Por XENIA GUERRA
El Estado intenta protegernos del Covid-19, pero, mientras esto sucede, quién nos protege del Estado. El campo de concentración que antes estaba destinado a espacios alejados de la ciudad (el lager nazi, el gulag soviético, los basureros del feminicidio, las cárceles) se ha desplazado al centro de la urbe donde la ley dice que la ley está suspendida para protegernos, una zona biopolítica. Nunca ha sido más provechosa la premisa de la modernidad que le permite al Estado proteger la libertad individual de nosotros mismos, de quienes la portamos. La libertad individual como práctica social se perfila entonces como un peligro para los cuerpos de quienes la ejercen porque hemos carecido de políticas culturales que nos relacionen de manera pertinente con nuestro cuerpo, este experimenta la fisura entre el derecho a la libertad y su condición biológica. Esta última, una amenaza para la primera en estos momentos de Covid-19. Se nos educó sobre la libertad individual para lograr liberarnos del propio cuerpo biológico que, una vez desamparado, pudiera ser protegido por el Estado. Una libertad de individualidades que el poder reconoce incompetente para la política, es decir, para las relaciones que sostienen la comunidad que incluye su sentido más básico: su condición biológica, animal. Con la libertad individual podemos ser responsables ante el Estado de nuestras finanzas, de nuestra educación y cultura, pero esa libertad se quiebra en el cuerpo y nos preguntamos, ante ese mismo Estado, ¿cómo podemos ser responsables de nuestro cuerpo? Somos terroristas de nosotros mismos y como tales debemos estar encerrados, confinados para no atacarnos involuntariamente con el virus porque el desconocimiento cultivado nos hace tontos. ¿Quién lo cultiva? La escuela, la familia, el poder. La ciudad se patrulla para vigilarnos, los presos, porque siendo irresponsables de nuestros cuerpos el Estado debe asumir esa responsabilidad. En Filipinas el presidente ha autorizado disparar a quien viole el confinamiento, porque qué otra cosa puede hacérsele a un criminal que no cumple la ley. En Venezuela a partir de las dos de la tarde no se puede transitar en las calles y, según las redes sociales, hay denuncias de persecuciones políticas, denuncias que también se repiten en otros países constitucionalmente frágiles. Pero no podemos protegernos del Estado porque él nos está protegiendo de nuestro cuerpo. En qué momento de la cultura aceptamos que como civilización podemos relacionarnos con otros para el intercambio mercantil pero no podemos relacionarnos con otros para protegerlos. ¿Acaso esa desconfianza pasa por un halo de culpa cristiana que en el duelo maniqueo entre el bien y el mal nos sitúa irremediablemente en el bando de los malignos porque más que padecer la peste, en nuestros cuerpos impuros somos la peste misma?
Una pandemia mundial donde todos parecemos responsables con un “quédate en casa” que simplifica la libertad separada de la responsabilidad. Gozamos tan solo de un simple gesto de libertad que nos señala como una población de individuos irresponsables y un poco tontos que en cualquier momento pueden soltar la bomba que aún no comprenden cómo llegó a sus manos.
La educación y la formación del individuo fundamentada casi exclusivamente en la productividad han logrado que el cuerpo biológico se desplace a una “imagen”. Parece que sabemos de qué color es; principalmente, cuando son cuerpos blancos y negros, parece que sabemos cómo deben cubrirse; a quienes les corresponden las faldas y los pantalones. La conciencia sobre el cuerpo es frágil como la responsabilidad sobre el mismo. La relación con el cuerpo mediada por la apariencia nos obliga a aceptar nuestra propia jaula en la pandemia como alguna vez sucedió en el Medioevo. Hemos aprendido cómo debe verse el cuerpo, lo producimos, no lo pensamos. Aunque algunos reconocen que la responsabilidad individual que piense el cuerpo en su funcionamiento biológico y social permitiría frenar el contagio, el pánico es masivo porque siempre hemos temido lo que desconocemos: que nuestro cuerpo biológico importa en tanto es social. Dos partes que no se relacionan porque son separadas forzadamente durante nuestra formación para luego sugerir que no podemos proteger al otro mientras nos protegemos. Una prioridad para la cultura y la educación ha de ser asumir la responsabilidad como una libertad reflexionada que pasa por lo que Foucault considera el cuidado de sí; siempre ético en sí mismo porque implica las relaciones con los otros en la medida en que el cuidado de sí vuelve capaz de ocupar en la ciudad, en la comunidad o en las relaciones interindividuales, el lugar que le conviene.
La pregunta que resta es ¿cómo asumirán esta libertad pensada las comunidades pobres siempre numerosas con carencia de espacio?, ¿cómo se asume la responsabilidad y el cuidado de sí y los otros entre los pobres que se aglomeran para perseguir diariamente la sobrevivencia?
El reto del Estado estará en conciliar sus prácticas biopolíticas de excepción con una formación bioética de los individuos para comprender la responsabilidad de su cuerpo en su doble composición biológica y social. Un reto que le ofrece herramientas de pensamiento para que se asuma como sujeto, en su cuerpo, su autonomía como una responsabilidad en su espacio social con los otros y, por tanto, su espacio político. No deja de ser un riesgo para el Estado siempre sensible a ejercer el control de cualquier cuerpo un riesgo que, por tanto, puede ser simplemente descartado.
Combatir un virus no significa combatir los cuerpos de quienes lo padecen. Han quedado en evidencia las complejidades biológicas, individuales y sociales y se confirma que para ellas no hay solución final, solo la continua revisión de su influencia en la decisión democrática, porque como complejidades son también vulnerabilidades que fundamentan la modernidad.
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