El enorme impacto que ha producido la publicación de los resultados de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2019-2020 –Encovi–, realizada por el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, de la Universidad Católica Andrés Bello, tiene una muy probable explicación y es que ratifica, con los adecuados y precisos instrumentos de las ciencias sociales, lo que los venezolanos constatamos todos los días en nuestra experiencia cotidiana: que Venezuela ha perdido aquel halo o aquella imagen o aquella esperanza de país rico, para devenir en poco más de dos décadas en un país no solo empobrecido, sino cada día más y más venido a menos. Estructural y extendidamente pobre. El informe demuestra que los padecimientos no se corresponden a situaciones aisladas o coyunturales, sino que hablan de una nación entera doblegada a los múltiples padecimientos de carencias, estrecheces, dificultades y falta de perspectivas.
Somos un país pobre, que ha perdido un pedazo sustantivo de su población efectiva, 5 millones de personas que, en un cortísimo período de tiempo, han migrado –han huido– a otras naciones. Somos un país súbitamente envejecido, que liquidó una parte de su bono demográfico (que es la ventaja que consiste en que el número de personas en edad de trabajar supere al número de personas dependientes –niños y adultos mayores–). Somos un país paupérrimo, en el que aumenta la tasa de mortalidad infantil; disminuye la esperanza de vida; crece el número de las viviendas en condiciones de precariedad; en el que sube la tasa de hacinamiento; donde la inmensa mayoría de los hogares han sido sometidos a erosivos procesos de desestructuración.
Somos un país devastado y exhausto: que solo excepcionalmente tiene acceso a servicios básicos como agua, electricidad e Internet. Somos un país mísero, en el que 96% de las familias vive en condiciones de pobreza, y en el que alrededor de 4 de 5 de estas familias viven en condiciones de pobreza extrema. Somos un país en el último peldaño de la existencia, donde la inmensa mayoría pasa hambre, vive subalimentado –no se consumen las mínimas proteínas necesarias para la vida–. Somos un país desgarrado, donde la desnutrición infantil tiene la categoría de epidemia: afecta a 30% de la población, lo que autoriza a cualquier ciudadano de bien, a presumir las peores expectativas al respecto, es decir, que todas estas realidades continuarán empeorando mientras se mantenga el régimen de Maduro en el poder.
Este proceso de empobrecimiento rápido y masivo no es el producto de una desgracia sobrevenida. Es la meta de un plan con un específico propósito: erosionar a la sociedad venezolana, hacerla dependiente del uso político de la renta petrolera, debilitar su capacidad de defender la democracia y las libertades. Ya lo sabemos: no había ni programa industrial, ni ejes de desarrollo, ni modelo económico alternativo, ni genuino deseo de erradicar la pobreza.
El régimen nunca escuchó las advertencias que, en marzo de 1999, economistas y gremios empresariales comenzaron a formular con urgencia: las políticas que se anunciaban nos conducirían a la destrucción de la economía productiva, arrasarían con el empleo, provocarían realidades de hambre y enfermedad en todo el territorio. Las denuncias que se hicieron entonces tenían un legítimo fundamento; apenas se hizo con el poder en Cuba, Fidel Castro se embarcó en la tarea de destruir la economía de la isla, cuyo saldo no tardó en materializarse: un brutal empobrecimiento, del que no han podido recuperarse nunca, y que ha convertido al comunismo cubano en un poder mendigo, especializado en someter a su población y vivir de la ayuda extranjera.
Pero lo que probablemente nadie previó, al menos hasta 2004-2005, es que la destrucción sería tan eficaz, tan amplia, tan sistemática y tan profunda. No se estimó que la corrupción y los ilícitos adquirirían la categoría de políticas de Estado, ni que con fundamento en prácticas diseñadas de violación de los derechos humanos y políticos, se produciría una apropiación de los bienes públicos, que la nación venezolana sería manejada como un botín, y que una pequeña oligarquía político-militar haría suyo hasta el último dólar de las arcas públicas, en una operación delincuencial, que ha acabado por empobrecer, de forma extrema, a la inmensa mayoría de la nación venezolana, ese 96% del que habla el reporte de la Encuesta de Condiciones de Vida 2019-2020.
Hay que reconocerlo: han superado las peores expectativas. Han sido capaces de violar las leyes, de desconocer los poderes legítimos, se han apropiado de las riquezas y más de tres centenares de bandas organizadas se han repartido pedazos enteros del territorio para usarlo, explotarlo de forma ilimitada y con plena garantía de impunidad. El poder practica la ruindad, se asocia con delincuentes y narcotraficantes, busca aliados entre terroristas y ladrones de toda ralea y, cada vez que lo cree necesario, detiene, tortura y mata.
El debate sobre el hambre en Venezuela es, ahora mismo, un callejón sin salida: todos los indicadores sugieren que continuará empeorando. Se incrustará, con sus atroces efectos, en cada familia venezolana. Venezuela está en medio de una crisis humanitaria, cuya prospectiva es todavía más sombría. Así las cosas, la sociedad venezolana y sus aliados internacionales están obligados a actuar de inmediato: unir las fuerzas, concentrar la presión y producir en corto plazo, el cambio que las familias venezolanas demandan. Es cosa de vida o muerte.
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