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Llueve en la ciudad

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Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón, escribió Verlaine tal vez antes de dispararle dos veces a Arthur Rimbaud hiriéndolo en la muñeca. De haber llovido durante aquel dramático episodio emocional no se habría producido ninguna acción fertilizante. La lluvia posee un alto sentido de fertilización que se relaciona con la vida y no con la muerte. Hay quienes tienden a asociar el semen del hombre que da vida con la lluvia que trata a la tierra como si fuera una mujer. Ella cae del cielo y el firmamento le otorga el prodigioso valor simbólico de ser la influencia celestial que recibe la tierra, el portentoso factor que logra el milagro de que la semilla germine en el surco y más tarde cubra de beneficios la mesa del comedor.

Zeus se valía de su poder para conquistar vírgenes y diosas. Acrisio encerró a su hija Dánae en una torre de bronce pero Zeus se convirtió en lluvia de oro y se filtró por una rendija. Muchas danzas y ceremonias agrarias tienen lugar en tiempos fijados por el conocimiento y la tradición; hay los ritos y cantos que se ofrecen igualmente al sol para agradecer que satisfaga la vanidad del agua que humedece los campos roturados o, por el contrario, suplicar al cielo que arroje agua para combatir la sequía. Existen numerosos métodos para atraer la lluvia: escupir agua hacia el cielo; asociar una cacatúa negra para que aparezcan pesadas y oscuras nubes que suelten el agua, o bombardear las nubes con yoduro de plata, dióxido de carbono congelado o propano líquido para obligarlas a llorar.

Sin embargo, la lluvia no siempre fecunda. Cuando se precipita desde el cielo oscurecido por la tempestad, anega, inunda, destruye, paraliza ciudades y los relámpagos y centellas iluminan fugazmente los campos de hortalizas que amanecen convertidos en fango y cosechas arruinadas.

El drama de la lluvia es su ambivalencia. Atosiga todo lo que existe o se mueve sobre el planeta. Al igual que la tierra, el sol, el fuego o la condición humana muestra hoy un rostro apacible y sereno pero mañana los rostros aparecen torvos y terroríficos. El terremoto causa pánico y devastación; el sol calcina nuestros huesos y al salir de la iglesia o del concierto nuestra condición humana nos incita a apuñalar al ofensor y mentimos y traicionamos al amor. Lo dijo Ovidio cuando el mundo estaba naciendo: “Veo lo mejor, lo apruebo y, sin embargo, sigo lo peor”. Y la lluvia es hoy un aguacerito blanco, una jarina, la mojabobo, la garúa y la llovizna. Pero mañana puede ser el torrente, el aguacero, la tempestad que se disfraza de ciclón o huracán cuando se hace cómplice del viento.

Rómulo Gallegos en el prólogo de Doña Bárbara que editó Federico Prieto para Fundavag Ediciones, escribe: “Sol abrasador y lluvia copiosa, con todo el estruendoso aparato de una tormenta llanera, donde entre nublado y sabana un solo trueno no tiene cuándo acabar…”.

Llueve en mi corazón y son lágrimas las que convierten en lodazal los profundos surcos del amor que se va, la vida humana que discurrió por ellos hasta formar el lago de las nostalgias y de la memoria en el que, sin que podamos contenerlo, se hunde nuestra alma aterida, empapada y entristecida. Recibimos el piadoso abrazo misericorde, pronunciamos algunas conocidas palabras de consuelo. Creemos que escampa, pero el lago sigue creciendo y nos vemos en la obligación de impedir que se desborde y se empantanen los surcos vecinos.

Hay quienes al rezar piensan que sus rezos son lágrimas del cielo; miradas de afecto que lanza el Dios omnipresente; otros celebran el largo viaje hacia la espléndida luz de la oscuridad y yo me hundo en el olvido de mí mismo.

Llueve ahora en la ciudad y el espectáculo puede ser aterrador, porque sus calles y avenidas no están preparadas para recibir los despiadados azotes de la lluvia. Caracas es una ciudad concebida para tenderse al sol, semidesnuda. Cuando llueve, se desborda. La gente corre de un lado a otro. En Mérida llueve todas las tardes y son pocos los que usan paraguas para protegerse. Los automóviles se petrifican en el tráfico y aumenta la barahúnda y cuando arrecia todo parece desplomarse y creemos que va a repetirse la catástrofe que sepultó la alegría de litoral en el deslave de Vargas.

Pero no encuentro palabras ni maneras para contar, medir y expresar el color, la violencia y perversidad de la lluvia rojiza que cubre implacable todo el país y arrastra el calificativo bolivariano sin importarle los sollozos del corazón convertidos en lluvia ni los silenciosos gritos de angustia de sus habitantes que a pie, en autobús o en avión lo abandonan y todo el país llora viendo llover.

Es rojiza, ¡no cae del cielo! No hay nubes que carguen y hagan llover las atrocidades bolivarianas. Las manos que brotaron del chavismo son las que esparcen la roja sustancia tóxica con tanta insistencia, cálculo y padrinazgo cubano que terminó asumiendo la forma y consistencia de una lluvia pertinaz.

Y nos hundimos junto al país que también se desploma. Pero es de esperar que surja alguna solución que nos devuelva el país que fuimos y entonces seremos nosotros los que lloveremos gracia y alegría en la ciudad y en el corazón.

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