¿Hacia dónde va Venezuela? Difícil preverlo, sobre todo porque los acontecimientos se desarrollan a una velocidad abismal. Sin embargo, al tiempo que suceden hechos de trascendencia, en el país se discuten aspectos y manifestaciones que difícilmente puedan desarrollar algún tipo de cambio significativo en la esfera política de la nación.
El mayor riesgo que se corre es que el asentamiento del totalitarismo continúe. O dicho de otra forma, que las cosas prosigan como están. Al menos en el fondo y en su raíz. Porque si bien se han dado transformaciones en algunas expresiones sociales y económicas, el cariz del chavismo sigue estando presente y por ningún resquicio parece asomar su abandono del poder.
La pregunta del millón de dólares en Venezuela pudiera extrapolarse a qué se necesita para que el chavismo abandone el poder, o por lo menos tienda bases lo suficientemente robustas para creer en su salida en algún punto de la historia próxima. Nadie tiene esta respuesta, y las razones que justifican la permanencia de las autoridades en el poder van desde el misticismo (Venezuela tierra de gracia dominada por el mal que en algún punto será liberada del demonio) hasta el ya consabido ataque entre facciones opositoras para acusarse de colaboracionistas y traidores. Todo ello cabe en el menú de las excusas y justificaciones.
Lo que sí parece ser cierto es que al chavismo cada vez menos le importa respetar las formas y apariencias. Las últimas maniobras orientadas a desmantelar las dirigencias de los partidos políticos, así como el uso de los órganos del Tribunal Supremo de Justicia (o lo que medianamente todavía quede de él, como quiera verse), así como cualquier reforma electoral de cara a las próximas votaciones que en algún punto de la historia se celebrarán, no hacen sino reafirmar que la coalición de poder proseguirá su conquista de facto, a la par que ningún elemento interno parece tener una fuerza medianamente significativa para detenerlo.
Salvo que suceda un evento imprevisto, la coalición de poder mantendrá su estado de dominación en el país durante mucho más tiempo, siempre que sea lo suficientemente ágil en mantener los equilibrios de las cuales pende. Claro está, sin embargo, que como toda organización que nace de la ausencia de bases institucionales robustas, la coalición puede desintegrarse a pesar de su aparente fortaleza, especialmente porque los desequilibrios financieros y macroeconómicos no son capaces de asegurar que la repartición de ingresos complazca todas las agendas que se encuentran en el tapete.
Dicho de otro modo, ¿pueden las actividades ilegítimas representar una cantidad suficiente de ingresos para colmar todo el apetito de los agentes del poder? ¿Puede ello hacerse además en un Estado en el que cada vez más se le desdibujan los contornos de su propia condición? Por otro lado, quien lleva la peor parte sin duda alguna es la oposición, la cual tendrá que maniobrar su continuidad en algunas posiciones de poder —hasta nuevo aviso— sobre la base de argumentos y tecnicismos legales hasta ahora inéditos en la historia del país, y con ello, capaces de tener consecuencias hasta ahora desconocidas para la vida política del país.
Lo cierto del caso es que la pandemia parece haber acelerado el deterioro de Venezuela, además de haber frenado o al menos repensado buena parte de los ajustes y “reformas” que las autoridades habían comenzado a desarrollar desde el año pasado. Con ello, el riesgo de retomar controles, atacar a la propiedad y al empresario, buscar chivos expiatorios en el sector privado que sean los causantes de los males del país surge de nuevo. Y surge en un contexto de mayor pobreza, con la válvula de escape de la emigración seriamente limitada y afectada por el coronavirus (y con ella sus remesas), y por supuesto con el peligro de salud pública que representa abrir la actividad económica en Venezuela sin contar con la infraestructura necesaria para paliar todo el tema que implica el coronavirus de forma masiva. Mal presagio.
Entretanto, el país parece vivir un loop entre el victimismo y la denuncia opositora, el dilema del qué hacer, del votar o no votar, mientras que el chavismo tiene una premisa clara: mantener el poder mientras haya vida, y después legarlo a la nueva generación chavista, como en una dinastía del antiguo oriente. Hasta ahora llevan dos décadas. ¿Cuántas más vendrán? Los tiempos de la vida de los hombres no coinciden con los de la vida del país.
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