailarlo los malgasté leyendo sin entender a gente como Lacan o Pierre Macherey o Kristeva (p. 186).
Quizá ahora menos que nunca, pues sirve de escudo contra el desamparo y la tristeza, la risa no debería disociarse de lo venezolano. Sabemos que la refundación de la realidad deseada por Méndez Guédez no ignora la existencia de una región sagrada donde el “juego” todavía es posible y nuestra verdadera identidad nos aguarda: podríamos considerar La diosa de agua una de sus manifestaciones.
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