Inquieto, esperaba la llegada a Mérida de Don Camilo José Cela al Aeropuerto Alberto Carnevalli junto con el vicerrector académico y pocos amigos-colegas de la comunicación social (1993). Descendió de un avión pequeño, propiedad del historiador y escritor Guillermo Morón, quien fue el primero en asomar su rostro por la puertecilla y antes de bajar por la pasarela.
Me sorprendió que Morón decidiera que Cela me conociera antes que a nuestra autoridad universitaria, mi amigo vicerrector académico Leonel Vivas Jeréz. Lo hizo porque Guillermo le contaba, al premio Nobel de Literatura, durante el vuelo, varias anécdotas relacionadas con notables escritores y la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes, entre ellos Jorge Luis Borges, a quien los castrocomunistas que agitaban nuestra casa de estudios superiores rehusaron conferirle un doctorado en 1982, catedráticos presuntos que igual sabotearon una moción de Jesús Serra Pérez y mía para que a Sofía Ímber también se lo otorgaran. Ambos, él en su condición de director del Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres y yo, asistente literario de la Universidad de los Andes, diligenciamos, vanamente, esa propuesta. El mencionado amigo también nos acompañó para recibir a Don Camilo, quien apretó, con fuerza, mi mano derecha para decirme:
—Ah, eres el escritor que protestó, mediante un texto publicado en El Nacional, respecto a cierta hostilidad de algunos contra Borges en vuestra ilustrísima universidad –formuló–. Me honra formar parte de los deplorados por esos sabios profesores de Letras. Estoy enterado de que no me permitirán dialogar con los estudiantes en la Facultad de Humanidades.
—Estás bien informado. Ignoro si sabes que ellos intentaron que prosperara un doctorado honoris causa para el tirano-asesino Fidel Castro Ruz –añadí, tajante–. Recuerdo que, cuando recogían firmas, me enteré y expuse mi malestar a nuestro rector de la época [Néstor López Rodríguez, 1988]
—¿Qué sucedió con eso? ¿Qué te respondió?
—López Rodríguez me aseguró que, si llegaba esa infame propuesta a su despacho, no la firmaría. Esas distinciones tienen reglamentos, si el rector no suscribe el petitorio no prospera en el Consejo Universitario.
Transcurrido el tiempo, presencié cómo los idólatras del castrocomunismo no daban tregua a los demócratas y librepensadores en las universidades autónomas de Venezuela. Sabían que, desde las máximas instituciones educativas, podían fomentar, fácil, el terrorismo doctrinal de gobierno. Fueron persistentes, camaleónicos, seductores, adoctrinadores, inagotables activistas pro-comunismo. Viajaban, con frecuencia, hacia Cuba, donde recibían órdenes de actuar con violencia, extorsión, chantaje, atracos, secuestros y asesinatos. Ellos las cumplían a «paso de vencedores». El inaudito proyecto de exterminarnos, de socavar a Venezuela [una república que tuvo riquezas y recursos científicos-intelectuales para ingresar al Club de Naciones Primermundistas].
Nadie lleva las distinciones académicas que recibe a sus sepulcros, para alardear en el «más allá» de la fetidez corporal, como tampoco los bienes de fortuna, premios, rangos militares, jerarquías burocráticas, et. La nada para siempre será su propio esencialismo. Pero, esta circunstancia extremadamente rara [insostenible, sin sesudas justificaciones] llamada existencia siempre desafiará al hombre erecto y sabio: a nosotros, los menos inhumanos varados en naciones esclavizadas por mediocres.
@jurescritor
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