Esta semana los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús. Recordamos el acontecimiento más extraordinario de la humanidad. El momento en que Dios se hizo hombre, y vino a nuestro mundo para salvarnos, para redimirnos.
Es un tiempo de encuentro en la familia, precisamente porque Jesús buscó una familia para modelar a la humanidad. Para enseñarnos que la persona humana existe y se realiza, plenamente, desde la familia.
La familia integrada por su núcleo central, del padre, la madre y los hijos, constituye para nosotros el pilar fundamental de la sociedad. Ese modelo de familia debemos fomentarlo, protegerlo y preservarlo.
Esta Navidad venezolana será, precisamente, una celebración con nuestras familias desarticuladas. Todo lo contrario a la familia que se consolidó en Nazaret.
Una familia desarticulada, desalentada, empobrecida y enferma es la que nos ofrece, luego de 20 años, el socialismo bolivariano. Esta Navidad venezolana es, no cabe duda alguna, la más dolorosa en más de un siglo de historia republicana.
No solo por las carencias materiales dramáticas que sufrimos en el seno de nuestra sociedad, sino por algo aún más trascendente: la desarticulación de la familia.
Cuando se tiene el oído y el corazón puesto sobre nuestra cruda realidad, uno puede apreciar que lo que más está afectando a nuestra sociedad es ese sentimiento de ruptura que el exilio está produciendo.
Cuando hablo de exilio no solo me refiero al exilio político, que ya es muy significativo, sino me refiero al exilio económico y social, que es el más grande y dramático.
La diáspora producida por la dictadura chavista no tiene precedentes en América Latina, y casi que en el mundo occidental. La humanidad ha experimentado importantes migraciones, por guerras o por catástrofes naturales, pero la nuestra es especialmente relevante, por tratarse de una estampida humanitaria generada por un modelo de gestión política y económica de la sociedad.
En el fondo todos esos migrantes son también exiliados políticos. Los ha aventado del seno de su familia, de su nación, un sistema político, que ha creado un cuadro socioeconómico brutalmente devastador.
El nivel de ruina que el socialismo del siglo XXI ha producido es aún superior a la de naciones afectadas por guerra recientes. Su perverso modelo de saqueo y destrucción económica, nos ha traído una destrucción con un impacto mayor que algunas guerras convencionales.
Pero el daño espiritual, afectivo, psicológico y social creado por la desintegración de la familia tiene alcances más sensibles y profundos.
Un joven profesional venezolano, estudiante de posgrado en una universidad francesa, escribía recientemente una nota que circuló profusamente en las redes sociales.
Gustavo Guerrero, el joven ingeniero que escribió dicha nota, titula su sentimiento así: “La revolución nos robó hasta el duelo”. En dicho escrito expresa: “Ya sea en un apartamento de 9 m2 en París, una casa de dos pisos en Canadá o viviendo con un amigo en Quito, nadie quiere recibir esa llamada de Venezuela diciendo que tu mamá está enferma, o tu papá está hospitalizado o que algún ser querido murió.
La tristeza y el dolor en cualquiera de estos lugares es el mismo. Ese quiebre incontrolable y esa soledad que vienen con esas noticias viviendo afuera son terribles.
Lo primero que se te viene a la cabeza es ir a Venezuela, pero a menos que tengas una excelente situación económica no es una decisión tan sencilla. Muchos de los que viven afuera mantienen a sus familias enviando remesas y tienen que cargar consigo mismos. Dudar entre estar al lado de tus seres queridos mientras luchan por sus vidas o guardar el dinero del pasaje para ayudar a pagar los tratamientos y la hospitalización es un dilema por el que no debería pasar nadie”.
Gustavo cierra su escrito con una nota de esperanza:
“Esta no puede ser la realidad que nos tocó vivir. Solo espero que esté episodio oscuro de nuestra historia termine pronto porque me niego a aceptar a Venezuela como un país de desgracias y cuya emigración ni siquiera puede llorar a sus muertos”.
Ese es el centro del problema humano, que no puede ser entendido por los comunistas en el poder. Su escuela marxista considera al hombre solo en su dimensión material. No entienden que la persona humana es más que materia, es fundamentalmente espíritu. No le dan importancia alguna al drama presente en nuestra sociedad y que en estos días de Navidad sale a flote, precisamente por tratarse de la fiesta de la familia, del momento del encuentro y la fraternidad.
Maritain lo decía con precisión: El hombre “no solo es una mandíbula para comer, sino que es un corazón para sentir”. Aquí estamos frente a toda una concepción del hombre y de la sociedad, que nos lleva a destacar la trascendencia de la familia y de los sentimientos profundos, existentes en el ser humano, y muy especialmente en relación con su familia.
Esta Navidad venezolana es la expresión más elocuente de esa visión integral, que el filósofo francés nos enseñó con magistral densidad y claridad. No solo es no tener los alimentos tradicionales de la temporada. No solo es engañar a los más desposeídos con la oferta de un pernil que nunca llegó, pero que había que ofrecerlo ante la contingencia de un evento electoral. Es más que eso, es ser testigos de un dolor en el alma, producido por la desintegración de nuestras familias.
Para quienes la familia no es importante, para quienes el poder y el dinero son más importantes que los valores del espíritu, este tema carece de importancia. Para quienes asumimos el humanismo cristiano, esta es una cuestión fundamental.
El mandato es claro. Rescatar a Venezuela requiere rescatar la libertad, y así rescatar a la familia. Con familia, con principios y con voluntad, haremos de nuevo la Venezuela grande que todos deseamos.
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