Estos tiempos venezolanos son los de la angustia por la precariedad en la vida de cada quien. Los de la confusión. Los de la incertidumbre, del que irá a pasar la semana que viene. Los de los rumores a diario y hasta chismes, que ahora se llaman “fake news”. Los del mal humor colectivo, el recelo y la desconfianza. Los de los conflictos en diversos colores y sabores.
Estos tiempos venezolanos son, en fin, los de la desesperanza ganando terreno en el corazón de cada cual. Los de un conflicto político insensato que nos perjudica a todos, incluso a quienes son sus principales protagonistas, ni hablar los que nos encontramos en el medio de la balacera.
Como habría dicho Perogrullo, estos tiempos venezolanos debieran ser, al contrario de lo anterior, tiempos para pensar en el país. Para actuar sabiendo que se encuentra en una situación límite, que la crisis no explota solo en la cara de los que se encuentran parados en la acera de enfrente. Para recuperar el sentido común, por no decir de sentido de sobrevivencia. Para explorar como enderezar entuertos y evitar el “autosuicidio”. Estos tiempos venezolanos son, porque sí, para bregar acuerdos que cobijen el afán de construir un país que sea para todos y encuentre el camino por el cual transitar hacia un futuro que se nos está yendo de las manos.
La telaraña de las grandes palabras
Según una vieja creencia, las palabras se las lleva el viento. Se dicen y vuelan, no dejan rastro. Se esfuman, como si jamás hubiesen sido dichas, sin consecuencias que valgan la pena. Se diluyen apenas se las sopla y cualquiera puede decir cualquier cosa. Pero se sabe que ocurre más bien lo opuesto. Las palabras siempre quedan y crean realidades, pues no existe nada que primero no haya sido nombrado: lo que no somos capaces de decir no existe. Las palabras generan responsabilidades. Ellas siempre quedan, con ellas siempre sucede algo. Estamos obligados a velar hasta por la manera como pudieran ser comprendidas por otros. En suma, las palabras no salen de nuestros labios impunemente. El caso es que, como dice la escritora española Rosa Montero, las palabras pesan, dejan huellas y, a veces, heridas. Porque pueden estar cargadas de plomo y ser capaces de matar.
Los historiadores registrarán cuánto de lo que ha ocurrido en los últimos años en el país tiene que ver con el uso irresponsable de la palabra y cuántos conflictos nos hubiésemos ahorrado de haber sido más comedidos, menos inconscientes, a la hora de usarla. Palabras dichas sin ton ni son, con mentira, con medias verdades, con exageración, sin rigor político. En fin, palabras como ladrillos, conformando las paredes de discursos irresponsables que encajonan, simplifican, caricaturizan y desfiguran la realidad venezolana, mientras radicalizan y vuelven casi imposible la tarea de tender puentes, imprescindibles para abonar la estabilidad social.
Palabras muy gordas, demasiado, que al final se volvieron emociones que incomunican. Que dividen y separan. Que nos han hecho distintos e intolerantes. Palabras que no comprenden las palabras del otro, solo las combaten.
Nadie es inocente en la construcción de esta telaraña de palabras que ahora nos tiene atrapados. Nadie, pues, se encuentra libre de culpa, aunque las cargas se repartan de manera desigual, cada quien sabrá cuál ha sido su responsabilidad.
Qué se nos hizo la política
En Venezuela pareciera que nuestros puntos de vista han terminado siendo refractarios a una visión global de la sociedad, como si no hubiera otra realidad, otro diagnóstico de ella que el que se elabora desde el rincón en donde el observador se encuentra parado. Tenemos un pensamiento desmembrado, tejido desde parcelas, desarticulado respecto al país porque carecemos de una matriz que permita que las discrepancias, las expectativas y, asimismo, los necesarios arreglos colectivos, se puedan dilucidar en ámbitos relativamente comunes. Seguimos, entonces, sin poder delimitar la zona que nos conviene a todos.
Pareciera entonces que deberíamos aprender de nuevo a pensar y hablar, según lo ha dicho reiteradamente José Balza, quien cita al filósofo catalán Jorge Larrosa para señalar que “las respuestas no siguen a las preguntas, el saber no sigue a la duda y las soluciones no siguen a los problemas”. El uso indiscriminado de los vocablos no sería tan grave si estos no fueran instrumentos para llegar a conocer, analizar e interpretar la realidad. Los significados de las palabras son senderos abiertos para conocer el mundo, concluye Balza.
En los textos que estudian al principio de su carrera, politólogos y afines, aprenden que la política consiste en el encuentro —en modo de confrontación, negociación, diálogo, acuerdo…— de actores con posiciones diferentes, encuentro marcado por determinadas circunstancias, a partir de las cuales los políticos deben reconocer lo que es factible en cada situación e incluso, creo que esto lo decía el maestro Manuel García Pelayo, distinguir en cada caso entre aquello en lo que debemos ponernos de acuerdo y aquello en lo que podemos e incluso debemos conservar las diferencias.
No aspiro, ni mucho menos, a que las líneas de este artículo vayan muy lejos. Pero creo que no sobran. El país pareciera, hoy más que nunca, vivir en una transición permanente hacia quién sabe dónde. Pareciera ser un país provisional, que existe “mientras tanto y por si acaso”, según diría el querido y recordado José Ignacio Cabrujas. Un país que se “desnortió”, señalaría el cómico mexicano Cantinflas.
Hay, pues, que reivindicar la palabra como esperanza de entendimiento y herramienta para saber hacia dónde queda nuestro futuro y cómo ir hacia allá, pues conforme a lo escrito por el filósofo Daniel Innerarity, “la política es una forma de hacer cosas con palabras”.
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