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La guerra en el paraíso

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El atentado contra el secretario de seguridad de la Ciudad de México puede encerrar varias explicaciones. Tiene lógica la que ofreció la propia víctima: fue el Cartel Jalisco Nueva Generación. O querían entrar a la capital, y García Harfuch se los impedía; o entraron y los trataba de sacar. Tal vez -es una especulación extrema- aparezca alguna conexión con el asesinato en Guadalajara del medio hermano del secretario, hace nueve años; quizás se trate de un intento de ajuste de cuentas entre otros grupos de crimen organizado.

Lo que no se encuentra en disputa es que la violencia en México sigue y persiste, y que el gobierno de López Obrador no la ha podido controlar. En ocasiones, carece de vínculo con el narco: ver el caso de los quince muertos, según la prensa, torturados y quemados vivos, en San Mateo del Mar, Oaxaca. En otras ocasiones, el factor decisivo es el huachicol, como parece ser el caso con la infinidad de ejecuciones en Celaya. Por último en esta reseña -no en la realidad- se trata de ejemplos clásicos del narco, como los once cuerpos abandonados cerca de Caborca, Sonora, hace unos días. Pero en cualquier caso, es evidente que si hay una estrategia para reducir la violencia, no está funcionando. O, posiblemente, no existe ninguna estrategia.

La matanza de Las Lomas arroja dos novedades. Primero, suponiendo que se trate de un tema entre cárteles, la lucha ahora llega a las zonas doradas de la capital, donde no había aparecido desde hace años. El último atentado de este tipo en la Ciudad de México, reconocido como tal, fue posiblemente contra José Francisco Ruiz Massieu, en 1994; otro fue de la supuesta Liga 23 de Septiembre contra Margarita López Portillo, en 1976. Asesinatos, secuestros, balaceras han proliferado desde entonces, pero contra funcionarios o políticos de primera línea, no. En teoría, imperaba una especie de tregua entre narcos; aquí vivían sus familias; aquí iban a la escuela sus hijos. Quienes ahora violan esa tregua, lo hacen porque pueden.

Segundo, el poder de fuego y la cantidad de participantes implica un grado de organización y recursos que tampoco se había notado en la Ciudad de México, tal vez con la excepción de la Unión Tepito. No es fácil juntar a casi treinta individuos con armas de alto calibre y vehículos de  gran calado. Para ello se requiere de dinero, cuadros, táctica y estrategia. Y sobre todo, de la voluntad y necesidad de proceder de esa manera. Hasta ahora, nada de eso había sucedido en la Ciudad de México, y menos en sus colonias más acaudaladas, desde que arrancó la guerra contra el narco en 2006.

Es imposible saber, con un gobierno tan caótico e incompetente, si se ha decidido dejar esa guerra por la paz. Si todos los coqueteos con el Cartel de Sinaloa son pura casualidad, o acciones conscientes. Si la caída estrepitosa de decomisos, quemas de sembradíos, etc, es consecuencia de una decisión explícita, o mera ineptitud. Lo que es innegable es que la guerra ha llegado a la Ciudad de México, que es sangrienta, que alcanza a los mayores niveles del gobierno, y que esto es nuevo. ¡Que bueno que junto con la pandemia, vamos domando a la violencia!

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