Después de un largo tiempo sin escribir, y sumergido, en una larga y casi traumática cuarentena, me permito decir que nadie, en su sano juicio, puede subestimar la pandemia del COVID-19 o los estragos que ha ocasionado en el mundo y en nuestro país. Tenemos que reconocer que, a nivel político, al régimen le cayó como anillo al dedo, pues le ha servido para ejercer un mayor control social en una Venezuela sanitariamente devastada; control que no pudo lograr la delincuencia común, el hambre, la escasez de productos básicos o la hiperinflación. Si no hubiese sido este virus, hubiesen sido otros brotes, epidemias o plagas los que nos confinaran en nuestras casas.
Por supuesto, la situación no es nada halagüeña, pero –al menos– en otros países de los que tanto se queja el régimen al invocar sus cifras mortales y negarse a revelar las propias, hay libertad de prensa hasta para cuestionar los números oficiales. Y, henos aquí, en un estado permanente de zozobra ocasionado por el desconocimiento del alcance real del coronavirus, la ausencia de respuestas de emergencia inmediata que los casos suscitan y la búsqueda incansable de los muy encarecidos y costosos alimentos y medicamentos. A nadie se le puede prohibir la angustia por 6 o 7 millones de familiares venezolanos que están fuera del país, la reducción dramática de las expectativas de vida, los 2 millones de niños fuera de toda escolaridad o la masiva deserción de profesores y estudiantes de nuestras universidades. ¡Henos aquí!
Por mucha armonía y tranquilidad que hubiere en cada hogar, luce inevitable que la situación del país haga nido entre sus miembros, y se manifieste en términos de una profunda ansiedad, angustia, preocupación, desesperación y, me atrevo a decir, violencia. El enclaustramiento aguijonea cualquier malestar, irritación o rabia, por pasajera que fuese; y genera un caos emocional, digno de estudio que busca prontas soluciones. Esto lo sabe perfectamente el gobierno usurpador y, lejos de intentar aminorarlo, encarando seria y correctamente la pandemia, por ejemplo, lo va empeorando poniéndole más gasolina a la ya caótica situación, metafóricamente hablando, pues tampoco hay.
Entonces, nada grata se hace la vida casera, en medio de tantos problemas, por no citar a quienes, irremediablemente, viven solos y tienen como interlocutor una pared, sin telefonía, ni emisoras radiales o televisivas, ya que si las hay, están controladas por el régimen o muestran costos inalcanzables para muchos. Todo el contexto país nos lleva a una vida emocional, extraordinariamente golpeada y signada por distintos e involuntarios niveles de agresividad. A esto también deben responder los partidos de la oposición, golpeados por la misma dinámica y con poca credibilidad, por no haber manejado con certeza la problemática social y emocional del venezolano y ahora deberían convocar a su militancia especializada, psicólogos y psiquiatras que ayuden a desarrollar campañas no solo para transmitir el mensaje político de la forma más adecuada, sino también para elevar, en los venezolanos, la autoestima, la confianza, la solidaridad, la tolerancia y el autocontrol, entre otros aspectos psicológicos importantes.
Nuestra vida se ha vuelto netamente un tema emocional. Por ahora, mientras pasamos esta pandemia, busquemos la mejor forma de sobrellevarla y entender que parte primero de nosotros. La respuesta incluye aprender técnicas para limar las discrepancias para entendernos con la familia dentro de la casa, con los vecinos inmediatos y la comunidad, fuera de ella; generar recursos que nos den cierta estabilidad; y aceptar que estamos emocionalmente afectados. Más allá de sobrevivir al COVID-19, significa superar al régimen como pandemia. Por ahora nunca olvidemos que Venezuela libre existe, resiste y persiste.
@freddyamarcano
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